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Nostalgia: A (post)modern journey through Europe

In this photographic voyage, Stephanie LeVeque finds the soul of place tucked between a pulsing past and an illusory present.

by Stephanie LeVeque

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Light cut with shadows. Tradition melded with the present. Blurred lines between truth and fiction. Black and white bordering a gradient of grays.

Nostalgia.

A constant longing to discover new places juxtaposed against the stale reality of the mundane.

In early 2012, I spent six months in Asturias, Spain, and watched the sharp chill of winter thaw off my windowpane and transform the landscape into a lush emerald spring. On weekdays I spent hours studying linguistics, literature and musicology whilst tucked away in dusty, outdated classrooms. I passed weekends watching the incredible spectrum of Spanish landscapes flicker by the ALSA bus window. I called Oviedo home and roved freely across Spain and Europe.

I had spent ten years nostalgic for Spain, longing for a luscious cultural experience dripping with blind expectations. I was nostalgic for a place I had never visited and wasn’t even sure existed.  To me, Spain would be crimson and burgundy, accented with the blazing arms of the Mediterranean sun, syncopated with strains of soulful Spanish guitar, and embraced by balmy, sensual nights. I would finally find a home where my soul could be at peace and be warmly understood.

But my experience was the antithesis of my nostalgia. It was wild and calm and beautiful and horrendous and slow and impatient and nothing and everything I wanted. I spent most of my days confused and searching while perfectly content in the moment. I snapped thousands of photos as I wandered aimlessly and purposefully across mountain ranges, coasts and borders.  I wondered what the magnetism was in all I saw whilst hungrily pressing the shutter button in hopes of capturing the beauty and energy of each moment.

Months later, when I had acclimated to routine in the United States, I looked through my photos.  I was distracted by the vibrant feast of colors and the only solution to find the true memory of place was to peel away the color by converting the pictures to black and white. Instantly I felt the heartbeat of each moment pulse against the frame of every photo. Nostalgia was buried beneath colors and hidden in the complex shades of gray.

In my search for the soul of place, I was most drawn to contrast, specifically of relentless tradition and the memory of the past amidst the social bulldozers of contemporary culture.  Within the harmonious battle of the two concepts I found fresh blooms of upcycled culture.

Stephanie LeVeque

Stephanieis a Michigan implant to Utah, but her home knows no borders. She enjoys paddling, ignoring maps, cooking at odd hours of the night, cello music, belly dancing, bonfires, narrating daily life, and constantly adding to her list of things to do, try and learn. She finds joy in the simplicity of the seemingly ordinary. She holds a B.A. in Spanish from the University of Utah and is fanning a rekindled flame with her lifelong love of words. Follow Stephanie’s adventures at http://www.smokeydrivesacadillac.com.

Juana Anzellini: retos y límites de un retrato

En una era de excesos visuales, la artista colombiana pone sobre relieve la vigencia de la pintura y desafía con sus obras las expectativas del espectador.

por Robert Max Steenkist

Aprovechando la exposición de su última serie de pinturas (un grupo de retratos de personas ciegas plasmados en pintura y grabado sobre diferentes superficies) la artista Juana Anzellini (Bogotá, 1985) recibió a Entremares Magazine en su taller de la localidad de Suba. El siguiente texto se desprende de una conversación sobre la amplitud del arte, la vigencia de la pintura en una era de excesos visuales y la necesidad de diálogo entre las disciplinas humanas.

Cada retrato tiene algo de espejo. El espectador busca siempre puntos de contacto con el que ha sido plasmado en la obra de arte, bien sean estos metáforas abstractas o asumiendo al retratado como su posible reflejo. El rostro humano es un territorio de tesoros y horrores escondidos, en donde creemos poder rastrear secretos, alegrías y dolores de la historia de un individuo. Quizás por esto ha ejercido tanta fascinación en la mente humana: es, en primera instancia, lo visible, lo público, lo que vemos de entrada de una persona y, al mismo tiempo, un mapa ajeno, el terreno engañoso de lo superficial, el campo brillante y tentador de lo aparente.

Para Juana Anzellini el retrato y sus recovecos encuentran su forma natural en la pintura. Esta técnica funciona por capas: quien la domina es también maestro en el arte de ocultar visos, cavidades y cortezas en pro del resultado que se expone ante los ojos del público. Justo como funcionan las emociones y las expresiones faciales. La pintura es, sobre todo después de la aparición y la democratización de la fotografía, un arte que se ha tenido que reinventar para mantener su vigencia.

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Cada obra de arte, finalmente, busca darle forma a aquellas ideas que nos asisten con ahínco e insistencia. Conversar con Anzellini es asistir también a un diálogo con sus obsesiones; como en toda búsqueda, las suyas sufren reveses, causan placer y agonía a medida que van encontrando su lugar con el paso del tiempo. “He descubierto que me interesa darle la vuelta al retrato, desglosar sus diferentes dimensiones y generar cuestionamientos a quien percibe mi trabajo”.

Le gusta vivir rodeada de paradojas, “es mejor que vivir entre casillas”. En su taller en la localidad de Suba en Bogotá, ha escrito en las paredes algunas frases que ha cosechado en sus recorridos por la ciudad: “Más poquito” dice en una pared llena de marcos y manchones que revelan largas jornadas de trabajo con pinceles, aceites y pinturas. “Consistentemente inconsistente” extrajo de una conversación con un primo.

El sentido paradójico también nutre su obra. En la primera serie que expuso, titulada “Cuellos” (2009) buscó retratar a un grupo de personas usando el ángulo que probablemente tendría una cámara amarrada a los zapatos del individuo. Lo que vemos son quijadas y cuellos de personas que miran hacia arriba y que nos exponen sus gargantas. En algunos casos la nariz asoma como un monje curioso por encima de la boca que no vemos. “La paradoja de esta serie radica en que el individuo retratado nos exhibe casi de manera abierta una de las partes más vulnerables de su cuerpo (el frágil chasis de nervios, el conducto principal del sistema respiratorio, las arterias carótidas, la tráquea, etc.) pero al mismo tiempo nos esconde su identidad, pues su rostro permanece velado sin remedio para el  espectador”. Ocultar y mostrar al mismo, exhibir la vulnerabilidad y resguardar la identidad, ofrecer el centro de la  vitalidad a cambio del anonimato como protección.

La pintura, como cualquier arte, es un intento de preservar lo que estamos perdiendo a cada instante. Pero tiene limitaciones específicas. Entre otras, ofrece un único punto de vista de un objeto cuya realidad es diversa, rica y plural; pretende congelar un momento o un gesto en franca oposición al mundo y sus afanes, siempre variando y en movimiento. Con la aparición de la fotografía estas limitaciones se incrementaron. Apareció una manera más eficiente y más barata (más democrática, en últimas) de participar de la ilusión de conservar un instante lejos de la voracidad del tiempo.

Pero el arte es capaz de encontrar nuevos asideros en un mundo cambiante. Con sus capas de color, con su encanto de paradojas entre la proclamación y el secreto, la pintura pudo ofrecer nuevas soluciones a las preguntas de la humanidad, que no riñeran con las planteadas por los adelantos tecnológicos y la evolución de los medios de comunicación.

Para resaltar los alcances (y hacer énfasis en las limitaciones) de la pintura, en su segunda serie “Los retratos negros” (2010), Anzellini escogió como elemento principal de su obra el valor de lo crudo, de lo artesanal, de lo que no ha encontrado su perfil final para plantear los valores. Todas las caras que vemos en esta serie de 15 cuadros parecen emerger de un mazacote de materia primaria, un manchón originario de donde se desprenden gestos y texturas de caras que nos llaman desde su formación en proceso.

“El retrato en la pintura pudo haber entrado en desuso gracias a las facilidades digitales, pero sigue siendo la expresión más ambiciosa”, asegura Anzellini. Y explica que, aunque desde la aparición del Internet y su “usabilidad” se habla más que nunca de la participación del receptor en la creación del sentido de un objeto. El retrato en la pintura siempre ha exigido una interacción activa por parte del público para completarse como pieza. El pintor decide de manera arbitraria un solo ángulo del sujeto retratado, un momento específico en su historia emocional que define el gesto, un fondo para la obra que nos devela sólo una minúscula porción de su contexto, para que desde nuestra libertad lo complementemos con información traída desde nuestra colección de colores y suposiciones. “Hoy más que nunca es imposible concebir una obra de arte que encuentre su existencia sin la participación del espectador”.

De esta manera, “Bostezos” (2011) se sitúa en el terreno de la ambigüedad para invitar al espectador a completar el resto del cuadro. “Siempre dejo una buena brecha para que el espectador participe, para que él también ayude a construir la obra de arte”.  En estas 60 obras Anzellini escogió una serie de momentos en donde la boca se abre, los músculos de la cara se tensan y los pliegues de la piel nos hablan de picos emocionales: gritos, orgasmos, la reacción muda ante un golpe de dedo del pie contra el borde de una mesa, bostezos… no sabemos cuál es cuál porque la serie habla de un grupo de momentos faciales que comparten fuerza, brío, tensión. Sólo vemos las caras. Los cuerpos (entumidos por el placer, compungidos de dolor o esparcidos por la relajación) y sus acciones quedan  a nuestra imaginación y sus alcances.

“Ante cualquier pintura siempre estamos parcialmente ciegos”, asegura Anzellini, recordándonos que, desde su naturaleza de construcción a partir de capas sobre capas, la pintura siempre esconderá algo. “Ver y no ver” (2013) es su última serie de retratos. Se trata de pinturas y grabados de rostros de personas invidentes. “Durante el desarrollo de esta serie me di cuenta que los videntes también estamos ciegos ante ciertas realidades”. Condicionados por el poder contundente y preciso de los signos visuales (las señales de tránsito, el deseo sexual, los mensajes de texto, todos los impulsos del comercio, etc.) quienes tenemos el poder de ver, debemos entender que nuestra percepción de la realidad también ha sido condicionada (por no decir subyugada) a referentes limitados.

En la exposición inaugural de esta serie llamaba la atención una mesa con fotocopias de novelas, ensayos y otros tipo de textos en donde los ciegos son protagonistas. En términos generales, la literatura (otra de las pasiones de Anzellini) ha tratado al ciego como símbolo y, por lo mismo, lo ha rechazado como individuo: Homero personificó el misterio y la autoridad de quien conoce la historia y se comunica con los dioses para poder contarla: Tiresias recibió el don de la profecía a cambio de sus ojos y se convirtió en el emblema del sacrificio. En nuestro idioma el Ciego, primer amo del Lazarillo de Tormes personifica desde 1554 la astucia, el ingenio y la malicia de los menos aventajados…más hacia nuestra época H.G. Wells situó en los Andes ecuatoriales El país de los ciegos que habían logrado construir un orden social funcional y armonioso y en el cual el protagonista vidente es percibido como un raro fenómeno de la naturaleza. Por no nombrar la epidemia de invidencia de Ensayo sobre la ceguera escrita por José Saramago o Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato y su temible secta de ciegos.

Algunos retratos de esta serie fueron grabados sobre superficies blancas, doradas, plateadas o negras, evocando la técnica Braille. Vistos de frente algunos de ellos no revelaban sino un vacío total. El espectador enfrentaba la nada, sabía que había algo entre los bordes del marco, pero no podía descifrar su significado. Una sensación posiblemente parecida a la de un ciego en su cotidianidad. Entonces, si era curioso, el espectador tuvo que moverse por la sala, buscar las sombras que le dieran textura a esa nada inquietante y esforzarse por hallar interlocución en un lenguaje que no le pertenece. “Si bien éste no es un proyecto social”, confiesa Anzellini “si buscó darle lugar a los ciegos. El reto fue llevar la dicotomía espectador-limitado a un plano metafórico”.  De alguna manera los ciegos le enseñaron a ver a los espectadores.

Robert Max Steenkist

Robert Max(Bogotá, 1982) estudió literatura en la Universidad de los Andes de Bogotá y completó una maestría en estudios editoriales en la Universidad de Leiden. Trabajó en el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC/UNESCO) y fue profesor de la Universidad de los Andes. Actualmente divide su tiempo entre el Colegio José Max León, la agencia de fotografía FotoMUST, la agencia de viajes de turismo sostenible BogaTravel y la fundación Bogotham Arte y Cooperación. También trabaja para la Ópera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Ha publicado los libros Caja de piedras (cuentos, 2001) y Las excusas de desterrado (poesía, 2006). Su trabajo ha sido publicado en Alemania, Colombia, España, Grecia, Holanda, México, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela. Vive en Bogotá con su esposa Carolina y su perro Patán.

Car poolers

El fotógrafo Alejandro Cartagena explora el crecimiento suburbano en las ciudades mexicanas y su impacto social, político y económico.

por Alejandro Cartagena

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Nota del editor: Versiones del texto y algunas de las imágenes han sido previamente publicadas en slate.com y The New York Times.

 

“Car poolers” es “un grupo de personas que se juntan para viajes de ida y vuelta al trabajo, en el mismo automóvil o alternando a turnos en coche de cada miembro”[1]. Para mí, este proyecto fotográfico no solo visualiza esta práctica sino que también funciona como una continuación de mi exploración visual del crecimiento suburbano en las ciudades mexicanas y su impacto ecológico, político, económico y social en el resto del entramado de la ciudad.

Hace seis años comencé una documentación del área metropolitana de Monterrey y sobre cómo ésta se encontraba en una expansión acelerada debido a nuevos programas de vivienda social auspiciados por los gobiernos estatales y federales.

Anualmente, desde el 2005, se han construido aproximadamente 40,000 casas en las nueve ciudades que conforman el área metropolitana de Monterrey, en el noreste de México. Sin ningún lineamiento de un plan metropolitano, estas ciudades han crecido en un aparente sinsentido y falta de regulación. Como consecuencia, la infraestructura urbana que pudiera amortiguar dicho crecimiento ha sido rebasada, dejando a los más de 4 millones de habitantes entre caos vehiculares, traslados largos y costosos e inseguridad. Monterrey ha sido históricamente una ciudad industrial y considerada una de las ciudades latinoamericanas más saludables económicamente. Hoy, es una de las ciudades más peligrosas de México.

En sus diferentes facetas, mi investigación fotográfica ha buscado hacer visible una serie de estructuras en dicho «desarrollo». Me interesa presentar alternativas que divergen del discurso oficial de que «todo está bien, estamos progresando». Es en ese sentido que “Car poolers” presenta una oportunidad de contar una historia alternativa a lo que significa el progreso en el Tercer Mundo. ¿Qué tenemos que sacrificar como ciudadanos para poder mantener nuestra casa en la periferia de las ciudades? ¿Qué riesgos debemos sobrellevar para mantener nuestros trabajos? Estas y otras fueron preguntas que me hacía al terminar mi proyecto sobre el crecimiento de la mancha urbana hacia las periferias del área metropolitana de Monterrey realizado entre los años 2006 y 2009. Con “Car poolers” propongo posibles respuestas a estas preguntas.

Mientras realizaba una investigación visual para el Colegio de la Frontera sobre los distintos usos de la calle en la ciudad de Monterrey, tuve la oportunidad de re-descubrir a estos trabajadores viajando de esta manera. En corto tiempo me pareció relevante regresar una y otra vez para capturar un amplio número de estos «Car poolers». Durante un año de ir una o dos veces por semana, de 7 a.m. a 9 a.m., a fotografiar las trocas en movimiento sobre la Avenida 85 sur de Monterrey, he realizado más de 60 fotografías que me parece presentan el tema de manera acertada. Sigo fascinado con todas las cosas que las imágenes aportan o comentan sobre el mundo en el que vivimos en la sociedad mexicana así como sobre sus prácticas sociales urbanas.

El trabajo es además una demostración de conveniencia y solidaridad. Es un acto que demuestra la resiliencia del ser humano y su capacidad de sobrellevar todo. Estas imágenes, de una práctica íntima realizada en un espacio público, son por último una reflexión sobre las condiciones de trabajo de muchos mexicanos y su invisibilidad en una sociedad en crisis.


[1] Según el diccionario Word Reference.

Alejandro Cartagena

 

alejandro_CartagenaComo fotógrafo, Cartagena utiliza el paisaje y el retrato para examinar temas sociales, urbanos y ambientales. Sus fotografías han sido publicadas en Newsweek, The New York Times Lens blog, Nowness, Domus, Domus Mexico, The Financial Times, View, The Guardian, Le Monde, Stern, PDN, The New Yorker, The Independent, Monocle y Wallpaper. Cartagena ha recibido reconocimientos como el premio Lente Latino en Chile, el Premio Salón de la Fotografía de la Fototeca de Nuevo León, el Premio IILA-Fotografia 2012 en Roma y Pictures of the Year International, entre otros. Cartagena vive y trabaja en Monterrey, México.

Una silla es para sentarse

Como están las cosas en el Congreso de los Estados Unidos, la reforma a las leyes de inmigración hasta ahora se concentra en definir los beneficios económicos y la seguridad en la frontera sur, pero los políticos se han olvidado de las personas. Mientras tanto, cientos de miles de jóvenes que sueñan con la legalidad, conocidos como Dreamers, están mostrando el verdadero rostro de los inmigrantes sin papeles.

por Eileen Truax

DreamersLea un fragmento del libro Dreamers, la lucha de una generación por su sueño americano, de la periodista mexicana Eileen Truax.

Tome usted una silla; obsérvela. Póngala debajo de la bombilla fundida que pende del techo. Ahora tiene una escalera. Siéntese en el piso frente a ella. Se ha convertido en una mesa. Colóquela en diagonal contra una puerta. Ha construido una palanca para bloquear la entrada. Hágala pedazos, láncela al fuego. Tiene usted dos kilos de combustible. A pesar de todo lo anterior, la función original de la silla es, usted lo sabe bien, que alguien se siente en ella.

La iniciativa de reforma a las leyes de inmigración que transita por el Congreso de Estados Unidos desde enero de 2013, cuando la llamada “Pandilla de los Ocho” –cuatro senadores republicanos y cuatro demócratas– anunció públicamente su creación, se parece a la silla que acabamos de mencionar: todo el mundo encuentra en ella una utilidad distinta, pero todos parecen haber olvidado su objetivo principal.

Desde su nombre, el documento de más de mil páginas establece prioridades que no tienen que ver con el factor que vuelve más urgente la aprobación de la iniciativa S. 744. “Seguridad fronteriza, oportunidad económica y modernización de la inmigración” es un título que poco refleja la necesidad de velar por los derechos humanos y por la justicia social para los más de 11 millones de inmigrantes indocumentados que viven en Estados Unidos.

La propuesta de ley ha servido para que demócratas y republicanos, modernos tirios y troyanos, lleven agua a su molino ideológico electoral. Establecer que una reforma de inmigración debe tener como punto de partida la garantía de seguridad en la frontera ha sido la coartada perfecta para que los legisladores vinculados con los intereses de la industria militar y de defensa establezcan la necesidad de adquirir radares, helicópteros, aviones y sensores. También piden completar 1,126 kilómetros de muro y, además, requieren la contratación de 20,000 agentes adicionales para resguardar la frontera México-Estados Unidos, lo que se traduce en ganancias de decenas de millones de dólares para los principales contratistas.

En la iniciativa aprobada por el Senado –y que fue modificada para dar cabida a estos puntos– el cumplimiento y la evaluación satisfactoria de la estrategia de seguridad son el requisito sine qua non para otorgar el acceso a la ciudadanía a los beneficiarios de la reforma.

Activistas pro inmigrantes han echado mano de los números, en respuesta a quienes se oponen a la regularización ante Inmigración de quienes están indocumentados en el país. La reforma de las normas de inmigración, aseguran con estudios y estadísticas en mano, representaría una derrama económica inmediata de 197,000 millones de dólares, más otros 700,000 millones en los próximos 10 años.

En dichos cálculos incluyen los cerca de 20,000 millones de dólares que recibiría el gobierno estadounidense por concepto de multas y trámites de regularización del estatus inmigratorio de quienes serían sujetos de la reforma, porque los beneficiarios tendrán que pagar una cantidad de 2,000 dólares por persona para iniciar el trámite. El estímulo económico que implica la entrada en la legalidad de tanta mano de obra, la reducción del déficit federal y los números negros en general para las finanzas del país se han convertido en uno de los usos más seductores de esta propuesta de ley.

Una tercera función de la reforma tiene que ver con el ámbito político electoral. Para los republicanos aún sorprendidos con la fuerza del voto latino en estados considerados como “bisagra” –esto es, sin clara tendencia electoral por un partido o por otro–, que al final permitió que la balanza se inclinara hacia el partido del color azul en al menos cinco de ellos, la legalización de 11 millones de indocumentados, estiman, podría convertirse en un activo electoral para el Partido Demócrata. Los posibles futuros votantes se han vuelto un botín político del cual pueden salir convertidos en rehenes.

Sin embargo, de aprobarse el proyecto de ley tal como está ahora en el apartado que corresponde al camino a la ciudadanía, los beneficiarios de la reforma deberán esperar al menos 10 años para convertirse en residentes permanentes y tres más para convertirse en ciudadanos. Durante la primera década de ese camino gozarían de un estatus condicional que les impediría recibir beneficios federales a pesar de pagar impuestos.

Como si este plazo no fuera suficientemente punitivo, todo indica que en caso de que la reforma siga su curso en la Cámara Baja la propuesta aprobada en el Senado será sustancialmente modificada, o incluso desechada, para dar lugar a una nueva que establezca con claridad la necesidad de tener un absoluto control de seguridad en la frontera antes de permitir que persona alguna acceda a un estatus regular de inmigración.

Mientras desde sus cómodos sillones de piel en Washington, D.C. los legisladores encuentran el mejor uso para la reforma, los rostros de los 11 millones de indocumentados que serán beneficiarios de la misma se diluyen, no existen.

La iniciativa no menciona nada con respecto a las familias que siguen siendo separadas cada día que pasa sin que la reforma se apruebe: más de un millón y medio de personas deportadas en los últimos cuatro años, 400,000 más si el año 2013 termina sin que entre en vigor la nueva legislación. Poco se especifica sobre aquellos que serán inadmisibles: los que hayan cometido infracciones criminales, de seguridad nacional, de salud pública o de carácter moral.

Hay, sin embargo, una mención generosa a los jóvenes Dreamers que llegaron al país sin documentos debido a que fueron traídos por sus padres siendo menores de edad, y que al cumplir la mayoría de edad carecen de acceso a la educación superior, a un empleo y a servicios de salud y jubilación. Sin una ley integral que los acoja, estos jóvenes, además, corren el riesgo de ser deportados a un país de origen que, en la mayoría de las ocasiones, ni recuerdan.

Los Dreamers lograron que antes de haber reforma alguna, el gobierno encabezado por Barack Obama anunciara en junio de 2012 el programa de Acción Diferida, conocido como DACA (por las siglas de Deferred Action for Childhood Arrivals), que les otorga protección temporal –aunque no un estatus inmigratorio– durante dos años, a través de un número de Seguro Social y un permiso de trabajo que los blinda contra la deportación durante ese tiempo.

En la iniciativa de reforma hay un apartado que establece, entre otras cosas, que estos chicos tendrían acceso a la ciudadanía en cinco años, ocho antes que el resto de los inmigrantes indocumentados, y que serían exentos del pago de multas. Esta prerrogativa se debe sin duda al trabajo de organización de base y estrategia política realizado por estos jóvenes durante los últimos años, que se ha convertido en un modelo a seguir para el movimiento pro inmigrante.

Los Dreamers han logrado poner un rostro humano a esta reforma cuyo articulado se dedica básicamente a números y cálculos políticos. Tanto con sus campañas informativas en sus escuelas y comunidades, como en las acciones de desobediencia civil que realizan en estados como Alabama o Arizona, e incluso con cabildeo directo en el Congreso y en la propia Casa Blanca, estos jóvenes soñadores han logrado recordar a quienes negocian su futuro, su vida misma, cuál es el fin último de la silla.

Es vital que el mundo entienda que una reforma inmigratoria debe, por encima de la seguridad nacional, de la derrama económica o del usufructo electoral, promover la equidad, la integración con justicia a la sociedad, y otorgar certeza jurídica a quienes serán beneficiarios de la misma. Olvidar esta premisa básica equivale a olvidar que la silla sirve, en esencia, para sentarse.

Eileen Truax

Foto de Rene Mirandaes mexicana, nacida en Ciudad de México. Es “periodista chilanga”, como se define a sí misma. Estudió la licenciatura en comunicación social y maestría en comunicación y política en la Universidad Autónoma Metropolitana – Xochimilco. Actualmente es escritora freelance y vive en Los Ángeles, a donde llegó en 2004 y trabajó como reportera en el diario La Opinión. Es autora de la columna “Si muero lejos de ti”, que se publica los miércoles en Huffington Post Voces. Es la autora del libro Dreamers. La lucha de una generación por su sueño Americano, impresa por Editorial Océano México.

Foto de Rene Miranda

Un chico necesita ayuda

Entremares Magazine publica un fragmento del libro “Dreamers, la lucha de una generación por su sueño americano”, de la periodista mexicana Eileen Truax.

por Eileen Truax

Give me your tired, your poor,
Your huddled masses yearning to breathe free,
The wretched refuse of your teeming shore.
Send these, the homeless, tempest-tossed to me,
I lift my lamp beside the golden door! (1)

Emma Lazarus, “The New Colossus”, fragmento del poema
inscrito en la base de la Estatua de la Libertad

La noche del 29 de diciembre de 2011 el Royce Hall de UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles, se encontraba en ebullición. Las luces iluminaban el interior del magnífico edificio estilo neorromano de ladrillo rojo importado de Italia, que emula al templo de San Ambrosio en Milán y que es uno de los cuatro edificios originales construidos en este campus en 1929. Por los arcos de los corredores externos y las altas puertas de madera en el interior, cruzaban decenas de personas portando bien cuidados atuendos y sus mejores sonrisas. En la terraza exterior del recinto, integrantes de la elite académica, del mundo de la cultura y de la comunidad judía bebían una copa antes de entrar al auditorio, uno de los más hermosos del sur de California, que alberga un antiguo órgano de tubos y por cuyo escenario han cruzado Albert Einstein, John F. Kennedy, Frank Sinatra y Ella Fitzgerald, por mencionar algunos de los nombres estelares.

        Esa noche, un nombre más se sumaba a la lista: el cineasta y clarinetista Woody Allen haría una presentación con su banda, The New Orleans Jazz Band. Después de dos horas de música, aplausos, un par de bromas de Allen y dos encores, los asistentes se retiraron recorriendo los pasillos y jardines de UCLA, los mismos que durante el día son escenario de la vida estudiantil en una de las instituciones académicas con mayor tradición en la costa Oeste de Estados Unidos.

        La presencia de personalidades del arte, la política y la ciencia es el sello de UCLA. El campus, el más pequeño de los 10 que conforman el sistema de la Universidad de California, está construido sobre 1.7 kilómetros cuadrados de terreno, mismos que si estuvieran en Nueva York ocuparían solo la mitad del Central Park. Pero UCLA no está cerca de la Quinta Avenida neoyorquina, sino al pie del legendario y muy angelino Sunset Boulevard, en el distrito de Westwood, rodeada por los suntuosos vecindarios de Brentwood, Bel-Air y Beverly Hills.

        A pesar de no contar con una gran extensión, UCLA es la institución más codiciada por los estudiantes de todas las clases sociales que aspiran a un título profesional o a estudios de posgrado. De sus aulas han egresado 20 ganadores del premio Oscar, tres premios Pulitzer, un premio Pritzker y 12 premios Nobel, incluido el afroamericano Ralph Bunche que, en 1950, se convirtió en la primera persona de origen no europeo en recibir este reconocimiento por su labor de mediación entre judíos y árabes en Israel. El edificio más alto del campus lleva su nombre.

        La primera vez que caminé por los patios de UCLA me sorprendió darme cuenta de que por un momento olvidé el mundo allá afuera, incluida la autopista 405, la más congestionada de Estados Unidos, a unas cuadras del campus. Algo tiene esta atmósfera que parece atemporal. A pesar de que algunos espacios me recuerdan a “las islas” de la UNAM (la Universidad Nacional Autónoma de México)  o al “corredor verde” de la Universidad Iberoamericana en la ciudad de México, los prados recortados y parejitos, los edificios que mezclan líneas clásicas con el minimalismo de los años sesenta y setenta, y la diversidad étnica de los chicos tendidos en el césped, andando en bicicleta o yendo de un lado a otro para llegar a una clase, hacen que, en general, la sensación del visitante sea de un relajado bienestar que no es frecuente encontrar en otro lugar.

        Un día de 2008, una chica de origen filipino abrió una de las enormes puertas del edificio que alberga al Centro de Actividades Estudiantiles. Subió una escalera lateral, caminó por los pasillos inmaculados y entró en la oficina de Antonio Sandoval, director de la Oficina de Programas Comunitarios. De pie frente a Antonio, la chica no pudo más y dijo las palabras que antes muchos otros alumnos no se atrevían a decir, y que en los últimos cuatro años han cambiado la forma en la que la comunidad de UCLA se ve a sí misma.

        – No tengo dinero para comer. No sé qué voy a hacer. La puerta de un cuartito casi imperceptible a la mitad de un corredor se abre y se cierra varias veces al día. Algunos de quienes entran ahí lo hacen lo más rápido posible y sin cruzar la mirada con nadie. Otros intercambian sonrisas de simpatía con quienes pasan, alumnos, maestros o personal administrativo. Todos son miembros de la comunidad UCLA y todos saben que al pasar por ahí no se juzga: los tiempos son difíciles y la solidaridad es un búmeran que regresa cuando más se le necesita. Quienes salen, lo hacen con un poco de comida en las manos, o tal vez en la mochila, corriendo a la siguiente clase: una fruta, una sopa para preparar en el horno de microondas, un sándwich que permitirá aguantar por el resto de la tarde. Un letrero junto a la puerta describe la función del lugar. Se trata del Clóset de la Comida.

        El edificio que alberga al Clóset de la Comida es el sitio en donde los jóvenes encuentran apoyo para realizar actividades recreativas y de tipo social, no necesariamente vinculadas con la currícula de UCLA. Hay desde las asesorías para ser parte de un equipo de entrenamiento deportivo, hasta una oficina para quienes deseen sumarse a los grupos activistas mexicoamericanos, e incluso un amplio espacio destinado a quienes están interesados en obtener más información sobre las fuerzas armadas. En este lugar también hay un área que sirve como comedor, con hornos de microondas, mesas y sillas, en donde los estudiantes que traen algo para comer desde casa pueden hacerlo.

        Justo enfrente se encuentra el Clóset de la Comida, un espacio del tamaño de lo que en Estados Unidos se conoce como un walk-in closet —y probablemente muchas chicas en esta universidad tienen un walk-in closet en una habitación más grande que ésta. En su interior un gran refrigerador y una alacena de tamaño promedio guardan las donaciones que recibe el programa para los jóvenes que no tienen qué comer durante el día. La mayoría son alimentos empacados y enlatados, fáciles de abrir y preparar, aunque en ocasiones también termina ahí la comida que sobra de los eventos del día en la universidad: bandejas con sándwiches que si no se comen pronto se echan a perder; alguna charola con ensalada, canastas con fruta, frituras y refrescos enlatados. En la alacena hay los aditamentos necesarios, cubiertos y platos de plástico, servilletas o condimentos en sobrecitos, y también algunos artículos básicos de higiene personal: desodorante, cepillo de dientes, jabón o banditas para cubrir heridas. En una de las paredes un collage de fotografías con estudiantes reuniendo comida sirve de fondo a una mesa con un frutero y un libro de visitas.

        El Clóset de la Comida fue creado en 2008 y formalizado en 2009 por estudiantes y para estudiantes. Para quienes viven en Estados Unidos, y particularmente en el sur de California, ha resultado difícil creer que en una universidad del prestigio mundial de UCLA exista el hambre. En un país que se jacta de cubrir las necesidades básicas de sus habitantes —y el alimento es una de ellas, si no la principal— ha sido una sorpresa descubrir que a unos pasos del lujo y el glamour de Beverly Hills hay jóvenes estudiantes cuyo dinero, reunido con incontables contratiempos, es destinado a pagar la colegiatura, los materiales, el transporte y en ocasiones el sustento familiar, de manera que su alimentación pasa a un segundo plano.

        Aunque quienes recurren a la ayuda que ofrece este programa tienen orígenes muy variados y las razones por las cuales se encuentran en una situación desesperada son diversas —desde una familia enfrentando la pérdida de la vivienda por no poder pagar la hipoteca, hasta un chico que debe ayudar en casa por tener padres desempleados—, una nota anónima en el libro de visitas ilustra los motivos específicos de un grupo de alumnos que en ésta, como en otras universidades del país, son los más vulnerables de la población estudiantil.

Soy un estudiante indocumentado transferido a UCLA. Esta universidad ha sido mi sueño siempre, pero estar aquí ha sido una de las experiencias más duras y difíciles. No recibo ayuda financiera y no lleno ninguno de los requisitos para recibir ningún tipo de beca porque no cuento con un número de seguro social. 

           A estos chicos que viven sin documentos, que van a la escuela con desventajas económicas, que en ocasiones deben trabajar para pagar sus estudios y que tienen un futuro incierto después de graduarse, se les conoce como “Dreamers”. El primero de agosto de 2001 el senador demócrata Richard “Dick” Durbin y su colega republicano Orrin Hatch presentaron la primera versión de una iniciativa de ley que, en los años posteriores, sería ampliamente conocida como DREAM Act. La palabra dream, sueño, es la sigla de su nombre completo, Development, Relief and Education for Alien Minors (DREAM) Act (ley de desarrollo, asistencia y educación para menores inmigrantes). Esta propuesta legislativa busca solucionar la situación de los jóvenes que fueron traídos a Estados Unidos de manera indocumentada siendo menores de edad y que cumplen ciertos requisitos, como haber llegado antes de los 15 años, haber permanecido al menos cinco años en el país, y completar dos años de educación superior o de servicio en las fuerzas armadas. La iniciativa ha sido presentada una y otra vez a lo largo de los años sin lograr el consenso necesario para su aprobación. En 2010, la ocasión en que ha estado más cerca de convertirse en ley, se quedó corta por cinco votos en el Senado.

        Actualmente todos los niños que viven en Estados Unidos, sin importar su estatus migratorio, reciben los primeros 12 años de educación de manera gratuita gracias a la resolución de la Corte Suprema de este país en el icónico caso Plyler v. Doe, en 1982. El juicio, iniciado por un padre de familia en Texas, demandaba la derogación de una ley que pretendía negar el acceso a la educación básica a los menores indocumentados. El fallo fue en contra de la ley, y el veredicto establece que los menores no pueden ser considerados responsables de su situación migratoria debido a que su ingreso ilegal al país se debió a una decisión tomada por alguien más.

        A pesar de que esta legislación garantiza la educación de cualquier joven en Estados Unidos hasta el doceavo año, no ofrece una opción para que los estudiantes puedan acceder a la regularización de su situación migratoria o al apoyo financiero para continuar estudiando después de la preparatoria. Esta laguna legislativa afecta a más de 700,000 jóvenes inmigrantes indocumentados mayores de 18 años, y a otros 900,000 menores que se encontrarán en un limbo legal una vez que lleguen a la mayoría de edad. Esa es la situación que busca solucionar el DREAM Act, y la que ha convertido a este ejército de chicos en Dreamers, una generación de soñadores.

Carlos Amador tiene una sonrisa de sol. En el rostro de ojos ligeramente rasgados, nariz finita y una barba cerrada siempre bien cuidada, la sonrisa de Carlos lo ocupa casi todo. En 1999, cuando él tenía 14 años de edad, la familia Amador llegó a la ciudad de Los Ángeles proveniente de la ciudad de México. Sin saber hablar inglés, y justo en los años en que un joven comienza a construir su identidad, Carlos ingresó a la preparatoria sin siquiera atreverse a pensar en ir a la universidad.

        Antes de su graduación, a los 17 años, ya había conseguido su primer empleo como trabajador de limpieza en un almacén de alimentos de una empresa distribuidora para restaurantes. Carlos trabajaba como conserje y limpiando los pisos y los baños los fines de semana. Como no tenía documentos le pagaban por debajo de la mesa, un salario bajo como suele ocurrir en estos casos. El hecho de ser mexicano e indocumentado lo marcó. Los trabajadores de la bodega lo trataban como si fuera un ser inferior, sin dignidad ni inteligencia. Le hablaban en un inglés básico y muy despacio, asumiendo que no era capaz de entenderles, aun cuando sabían que era estudiante. Con frecuencia hacían bromas racistas frente a él, cargadas de estereotipos humillantes sobre los inmigrantes y los mexicanos. En alguna ocasión los empleados anglosajones tiraron la basura al piso frente a él, el piso que acababa de limpiar. Corriendo entre el trabajo y la escuela, Carlos ingresó a la Universidad Estatal de California Fullerton, en donde estudió la carrera de Servicios Humanos. Tardó seis años en terminar lo que otros estudiantes terminan en cuatro, porque al no recibir apoyo financiero del gobierno trabajaba para pagar y no siempre alcanzaba el dinero ni el tiempo para cubrir todas las materias.

        Cuando obtuvo su título decidió que ahí no paraba la cosa y se matriculó en la maestría en asistencia social en UCLA. Como muchos estudiantes dormía poco, comía lo que podía, y en más de una ocasión echó mano del Clóset de la Comida.

        – Siempre fue algo a lo que recurríamos, yo en lo personal iba cada semana más o menos – me contó Carlos hace unos meses, recordando su paso por UCLA –. Cuando ya no tenías dinero para terminar el día, de ahí agarrabas una sopa instantánea, una cosa así. A mí en lo personal siempre me ayudó y sé que ha sido de mucha ayuda para otros que de otra manera no tendrían el apoyo que necesitan.

        Durante sus años en la escuela Carlos encabezó la lucha por los derechos de los estudiantes indocumentados y se convirtió en uno de sus portavoces. En julio de 2010, una de las tantas veces en las que los comités del Congreso de Estados Unidos discutían la aprobación del DREAM Act, vio cómo un grupo de 21 estudiantes realizaban una acción de desobediencia civil en Washington, D.C., como forma de presión ante el Congreso. Entonces Carlos y otros ocho estudiantes indocumentados del sur de California decidieron realizar una acción por su cuenta.

        Un día después iniciaron una huelga de hambre afuera de la oficina de la senadora federal Diane Feinstein en Los Ángeles, en lo que describieron como un acto de sacrificio y no violencia inspirado en las enseñanzas de Mahatma Gandhi y el líder sindical campesino de California César Chávez. La acción se realizó en la esquina de las avenidas Sepúlveda y Santa Mónica, dos de las vías más transitadas del oeste de la ciudad, y tuvo una duración de 15 días.

        – El ayuno me permitió reflejar la travesía que emprenden los jóvenes inmigrantes indocumentados para sobrevivir en la sociedad estadunidense – escribió Carlos meses más tarde –. Durante la huelga de hambre interactué con personal de la oficina de la senadora y comprendí lo distante que se encuentra la política de nuestra realidad. Me di cuenta de que el cambio que necesitamos tiene que venir de la gente más afectada por un sistema de inmigración que no funciona. Nuestras voces y nuestras historias deben convertirse en nuestras herramientas para combatir este sistema opresor.

           Durante los días en que los jóvenes permanecieron frente a la oficina de Feinstein, otros chicos que escucharon sobre ellos se fueron sumando en solidaridad. Cerca de 300 personas se acercaron en un momento u otro para manifestar su apoyo. Los huelguistas compartieron sus historias con transeúntes, periodistas, niños, padres de familia y agentes de la policía que, en ocasiones, se acercaban durante la noche para saber cómo se encontraban; completos extraños llegaban para regalarles cobijas o para darles una palabra de aliento. El día 15, una vigilia con veladoras marcó el final de la huelga y a la ceremonia se sumaron líderes comunitarios y familias enteras. La huelga de hambre de Los Ángeles fue replicada en otras ciudades: 15 estudiantes en Nueva York durante 10 días; tres chicas en Carolina del Norte por 13 días, y la más larga de todas, realizada por la organización DREAM Act Now en San Antonio, Texas, que duró 45 días.

        En diciembre de 2010 el DREAM Act fue sometido a votación en la Cámara baja, pero quedó a cinco votos de distancia de que el Senado lograra su aprobación.

        Carlos se graduó exitosamente de la maestría. Actualmente coordina el Dream Resource Center de UCLA y es uno de los copresidentes de la red United We Dream, la organización de jóvenes inmigrantes más grande del país. Bajo el eslogan “undocumented and unafraid”, esta organización realiza eventos públicos invitando a los estudiantes indocumentados a no avergonzarse de su estatus migratorio, a enorgullecerse de lo que han logrado hasta ahora, y a luchar por la reivindicación de su derecho a vivir en el país que los ha visto crecer y el que la mayor parte de ellos considera su hogar.

        Al trabajo de United We Dream se suman otras organizaciones. Algunas de ellas operan a nivel nacional, como National Immigration Youth Alliance o Dreamactivist. Otras son redes estatales, alianzas de grupos más pequeños conocidos como Dream Teams. Algunas escogen nombres únicos en torno al mismo concepto, como Dreams to be Heard, en la Universidad Estatal de California Northridge, o nombres tan sencillos como Voces del Mañana, en el Colegio Comunitario de Glendale, California. En la ciudad de Phoenix, padres de familia formaron el grupo Arizona Dream Guardians para apoyar la lucha de sus hijos, y en varias universidades opera el colectivo IDEAS (Improving Dreams, Equality, Access and Success; por la mejora de sueños, igualdad, acceso y éxito) para apoyar a jóvenes indocumentados que desean seguir estudiando.

        La lucha de estos grupos dio por resultado una pequeña victoria el 15 de junio de 2012, cuando el gobierno del presidente Barack Obama anunció la medida conocida como Acción Diferida, que por dos años detendrá la deportación de jóvenes indocumentados de 30 años o menores, sin antecedentes criminales y que hayan llegado a Estados Unidos antes de los 16, requisitos similares a los que establece el DREAM Act. Durante este impasse, los beneficiarios recibirán un permiso de trabajo y estarán prácticamente blindados contra la deportación. Esto representa un respiro para los Dreamers, pero los activistas coinciden en que es preciso continuar luchando por la aprobación del DREAM Act.

        – Durante estos años he tenido la oportunidad de sentarme a la mesa con legisladores estatales y federales – me dijo Carlos instalado cómodamente en una sala de juntas de la oficina donde ahora trabaja –. Creo que por más que les contemos nuestras historias y digan que simpatizan con nosotros, no nos ven como una prioridad. Pero la historia enseña que los estudiantes indocumentados han sido líderes nacionales no solo en la sociedad, sino en la política. Los jóvenes tarde o temprano vamos a obtener el derecho a trabajar, vamos a tener poder, y podremos ser aliados de cualquier grupo político, porque somos el futuro de este país.

La oficina de Antonio Sandoval en UCLA se encuentra justo enfrente del Clóset de la Comida. Sandoval ha sido el encargado de coordinar los programas comunitarios de la universidad desde hace cuatro años, y fue al poco tiempo de su llegada al cargo cuando el programa se inició.

        Era el otoño de 2008 y los estudiantes comentaban entre sí cómo los había afectado la crisis económica. Los padres perdían los empleos y familias enteras quedaban desprotegidas al no poder continuar pagando por viviendas que compraron cuando la bonanza económica creó una burbuja en el mercado de bienes raíces. Aunque en muchas ocasiones he escuchado de gente que vive fuera de Estados Unidos que a este país no le afecta la crisis —en los países latinoamericanos tendemos a comparar la tragedia del otro con nuestra propia tragedia cotidiana y siempre queremos ser ganadores—, recorrer las calles del sur de California en aquella época rompía el corazón y creaba conciencia de la diferencia entre una crisis y una recesión. En una misma cuadra se podían apreciar tres, cuatro negocios cerrando después de años de operación, y casas con anuncios de remate por parte de los bancos. En todos los estratos sociales se sintió el golpe del cual aún no se recupera el país, y si esta situación afectaba a los alumnos en general, resultaba evidente que aquellos estudiantes que carecían de documentos la estarían pasando bastante más difícil.

        El sistema de educación superior de Estados Unidos funciona a través de apoyos financieros otorgados por el gobierno federal y por los gobiernos estatales. Para tener acceso a estos apoyos, los estudiantes deben comprobar que son residentes legales o ciudadanos en este país, de manera que puedan hacerse acreedores a la cobertura de su matrícula, el apoyo para materiales escolares y apoyos para comer dentro de las universidades. Cuando un estudiante carece de los documentos necesarios para solicitar estos apoyos, no solo debe pagar cuotas elevadas por su educación por no poder comprobar su residencia legal en el estado en el que vive, sino que debe arreglárselas para cubrir los demás gastos que representa la vida del estudiante de tiempo completo en una universidad.

        – La universidad creó entonces un grupo de respuesta económica para ver cuáles eran las necesidades de estos estudiantes en medio de la crisis – me dice Sandoval, la figura regordeta sumida en el sillón detrás de su escritorio, el pelo negro enmarcando un rostro de anteojos, nariz afilada y sonrisa discreta, durante una reunión en su oficina para conversar sobre los programas que coordina.

        Siendo él mismo un graduado de UCLA en historia y ciencia política, Sandoval, quien en su momento también tuvo que enfrentarse a las dificultades económicas para terminar sus estudios, es cuidadoso y no pierde la postura del funcionario universitario cuando habla sobre el asunto. Dejándome claro que la legislación universitaria impide que se dé apoyo financiero a quien no cumple con los requisitos para ello, su rostro adquiere una mirada pícara y me relata, con el tono de quien hizo algo que ni él mismo esperaba, cómo es que pudo organizar un sistema para apoyar a quienes pasaban hambre en el campus y al mismo tiempo jugar sin romper las reglas.

        A principios de 2008 se reunió con un grupo de estudiantes que había dado seguimiento al asunto por algún tiempo. En el grupo se habló de gente que no estaba comiendo, o que buscaba sobras de comida en el edificio de los estudiantes. En esa dinámica un estudiante musulmán, Abdallah Jadallah, hizo la propuesta del Clóset de la Comida a Sandoval, y enviando correos electrónicos a algunos maestros recibieron las primeras donaciones. Lo demás fue conseguir un espacio que no estuviera siendo ocupado, recibir un refrigerador en donación y anunciar que el programa estaba en marcha.

        Días más tarde llegó aquella chica filipina a la oficina de Sandoval diciendo que no tenía dinero para comer y que no sabía qué hacer. Antonio la llevó al Clóset y la invitó a que tomara lo que necesitara. La chica, reticente al principio, guardó algunas cosas en su bolsa y se las llevó a casa. Hoy el Clóset funciona con donaciones que vienen no solo del interior de la universidad, sino de los barrios aledaños como Westwood y Brentwood, e incluso de otros puntos del país como Boston y Nueva York, que se han sentido conmovidos al saber que hay estudiantes que no tienen dinero para comer. Las reglas para hacer uso del lugar se basan en el sistema de honor de la comunidad UCLA: toma lo que necesites, confiamos en ti.

        Aunque entre los Dreamers es bien conocida la existencia y el uso de la comida del Clóset, Sandoval asegura que éste no es un programa para estudiantes indocumentados, sino para estudiantes de UCLA. Su rostro se pone serio y clava los ojos en mí fijamente con la intención de que esto me quede claro.

–He visto a un estudiante indocumentado entrar corriendo, tomar algo e irse a una clase, pero también a estudiantes de las fraternidades, a jóvenes rubias o alguna con la cabeza cubierta. Es difícil para ellos hablar de comida porque estamos en una comunidad donde la gente está acostumbrada a tenerla de sobra, así que es común que los estudiantes que necesitan ayuda pretendan que no es así. Y tal vez un día se apruebe el DREAM Act y reduzca la necesidad entre estos estudiantes, pero el programa seguirá existiendo: siempre habrá un chico que necesite ayuda. En un libro colocado sobre la mesa del Clóset de la Comida, los estudiantes suelen dejar mensajitos para expresar su gratitud:

        “La existencia de este lugar nos ayuda a pasar el día en el campus y ayuda a recordarnos que aún hay bondad en el mundo”.

        “Gracias por las pasitas”.

        “Lo más difícil es aceptar la noción de que hay momentos en la vida en que te vuelves dependiente de la caridad de otros. He trabajado la mayor parte de mi vida, más de 35 horas [a la semana] en mi colegio comunitario. Siempre he tenido problemas con el dinero porque mi familia depende de mi ingreso. Debido a la recesión, en el verano de 2009 estuve sin empleo cuatro meses. Me gasté todos mis ahorros pagando las deudas mías y de mi familia, quienes también perdieron su empleo”.

        “Actualmente no tengo hogar, duermo en mi camioneta y soy estudiante de tiempo completo. Si no existiera el Clóset de la Comida tendría que haberme conformado con un burrito de un dólar de Taco Bell. No tengo dinero a mi nombre. No tengo hogar. Agradezco contar con la caridad de otros en forma de Clóset de la Comida. Gracias por restablecer mi fe en la humanidad y por hacer posible que continúe estudiando para lograr mi sueño de convertirme en el primer profesionista de mi familia. Gracias.”

El recuerdo más antiguo de Elioenaí Santos es de él mismo llorando mientras un adulto le daba un muñeco de peluche en un intento de calmarlo. Elioenaí asocia esta imagen con el momento en el que llegó a vivir a Estados Unidos a los dos años de edad. Originario de Orizaba, en el estado mexicano de Veracruz, sus padres decidieron migrar, como casi todos, buscando un mejor futuro para sus hijos. El primero en partir fue su papá. Aunque en su estado natal aspiraba a ser ingeniero, su situación económica le impidió seguir estudiando y llegado el momento de formar una familia decidió buscar suerte en Estados Unidos. A principios de los años noventa llegó a California y empezó a trabajar en una bodega. Unos meses más tarde su esposa lo alcanzó con Elioenaí en los brazos. La mamá trabajó cuidando a los hijos de otras personas al tiempo que los suyos crecían, porque a los dos años de llegar, sus padres le dieron a Elioenaí un hermano estadunidense.

        Alto, delgado, de piel blanca, cabello negro y cara afilada, algo hay en Elioenaí que denota un poco de nostalgia. Sin tristeza y sin rencor, habla de los primeros años, cuando el choque cultural posterior a la migración familiar se sumó a la toma de conciencia de ser indocumentado.

        – Mis papás hablaban de Veracruz, pero yo nunca sentí que ése fuera un lugar mío.

En casa solo se hablaba español, así que en la escuela se tuvo que inscribir a las clases conocidas como ESL (English as a Second Language), que son ofrecidas a estudiantes que hablan cualquier otro idioma menos el inglés. Mientras a otros chicos sin documentos sus padres les ocultaban su realidad de indocumentados con la intención de protegerlos, cuando Elioenaí cumplió 10 años y preguntó a su madre si podía realizar cierto trámite para el cual necesitaba un documento que no tenía, su familia le habló directamente de los riesgos que corría y de las opciones que tenía. “Todo indocumentado debe estar preparado para lo peor”, le dijo uno de sus tíos. Y lo peor siempre es una deportación.

        Se estima que existen en Estados Unidos 11 millones de personas indocumentadas. Provenientes de México y otros países de América Latina, pero también de Asia, África y algunos países de Europa, quienes viven sin documentos trabajan sin contratos, sin prestaciones y sin protección, recibiendo salarios que no siempre son justos y en una obvia desventaja con respecto a sus pares, lo que en ocasiones representa un beneficio para el empleador. Pero la carencia de una residencia legal no solo tiene impacto en su área de trabajo. La vida de quien vive indocumentado se ve permanentemente afectada por transcurrir en la clandestinidad. Una persona indocumentada no puede conducir un auto porque no cumple los requisitos para tramitar una licencia; no puede viajar dentro del país porque tarde o temprano en algún punto le pedirán una identificación oficial y él no cuenta con una, y no es sujeto de programas de atención social porque para el sector público estadunidense no existe — aunque eso sí, siempre puede tramitar su ITIN, un número de identificación fiscal que permite que cualquier persona pueda pagar impuestos independientemente de su estatus migratorio, porque los impuestos no necesitan papeles.

        A pesar de las limitaciones, es sabido que algunos inmigrantes indocumentados conducen autos, recorren los caminos del país en busca de trabajo y encuentran la manera de obtener los servicios básicos para poder seguir con su vida y dar lo mejor a sus familias. El asunto es que cuando son identificados por la autoridad, son sujetos de deportación y la vida que han construido por uno o por cinco, por 10 o por 20 años, se esfuma y termina siendo un sueño inasible del otro lado de una barda que divide la frontera, o en una ciudad que se vio por última vez desde la ventanilla de un avión.

        Aunque durante su campaña electoral de 2008 Obama manifestó su intención de aprobar una reforma de inmigración integral para solucionar la situación de quienes viven de esta manera —y esto desde luego incluye a los hijos de estas familias, los Dreamers—, en la práctica el gobierno de Obama ha sido el más duro de los últimos años. Desde su llegada a la presidencia de Estados Unidos en enero de 2009, un promedio de 400,000 indocumentados han sido deportados cada año, provocando con ello la separación familiar y creando un clima de incertidumbre entre la población inmigrante. Aunque el gobierno asegura que la mayoría de los deportados tenía antecedentes criminales y que serían estos casos a los que se les daría prioridad en los procesos de deportación, las cifras de algunas organizaciones indican que menos de 15% de los procesados tenía algún tipo de cargo criminal.

        Si la vida cotidiana es difícil para las familias que carecen de documentos, esta realidad es doblemente dura para aquellos jóvenes indocumentados que viven en hogares de estatus mixto y ven cómo otros miembros de su familia gozan de privilegios que ellos no tienen. Elioenaí, por ejemplo, no puede obtener una licencia para conducir un auto, así que mientras sus compañeros de escuela o de trabajo se desplazan en sus vehículos por las autopistas de Los Ángeles, él depende de su hermano menor para ser transportado, o bien, conduce sin licencia a sabiendas de que si es detenido, el auto será retenido y él corre el riesgo de deportación.

        – La primera vez que me detuvieron sentí que se me paró el corazón –, me contó el chico, reviviendo el temor –. Era una mañana soleada y nos quedamos de ver en un jardín de la Universidad Estatal de California Northridge, en donde él estudiaba periodismo. En aquel momento la universidad se encontraba en receso y el campus estaba casi vacío. Elioenaí me llevó caminando por corredores para entrar al edificio en el que se encontraba la oficina de El Nuevo Sol, el periódico en español hecho por estudiantes de su carrera. Debido al receso no nos fue posible ingresar, así que volvimos a caminar por los jardines mientras él buscaba el sitio ideal para que conversáramos. Entre las muchas terrazas, mesitas, prados y corredores que podía haber elegido, Elioenaí se decidió por una explanada de cemento bordeada por delgados arbolitos frente al Recital Hall, un imponente edificio cubierto de cristal que aloja al Valley Perfomance Arts Center. Con la mole encristalada a nuestras espaldas me contó la experiencia del indocumentado cuando lo detienen al ir manejando sin licencia.

        – Sentí que se me nublaba todo, sentí confusión, miedo. La agente de la policía me pidió mi licencia, le dije que no tenía; me pidió cualquier otra identificación y yo solo llevaba la matrícula del consulado mexicano. Se dio cuenta de lo que pasaba y, tras hacerme pasar un mal rato, me pidió que le llamara a alguien que pudiera manejar el auto. Tuve suerte esa vez. Pero vivir así es un obstáculo, es un golpe para la autoestima porque hace que siempre te sientas menos. Es terrible vivir sintiéndote inferior. Ves a tus amigos manejando, viajando a otros países. Yo en cambio no tengo acceso a dinero para la escuela, no puedo recibir apoyo del gobierno federal. Mis padres me apoyan, mis amigos me apoyan y yo trabajo, pero todos los días es una lucha económica para ir a la escuela. A veces la gente no sabe lo que es ser indocumentado. La gente no sabe quiénes somos y nos ponen el rostro de criminales. Somos más que eso. Tengo amigos que me dicen “wetback”, espalda mojada, de broma, o me dicen “vete de regreso a tu país”. Pero yo tengo 22 años y he vivido en Estados Unidos durante 20; éste es mi país. Si yo estuviera frente a los políticos, les diría: “Mírennos la cara, no somos personas sin rostro. Amamos a este país”.

        Cuando sostuve esta conversación con Elioenaí faltaba un año para que se graduara. Le pregunté qué pasaría con él después de su graduación.

        – Veo dos escenarios: Si se aprueba el DREAM Act en los siguientes meses, tengo un futuro. Es un asomo de esperanza y yo creo en él. Si no se aprueba, entonces voy a tener que luchar por mi futuro. Me va a costar más trabajo y voy a lograrlo más tarde, pero lo voy a lograr. No es un asunto de qué, sino de cuándo.

        En los meses siguientes desarrollé una buena relación con Elioenaí, un poco de colega y un poco de mentora, con comunicación cada cierto tiempo. A principios de agosto de 2012, cuando terminaba de escribir este libro y en medio del proceso de solicitud de Acción Diferida por el que estaban pasando la mayoría de los Dreamers, recibí un mensaje a través de Facebook, en la característica mezcla de inglés y español que utiliza gran parte de estos chicos:

Eileen, ¿cómo estás? Tengo unas preguntas… Do you know of any freelance publications I can possibly contribute to? I’d rather get paid, of course, but I would just like to keep a good work flow until I get my work permit —Dios quiera. Truthfully, it’s quite depressing to see everyone around apply for jobs —some have been hired already— while I have to think of the next steps. I landed some interviews […] however I wasn’t chosen for the Fall PAID internships. Cositas así me animan pero como que they backfire because you know that you cannot get paid unless they agree to use your tin [el mecanismo que utilizan los inmigrantes indocumentados para pagar impuestos]. Well, sorry for the rant. I just know that you understand […] Un abrazo, Elioenaí.(2)


(1) Dame a tus cansados, a tus pobres, / a tus masas apiñadas que buscan respirar libremente, / los desechos desgraciados de tus costas. / Mándamelos, a los indigentes, a los maltratados por la tempestad; yo levanto mi luz junto a la puerta de oro.

(2) ¿Sabes de algunas publicaciones en las que pueda colaborar como independiente? Por supuesto que prefiero que me paguen, pero siquiera me gustaría mantener un buen flujo de trabajo hasta obtener mi permiso para trabajar. […] La verdad, es muy deprimente ver que todos los demás presentan solicitudes de empleo —a algunos ya hasta los contrataron— mientras que yo tengo que pensar en los pasos que siguen. Conseguí algunas entrevistas […] sin embargo, no me eligieron para ser becario pagado en la temporada de otoño. Cositas así me animan pero como que me ha salido el tiro por la culata porque sabes que no te pueden pagar hasta que no están de acuerdo en usar tu tin. Bueno, perdón por decirte todo esto. Es que sé que tú lo entiendes.

Este fragmento del libro Dreamers, de Eileen Truax, ha sido editado para conformarlo a las pautas de estilo de Entremares Magazine.

[alert type=»yellow»]Si desea conocer más acerca del libro “Dreamers” o desea más información sobre cómo obtener un ejemplar, visite dreamersellibro.com.[/alert]

 

Dennis Millard: Portraits of Utah

Through a selection of his artwork and their accompanying anecdotes, portrait artist Dennis Millard provides a glimpse into his art and the place and people that inspire him.

By Dennis Millard

Why I paint portraits? I am attracted to portraiture because of the features and personality of a face. When I find an interesting face, I often discover they have qualities I want to paint. I like to meet with them at their home or in their office and visit with them. This helps me see who they are, the things that they like, and their interests. This gives me insight into who they are and allows me to see the “other side” of their face — what is on the inside. That is what I really attempt to bring out so that the viewer can see a little bit of what I see.

I have found potential subjects as I’ve been out to lunch, shopping, or walking through town. I had to get over my shyness in order to approach people and tell them who I am and what I have in mind. I have found that people are very receptive. Ideally, I would like to have someone come to my studio and sit for me. But that takes several sessions and many people don’t have the time or are reluctant to commit to that much time. In those cases I do the next best thing. I photograph them. I do this in their environment. This helps me to remember the person, the face and the personality so that the painting becomes a personal statement. The challenge for me is to complete a painting that, when it is finished, I can say, “I like it.”

Salt Lake City is my home, and I have found it a fascinating place to live. The people who have come from diverse backgrounds and have done unusual things with their lives intrigue me. The interesting lives they have led are etched in the features of their faces. Painting these portraits gives me a chance to memorialize those who helped develop this city.

JB and Southern Cross [38X38 Oil on Canvas]

JB and Southern Cross - 38X38 Oil on Canvas by Dennis Millard
JB and Southern Cross – 38X38 Oil on Canvas by Dennis Millard

John Bagley is a pilot’s pilot. He began flying in his early teen years and has never stopped. John has become very proficient at flying and is certified in most WW II fighters and is an accomplished aerobatic pilot. Even though he is not from Salt Lake City I felt this story is directly related to the others. I met him through a common friend and visited him in his home in Rexburg where we went to the Rexburg airport to see his collection of planes (www.oleyeller.com).

John and I struck up a friendship, and he invited me to the Reno National Championship Air Races where he was a regular participant in the unlimited class. This means he flies against the fastest prop driven planes in the world. Just the kind of thing I like.

I went to Reno and took hundreds of photos of John at the race and knew I had to paint him. The airplane he raced at the time was a modified Hawker Sea Fury named “Southern Cross.” The plane was built at the end of WW ll and had been restored to showroom condition. I watched John fly at Reno and was so impressed with the race and with this airplane that I knew that this was the basis for a portrait.
I traveled to Rexburg, Idaho, to photograph John. The photo I ended up using was shot during his takeoff. I was actually as close to the runway as you see in the painting and the sound of the 18-cylinder motor at full throttle, passing by within feet, was deafening. Even though he is standing on the ground in the painting (that’s obvious) I didn’t want any reference to the ground, trees, mountains or any landscape at all. This dealt with flying, so I painted clouds to get the feeling of flight.

Pete Marshall [16X20 Oil on Canvas]

Pete Marshall - 16X20 Oil on Canvas by Dennis millard
Pete Marshall – 16X20 Oil on Canvas by Dennis millard

Pete Marshall owns a used bookstore on Main Street in Salt Lake City. He has been at that location for over 30 years and is a fixture in downtown Salt Lake City.

I stop in often to look at used books and other interesting items that Pete has picked up at estate sales and auctions. One afternoon I went into the store and this is what I saw. It was the essence of Pete: the shirt, the surroundings, the counter, the cigarette. It was just so typical Pete Marshall. I had a camera with me, and I told Pete not to move. I took several photographs, maybe 20, of Pete looking one way and then the other. I really didn’t have to do much. That first image I saw when I walked in the door was too perfect. That often happens, it’s almost like a vision. I see the image, I notice the lighting, I see the surroundings and everything just seems to come together. Usually I don’t have to do much to get what I really want.

Pete is one of the well-heeled, yet down-to-earth shop owners that bring unusual items to the downtown customer.

Steve [36X36 Oil on Canvas]

Steve - 36X36 Oil on Canvas by Dennis Millard
Steve – 36X36 Oil on Canvas by Dennis Millard

Steve is my neighbor. I had seen him out working in the yard, walking his dogs, and I just liked the way he looked. He is o typical of the eclectic mix in downtown Salt Lake City.

I saw him one day with the sunglasses and liked the effect. The T-shirt and the sunglasses suited him, and I knew I had to paint the portrait.

As I considered the composition, I remembered Steve is an outdoor person. I knew he enjoyed rock climbing and other outdoor sports so painting him out of doors would feel natural both to Steve and to me. I thought about going into the mountains, maybe trees or rocks would be a good setting and that would have worked. But one day while I was downtown I saw a wall on one of the malls and the water outlets with shadows, and I knew that that had to be the place. It was the marriage of the outdoorsman and the city dweller.

Dave Strong [26X34 Oil on Canvas]

Dave Strong - 26X34 Oil on Canvas by Dennis Millard
Dave Strong – 26X34 Oil on Canvas by Dennis Millard

Dave Strong owns the downtown Porsche/Audi dealership. Strong Porsche has been the premier name for the greatest sports cars in the world in Salt Lake City for over 50 years.

I was at the dealership one day talking to his son Blake, who now runs the dealership. Blake mentioned that his father’s birthday was coming up and that it might be fun to present him with a painting as a surprise present. Since it was going to be a surprise party, I knew I would not be able to take photographs. Blake had one photo that his father really liked. It was of him standing next to his favorite Porsche. The photograph was small and old, the detail faded, and I knew it would be a difficult job.

When painting portraits the key goal is to capture an accurate likeness of the sitter. As I worked the vague shapes from the photograph into the details of his face, I fashioned the image of Dave Strong. When it was all said and done, I had a good representation of this iconic businessman standing next to the car of his youth, and it was a great success.

KG [16X20 Oil on Canvas]

KG - 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard
KG – 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard

On a brisk winter afternoon I was shopping at a bookstore and came across a man who was so striking that I knew he had to be my next portrait. Here was a man who was wearing the brightest colors: red fleece, black jacket, yellow stripes, purple lining, blue glasses. I knew I had to paint this man. I did not know him and followed him around the bookstore for a few minutes. I realized that if I passed up this opportunity I would regret it forever. I approached him, handed him my business card and asked if I could do a painting of him. I think he was a little surprised but he was very gracious and agreed to allow me to take some photos. Fortunately, I had my camera in my pocket so I positioned him under a light in the store and took a few photographs. Because of the situation I didn’t take as many photographs as I would have liked.

When I went home and downloaded the photos, I realized I had gotten exactly what I wanted. I was so excited that I went to work almost immediately and completed the portrait in two days. KG represents the myriad personalities that live in Salt Lake.

Ken Sanders [26X32 Oil on Canvas]

Ken Sanders 26X32 Oil on Canvas by Dennis Millard
Ken Sanders 26X32 Oil on Canvas by Dennis Millard

Ken Sanders by Dennis Millard [detail]
Ken Sanders by Dennis Millard [detail]
Ken Sanders owns Ken Sanders Rare Books, which specializes in works on Utah and the Mormons; the exploration and discovery of the American West with emphasis on the Grand Canyon and the Colorado River; and Yellowstone and other national parks and wilderness areas. Ken has been in the rare-book business in Salt Lake City since the 1970s.

I got to know Ken when I would go to his store to look for a certain book or to get information about a special book, like the one about a German poster artist named Ludwig Holwein. Somewhere along the way I decided that Ken had an image that would make a great portrait. I told him what I wanted to do and he agreed. As I studied the store and looked for something that would serve as a good background, I realized that Ken looked natural anywhere in the store. I realized it wasn’t the background; it was Ken. I asked him to pick out one or two of his favorite books. As he contemplated that request and was deep in thought, I shot the photo that became the portrait. The lighting was right, his countenance was right, his gesture was right. Everything just came together so I took a few shots and I had my painting. I am not sure that he even knew I was taking photographs; he was so lost in thought and that was the perfect situation for me.

Warren Archer [24X30 Oil on Canvas]

Warren Archer - 24X30 Oil on Canvas by Dennis Millard
Warren Archer – 24X30 Oil on Canvas by Dennis Millard

Warren is a good friend, a neighbor, a sculptor and a painter. His sculptures are seen in galleries and private collections throughout the country.

I went to his house one afternoon and found him sitting on his front porch working on a piece of sculpture and again I had a vision. He was in a dark turtleneck and was surrounded by ivy. I knew that the warm skin tones against the dark, cool background would create some very nice contrasts. This is the result. Sometimes the answers are very simple.

Warren is representative of a thriving art community in downtown Salt Lake City.

Don Hale [32X40 Oil on Canvas]

Don Hale-[32X40 Oil on Canvas by Dennis Millard
Don Hale-[32X40 Oil on Canvas by Dennis Millard
I got to know Don Hale by going into his Big H drive-in and having lunch. Don started Hires Big-H in 1959. It serves hamburgers, root beer and carhops. Whenever I ate there, he was always working and reminded me of my grandfather. Since I never had an opportunity to paint a portrait of my grandfather, who worked in the family doughnut shop into his early 90s, I thought this would be a great chance to make up the loss. Don and I discussed a lot of things: hamburgers, his homemade chili and the restaurant business. He even gave me a copy of his published biography.

When I approached Don about painting his portrait I told him that it would be for my portfolio and that it would be a great benefit to me. He was a gentleman, and I couldn’t have asked for a better, kinder subject. This restaurant entrepreneur passed away at the age of 93.

Terry Nish [32X40 Oil on Canvas]

Terry Nish - 32X40 Oil on Canvas by Dennis Millard
Terry Nish – 32X40 Oil on Canvas by Dennis Millard

Terry Nish [Wheel Detail]  by Dennis Millard
Terry Nish [Wheel Detail] by Dennis Millard
Terry Nish [Suspension Detail] by Dennis Millard
Terry Nish [Suspension Detail] by Dennis Millard
Obsession does not adequately describe Terry Nish’s love of racing. He is the owner of several businesses but his main drive is Nish Motorsports. Nish Motorsports is the entity that champions this beautiful 30-foot streamliner at the Bonneville Salt Flats. Terry and his sons hold many speed records (412+ mph). In fact, the Nishes are known as the fastest family on the planet.

One of my friends introduced me to Terry, and when I went to his shop and saw this magnificent car that was hand-built I just knew that there was a portrait in there somewhere. I did some paintings of just the car, and even did paintings of parts of the engine. But it seemed to me that those paintings were incomplete without the people.

Terry agreed and we pulled his car out of the shop into the parking lot. I got his chief mechanic, Cecil McCray, his son Mike, who now drives the car, and Terry to pose with the car. I then drove to the Salt Flats and spent the day getting what I needed for the background.

It ended up being a large painting because of the three people, the car and all those sponsor decals (I hadn’t realized those decals would be so much work.) I wasn’t happy with the mountains when I finished so I ended up repainting them three times to get them the way I wanted. In the end I was happy with the portrait, and Terry was very pleased.

Risky Business [35X40 Oil on Canvas]

Risky Business - 35X40 Oil on Canvas by Dennis Millard
Risky Business – 35X40 Oil on Canvas by Dennis Millard

Joe Timmons is the owner of Harley of Salt Lake. He has raised money for worthy events through sponsored rides all over the west. Even though he has an immaculate dealership full of Harley Davidson motorcycles, he is best known for his efforts on the dragstrip. Joe built and races a drag bike called “Risky Business” capable of reaching well over 200 miles an hour in the quarter mile. I am attracted to anything with wheels and a motor, and when I saw this motorcycle I just had to do a painting. It seemed natural to include his chief mechanic, Mike.

Peter Prier [35X40 Oil on Canvas]

Peter Prier
Peter Paul Prier is the founder of the Violin Making School (1972) and Bow Making School (1998) of America. He immigrated from Germany in 1960 to work under Ludwig Aschauer at Pearce Music Company in Salt Lake.

Peter represents the many immigrants who have contributed to this community.

Taylor’s Toes [16X20 Oil on Canvas]

Taylor's Toes - 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard
Taylor’s Toes – 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard

Painting children is a delight and must always be done from photos for obvious reasons. I happened to see Taylor playing in his front yard as I was coming home one day. I rushed home, picked up my camera and took a few photos from which I did this painting. I was fortunate to get him to sit still for 125th of a second.

Elliot [16X20 Oil on Canvas]

Elliot - 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard
Elliot – 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard

These paintings are very special to me. They are my grandchildren and because I have 13 of them I have only included two (I hope I don’t get in trouble for that) in order to save space.

When I painted Elliot I felt impressed to keep it loose and fresh so the background is unfinished and you can see the drawing on the shirt. I felt that gives the painting a spontaneity that I really like and reflects Elliott.

Missy [16X20 Oil on Canvas]

Missy - 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard
Missy – 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard

The differences in personalities are very noticeable and so fun to try to capture.

Dennis Millard

Dennis Millard picDennis Millard received a bachelor of Fine Arts degree from Utah State University and pursued a career in illustration and design. His work has appeared nationally in advertising and package design. He now lives in Salt Lake City where he paints and teaches at Salt Lake Community college. www.dennismillard.com

Teatro y violencia

¿Cómo se vive el arte que surge de una sociedad en conflicto? Este ensayo explora esta pregunta en el contexto de la violencia en Colombia y la obra teatral “En los dientes de la guerra”.

[alert type=»blue»]“En los dientes de la guerra
Vea cómo se concibió y cómo se puso en escena la obra del dramaturgo Enrique Buenaventura. Un texto de la directora del Teatro Experimental de Cali.[/alert]

Por Manuel Alejandro  Garzón H.

En los dientes de la guerra es una obra teatral de Enrique Buenaventura que se presentó por primera vez en el 2005, dos años después de la muerte del poeta dramático. La guerra es su tema. En la obra, Colombia se alza como el espacio de recreación de la violencia. Pero aunque bien todo se desarrolla y habla sobre este país, las imágenes que se apostan despliegan la guerra como un fenómeno universal. De esta manera, en la obra reverberan las palabras que le dan sentido a un fenómeno que desde siempre nos ha constreñido: “Porque desde que el mundo/ es mundo, padecemos las guerras”. Es a partir de esto que quiero compartir aquí una intuición propia que, creo, se extiende también a otros: que el arte representa y nos representa en múltiples sentidos. Esto no es nada nuevo. Con esto, solamente busco presentar algunas conjeturas sobre el arte, específicamente sobre el teatro, que, aunque bien pueden sonar extravagantes, no son más que meras hipótesis.

Fernell Franco | Cortesía del Teatro Experimental de Cali

Volvernos sobre el teatro, con la excusa de esta obra en especial, no sólo establece un rumbo para la discusión que versaría sobre el teatro y la guerra, o el teatro y la violencia, sino que vale también para pensarnos como espectadores de un arte que surge de una sociedad en conflicto. Discutiré entonces algunas ideas de algunos autores y otras mías sobre el teatro en su dimensión política y social.

El teatro o el arte dramático

Si vamos a hablar sobre el arte teatral, resulta siempre iluminador volver a un punto de referencia para cualquiera que esté interesado en el arte: Hegel. Éste, en Las lecciones sobre la estética, pone el teatro o, más bien, el arte dramático en una posición de altísima estima. Nos dice que “el drama debe ser considerado como la fase suprema de la poesía y del arte en general” [1].  Y lo dice porque, para él, el discurso se presenta como el elemento más digno para la exposición del espíritu, y la acción que va con él representa, en exteriorización, las acciones y relaciones humanas. Expone entonces el discurso y la acción como características del arte dramático, las cuales hacen que la obra de arte acceda a la vitalidad por medio de la representación escénica. La acción y el discurso hacen del teatro un arte vivo. Vemos por eso que de estas determinaciones surge el elemento temporal que éstas ya acusan en su pasajero discurrir, en el movimiento que se acaba y en la boca que se cierra. Lo vivo anuncia ya su muerte. Atendemos así al efímero pasar de la acción teatral en el que el actuar humano despunta con todo su sentido: lo que inicia y lo que acaba, lo que nace y lo que muere.

Con Hegel se muestra que el teatro tiene una relación de cercanía con nuestra vida, la vida de los seres humanos, en un sentido casi natural.[2] Es la posibilidad que el teatro tiene para representarla la que lleva a Hegel a concebir el teatro como este ‘digno’ expositor del espíritu [3]. Pero este expositor es también un producto de éste. Y es en esta doble relación – como yo quiero llamarla – que resulta fascinante seguirle el rastro a esta actividad artística dentro de nuestro propio acontecer. Entendemos así que el teatro refleja el sentir propio de una comunidad. Digo sentir porque es lo propio de la experiencia estética. Es lo que nos toca ahí, en el ser de nuestro mundo en común, y que, a través del teatro, en este caso, nos refleja.

Pero quiero empezar por lo primero, por la manera de darse de esta obra dramática. No hay duda de que si tomamos la guerra en su más amplia acepción ésta atraviesa toda la historia de Colombia. Tampoco hay duda de que el escozor que sale de ella se vive sólo en el experimentarla de alguna manera. Ver un cuerpo desgajado, oír gritos y disparos, oler pólvora y mortecina interrumpen la regularidad y afabilidad de cualquier momento y de cualquier intento por “hacernos los locos”. Por eso, si ya nos ha tocado, no hay forma de escaparnos sin tener el más mínimo pensamiento sobre ella. Y precisamente esto fue lo que atrapó el ingenio de Buenaventura cuando escribió En los dientes de la guerra. Bien sabía que representar la violencia era una tarea que, por un lado, le correspondía como artista, pues para él “el arte no sólo sirve para decir lo que se tiene que decir, sirve también para decir lo que se tiene que callar” [4]; por otro, era una tarea ineludible para el teatro tal como él lo entendía. Por esta razón, se hace imprescindible detenernos en las particularidades del arte buenavesturesco con miras a entender un teatro que nos habla del horror que nos ha sobrevenido.

Si bien el pensamiento de este hombre de teatro encontraba en la acción la materia misma del teatro, no es posible quedarnos sólo con el sentido de ‘acción política’ que muchos le han imputado al teatro buenaventuresco y latinoamericano [5], sino que hemos de volver sobre los matices mismos que la acción acusa, a fin de ver el fin mismo que el teatro se propone y que, con esta obra en especial, a mi parecer, hubo logrado.

Leyendo a Hannah Arendt encontramos una definición de acción que nos ubica ahí donde está la materia del teatro:

“La acción es la única actividad que relaciona directamente a los hombres entre sí prescindiendo de objetos y materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de ser los hombres y  no el hombre quienes habitan el mundo.”

[6]
Se dice materia solamente para ilustrar que la acción es lo propio del oficio del actor. La palabra ya está dada por el poeta, entonces es en la acción donde los actores encuentran la materia de su oficio; con ella llevan el poema dramático a representación. Allí, en la representación, la acción despliega toda su potencia. Con ella, los actores asumen lo esencial del discurrir propio de las relaciones humanas. Hacen que brote, desde su interacción, la actividad que dará vida a toda la pieza. Aparecen, en clave arendtiana, unos ante otros y unos con otros. En estos términos, la acción es la esencia de la representación. Si no hay acción no habría relación de ningún tipo y terminaría todo en la monotonía de un simple soliloquio.

Pero ahondemos un poco más en esto teniendo en mente la definición de Arendt. Para ella, la acción se entiende en términos políticos y sobre esta base su concepción de la política es bastante teatral. Entiende la política como un escenario en donde el quién de alguien se devela a través de la acción y el discurso en el contexto agonal de lo público y común. Nos dice: “En el actuar y el hablar los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su identidad única y personal, y así hacen su aparición en el mundo humano.” [7] Y sobre el teatro tenemos, tal como Arendt lo concibe, que éste representa la acción con pleno sentido político. Nos dice:

“El contenido específico, al igual que el significado general, de la acción y del discurso puede adoptar varias formas de reificación en las obras de arte, las cuales glorifican un hecho o una proeza y, por transformación y condensación, muestran un extraordinario acontecimiento en su pleno significado. Sin embargo, la cualidad específica y reveladora del discurso, la implícita manifestación del agente y del orador, está tan indisolublemente ligada al flujo vivo de actuar y hablar que sólo puede representarse y ‘reificarse’ mediante una suerte de repetición, la imitación o mimêsis que, de acuerdo con Aristóteles, prevalece en todas las artes, pero es verdaderamente propia del drama, cuyo mismo nombre (del griego δρᾶν ‘actuar’) indica que la interpretación/representación [playacting] de una obra es una imitación del actuar […] el drama cobra vida plenamente cuando se interpreta en el teatro.”

[8]
De esta manera el teatro, por reproducir el vivo flujo de acción y discurso, hace posible que la acción asuma su significado pleno. Y es precisamente a través de la ‘transformación y condensación’ de una acción, es decir, de un hecho acabado en el mundo, con toda la consciencia y reflexión artística, que el teatro la reviste de coherencia y hace patente su significado. Dicho de otra manera, la forma dramática rescata el significado de los hechos, haciendo que lleguen a desplegarse con todo su sentido a través de caracteres actuantes que, ya con distancia del apogeo y celeridad con los que se dan los hechos en el mundo, ‘glorifican’ la acción y la hacen manifiesta. Y así, en la manifestación de la acción, los seres humanos aparecen – a la griega – como “hacedores de acciones y oradores de discursos”. Pues el quién no se revela a partir de cualidades u objetos que alguien posea y lo distingan, sino en tanto ser actuante y discursivo. Así, para Arendt, una persona se muestra a sí misma sólo en el flujo de acción y discurso que en su natural y propio discurrir revela la esencia de los asuntos humanos [9]. Se despliega así su concepción de política. Se entiende lo público como el lugar propio de la política, pues aquí se cifra el rasgo central del vivir en comunidad. Lo público denota lo común y lo manifiesto, aquello que se aparece y está a la vista de todos, el lugar donde los hombres se relacionan en un ámbito de acción y libertad.

Fernell Franco  |  Cortesía del Teatro Experimental de Cali
Fernell Franco | Cortesía del Teatro Experimental de Cali

De este modo, la acción traza una vía para hacer viva y real la poesía teatral. Es sólo a través de la acción que el teatro adquiere su carácter ineluctable e irreversible al momento de ser teatro. Nada más pone el acento en el sentido que adquiere un gesto o una palabra en el escenario que la acción como actividad relacional. Ésta complejiza el proceso plural e impredecible donde, en el darse de los conflictos, van surgiendo las imágenes y se va engendrando el espectáculo teatral que sólo adquiere sentido en el momento de su relación con el público. Allí está entonces el elemento mismo con el cual el teatro deviene vida. Como Arendt, ya Hegel lo avizoraba al momento de llamar al teatro drama. El δρᾶν griego no hace más que acentuar el componente vivo que despunta de la acción y sin el cual perdemos el sentido de este arte. Como el teatro es ante todo acción, encontramos que ésta es el culmen de su proceso. La relación que veíamos con Hegel entre la acción y el discurso se complejiza. No debe existir una sola palabra que no sea absolutamente necesaria y, cuando se la dice, debe repercutir en todos los otros lenguajes del espectáculo.

Un teatro donde la palabra es todo, la palabra se vuelve nada. Como el solo texto se queda en el ámbito solitario de la lectura, el texto teatral debe entonces desplazarse a un espacio y allí presentarse vivo ante los otros. Así, el discurso debe guardarse para un momento justo; debe compartir el espacio y el tiempo con un silencio de acciones que tienen igual o más sentido. El teatro es el lugar donde cada palabra cae en el momento exacto y en el gesto preciso. En esto fulge el sentido de este arte.

Pero hablar de sentido nos obliga a hablar de dos cosas que se dan simultáneamente. La primera tiene que ver con el sentido mismo. La segunda también tiene que ver con la primera pero desde la interrelación con el público. En cuanto al sentido – en solitario – podemos entenderlo como algo significativo. Una verdad que, como en Hegel, la obra de arte hace patente. Esto va mucho más de la mano con lo que trata de expresar el arte en general, pero hemos de tener en cuenta que cada una de las artes lo hace a su manera. El sentido, entonces, es lo que se multiplica sin cesar. Es el volver a mirar la obra de arte sin que pierda su carga de significatividad, es decir, sin que se agote y se quede sin nada para decirnos. En el teatro, el texto y las acciones urden una serie de imágenes que nos revelan algo: una historia distinta en cada momento de su representación. Allí está la posibilidad de verdad, es decir, de aprehender la realidad – en sentido hegeliano. Porque, como se ve en la obra que más adelante trataremos, encontramos la configuración de una o, más bien, unas determinadas historias que le rehúyen a un sentido fijo que, por fijo, se convierte en una ‘verdad impuesta’ y una determinada manera de pensar.

Pero el sentido del arte no aparece del todo si no tenemos en cuenta su relación con el público. Sabemos que el público es imprescindible para cualquier obra de arte, pero en el teatro tiene un papel particular. Es en la tensión mediadora del público y los actores que el teatro se hace posible. Es, en efecto, esa pequeña brecha que separa y a la vez une al público y los actores la que hace posible que brille todo el sentido de la acción.

Si no hay público no hay teatro. Eso es algo ya sabido. Pero si nos fijamos en el público, descubrimos que por él ese momento irreductible e irrepetible que acontece en cada presentación adquiere sentido. En cada uno de los asistentes no se traza una historia completa ni una imagen sometida a una única forma, sino que en la relación misma que plantea el teatro con el público, en lo irrepetible de las acciones que observan los espectadores hallamos el frágil, fragmentario e irreversible discurrir de lo humano en la situación que la obra plantea.

Así nos topamos con el sentido. No está ni allí ni acá. Es en ese espacio intermedio que hay entre la obra y el espectador donde aparece verdaderamente el sentido. Es por eso que en la representación actuante aparece la viva imagen de un mundo creado que algo nos dice. Y como en la representación cumple su fin último el teatro, allí es donde hay que buscar el sentido. Hay que ver lo que ocurre. Allí la obra se revelará para nosotros y nosotros haremos posible el sentido de su relato.

Lo que hasta aquí se ha tratado vale entonces para pensar el teatro. De los apuntes de Hegel y de Arendt y de lo que de ellos ha sucedido en mi propia especulación sólo surge una forma – la que creo acertada, pero no única – de acercarnos al teatro y formar desde ahí una reflexión sobre un arte que nos representa y nos invita a pensarnos.

El teatro y la violencia

Ya lo habíamos sugerido. El texto de esta obra es el producto de un hecho de nuestro propio acontecer, la guerra. El poeta ha plasmado lo que siente que nos pasa, no a él solo sino a todos. Porque, desde nuestra manera de aproximarnos a este arte, el teatro se escribe sólo para la representación: la intuición del poema y su creación han de ser el producto de un sentimiento compartido, que si bien parte de la subjetividad del poeta es, a la postre, algo que todos llevamos. Así, desde el texto la situación se plantea pero ésta sólo llega a ser en la viva representación.

En escena vemos que están todos en un monte lejos de sus casas, lejos de lo que consideran propio. Son desplazados de la guerra. Por eso se apropian de un espacio nuevo. Como los actores, los personajes se instalan allí donde les ha de tocar vivir quién sabe por cuánto tiempo. La obra crea un espacio y allí se teje una trama. Es una trama que versa sobre la guerra, sobre la violencia. Ya desde el texto los diálogos se ven interrumpidos por otros con violencia. Cada personaje interviene con la potestad que le da su propia historia. Cada uno, desde su papel, refleja la necesidad que le dictan sus propias situaciones.

A largo de toda la obra se busca expresar un destino compartido a través de los relatos de cada uno de los personajes. No obstante, éstos no dejan diluir su historia en la corriente de un gran relato. Hacen que sus palabras despejen el camino para que haya el mínimo de coherencia y correlato con los demás, empero siempre poniendo el acento en la singularidad de su verdad que, dada la situación general, no puede dejar de ser agresiva, conflictiva y violenta. Pero no menos que las palabras las acciones develan el ‘caos’ que se vive en el interior de cada uno de los personajes y en el escenario en general. Tenemos una madre protectora con su hijo, un zapatero que arremete contra las mujeres, un enajenado que baila y patalea y que todavía es aceptado porque en su locura se descubre también algo de razón, hombres que pelean a machete, gente enferma e indignada, etc. Todos éstos son unos personajes cuyas acciones nos hacen patente un hecho que, exclusivamente con las palabras, resultaría casi inenarrable. Sale a relucir así la múltiple presentación del ánimo interno de cada uno y la urdimbre de un cierto mundo que, desde el impulso creativo del poeta hasta el clímax que el teatro encuentra en su representación escénica, buscar plasmar un rasgo de nuestra realidad. Son verdaderos acontecimientos de nuestra ‘historia’ que, condensados en las imágenes que se apostan en el teatro, desplazan la verdad de su ser hacia el horizonte de sentido que se abre con el arte.

Fernell Franco  |  Cortesía del Teatro Experimental de Cali
Fernell Franco | Cortesía del Teatro Experimental de Cali

Pero hablemos de los hechos. Ahí, en la obra nos sumergimos en una situación y unos momentos específicos que insinúan desde el comienzo todo lo que sucede. Tras las rejas de una ventana móvil está el panadero, hombre viejo y gordo que tiene por rostro una máscara cortada y desleía en la que su boca y sus ojos descubren una expresión de cobardía que raya con el pánico, y la abuela, mujer de cara blanca y ojos rojos y saltones que miran vigilantes cualquier movimiento sospechoso. Esta primera pareja se pasea de un lado a otro hurgando entre las telas por comida o por ayuda. Desde su primer parlamento confirmamos lo que pasa, se preguntan por la guerra. Esta primera escena habla de la guerra como algo que está ahí, pues ambos caracteres con sus movimientos desconfiados y el preguntarse por el qué y el quién que la inventó subsumen todo el espacio en la intriga y la duda de algo que se les escapa pero que está ahí (oculto) y los mancilla. Y presto a reafirmar lo que se ha dicho aparece el zapatero, un personaje que irrumpe como un guerrero, con el ardor y la cólera propios de quien ve en el ejercicio de la fuerza la posibilidad de atender a su propia necesidad. Un monstruo nacido de la guerra. Así comienzan a llegar los demás personajes. Cada uno descubre su propia historia. Todos sufrientes de la guerra. Y ya con todos en escena, vemos entonces a cuatro parejas, cada una con su conflicto interno y con la sociedad y la historia del momento. Cada una con un mensaje y el todo que se forma de ellos es otro mensaje de múltiples facetas.

Es difícil entonces encontrar una única historia.

En la obra, todo parece resistirse a hablar de una sola cosa. No hay nada que nos haga pensar en una sola historia como ‘La historia’. Tenemos personajes que salen de todas partes. Deambulan aquí y allá, cambian de bando, cambian de vida. En ellos todo es de mentira y todo es de verdad. En ellos, ‘la historia’ se parte. La historia deja de ser una para volverse una mixtura de muchísimas historias.

Con ellos la versión oficial resulta falsa. Se muestran otras cosas que no estaban. Hay nombres de hombres y mujeres famosos y otros que no lo son. En esto el relato de José Hilario López y el de un cualquiera como Alí Villanueva o Zacarías Caicedo comparten la misma importancia, pues en ellos despunta con la misma crudeza el horror de la guerra.

En esta crudeza también se circunscriben los hechos que han sufrido tantos en desapariciones, saqueos y masacres tan espeluznantes que, a veces, resultan difíciles de creer.

Pero, como en la obra, todas las particularidades de las historias y las vidas de los que han tenido que ver con el ‘conflicto’ son también irreductibles a la aplanadora oficial del ‘único discurso’. Es menester, por eso, decirlas de otra manera. Y el lenguaje teatral lo hace posible.

Como arte, hace de la imagen su herramienta y, en ella, reluce el sentido de algo que, en un caso como este, nos llama y nos impreca. Una a una, las figuras en la obra levantan una voz que quiere ser escuchada. Una a una buscan saberse y justificarse. Una a una se presentan ante público para erigirse ahí, en medio de la mentira y ficción que es el teatro, como una verdad.

Así, en cada relato se entrevé una inviolable seguridad en los personajes, con la que tratan siempre de apropiarse de un destino que, en últimas, se les escapa. Saben la causa de sus males pero de tanto saberla se les olvida, la confunden y llegan a ignorarla. Hay un desesperado afán por recordar, por imputar culpas y encontrar respuestas que nunca llegan. “¡Crisis, crisis!” gritan todos, la hija desdeña al violador, el panadero sólo quiere olvidar, el zapatero quiere purgarse y exculparse, y todos buscan respuestas en gentes de la historia que al final nada les dicen, pues los personajes históricos, en la puesta escénica, solo aparecen como algo lejano, en sueños y pesadillas de esta gente del común. No les queda más que aceptar su destino.

Sin embargo, toda esa esencia negativa que repudia el orden en que viven lucha por crear uno nuevo y se muestra como la potencia de una comunidad casi finada, de un nosotros acabado y cadavérico en el que, no obstante, se vislumbra la única forma de auto-conservación cuando después de no temer por la muerte no queda sino temer por el olvido.

Estos personajes aparecen así, en medio de la nada, como un faro de resistencia. Desde su propia necesidad revisten de legitimidad sus acciones como el obrar de leyes insondables e ineluctables que riñen con el orden reinante. Pensemos en esas leyes ‘ridículas’ que parecen justificar una suerte de terriblemente modificado Ius ad Bellum o en el fracaso de lo que hemos llamado ‘reparación’. Es frente a cosas como estas que los personajes se levantan. En ellos hay una oposición a algo que los constriñe, algo que los llevó adonde están y aún allí, lejos, los oprime. Pero la verdad de las potencias actuantes desafía este algo, desafía una fuerza, una suerte de ‘Estado’ o ‘estado de las cosas’ que los fustiga. De este modo, en el juego que la acción y el discurso del drama producen se acusa la falta de derecho, de orden, es decir, el caos que nos perturba.

Entonces, ¿qué nos dice esta obra de nuestra situación? Desde la plurívoca y multiforme realidad que se nos presenta, todo parece hablarnos no sólo de nosotros en Colombia sino de una guerra que trae consigo la sombra de la muerte y del olvido que también se ha precipitado sobre otros muchos. La obra nos “habla de este país / y habla de otro cualquiera”. Nos dice que todos somos culpables.

Porque cuando ya se han cruzado todos los límites, nada parece importarnos. Nos dice, con estas figuras que no son otra cosa que gente del común, que en un mundo como éste podemos ser cualquiera. Este personaje o aquél puedo ser yo, tú, el que sea. En esto la representación penetra en nuestro universo, indaga sobre nuestra condición y vuelve a llevar a la vida hechos que nosotros mismos y nuestra ‘historia’ hemos puesto de soslayo. Así, ‘la propiedad privada de la historia’, aunque sea en un pequeño recinto, para pocos y por un breve momento, pierde su sacralidad. La aparición de estos personajes arremete contra los amanuenses del único relato y confronta al público con la múltiple descripción de una realidad que, en nuestro día a día, resulta casi inaprehensible o, a lo menos, desapercibida. Como colombianos la obra nos refleja como parte de ese mundo carcomido por esos dientes funestos enseñoreándose sobre la escena.

[alert type=»yellow»]Teatro Experimental de Cali
Para conocer más sobre esta reconocida compañía teatral, visite enriquebuenaventura.org Puede ver entrevistas a los integrantes de la compañía y fotos de las puestas en escena en el siguiente vídeo:[/alert]

Notas

[1] HEGEL. G.W.F. Lecciones sobre la estética. Trad. Alfredo Brótons. Ediciones Akal. Madrid: 2007., p 831.
[2] Natural como nuestra manera de ser en el mundo: unos con otros en un tiempo determinado y pasajero.
[3] Hegel se vale del arte dramático en varios lugares de su obra para caracterizar e iluminar su exposición sobre lo que él llama el ‘mundo ético’. Igualmente en las Lecciones da cuenta la capacidad de este arte para exponer la verdad del mundo en el que aparecemos los hombres, como la realidad del mundo relacional humano.
[4] BUENAVENTURA, Enrique. Obras completas, opus I. CITEB. Cali: 2000. p.12.
[5] Esto está precisamente en el pensamiento de Buenaventura cuando renegaba de la falta de creencia en el poder del arte como un lugar de verdad. En uno de sus artículos del tiempo escribió: “Una corriente decadente del teatro contemporáneo tiende a convertir los espectáculos en expresión directa de las vivencias de un grupo de actores. Esto ha originado por un lado, o en un extremo, un teatro ritual, y en otro extremo, un teatro ideológico-proselitista”. Este artículo hace parte del prólogo a “La denuncia”. BUENAVENTURA, Enrique. La denuncia. CITEB. Cali: 2010.
[6] ARENDT, Hannah. The Human Condition. The University of Chicago Press. Chicago: 1998. p. 179.
[7] Ibid.
[8] Ibid. p. 187.
[9] Aquí es importante recordar con Arendt a los griegos cuando se referían a su mundo compartido, la polis. Se referían a ese mundo, donde aparecían los unos ante los otros, como el mundo de las actividades humanas (τά τῶν ἀνθρώπων πράγματα/ ta tôn anthrópon prágmata), donde el sustantivo πρᾶγμα se refería a cosas, a actividades o a asuntos compartidos ‘intangibles’ porque eran sólo en la acción.

Bibliografía

  • ARENDT, Hannah. The Human Condition. The University of Chicago Press. Chicago: 1998. (La traducción de la citas de este texto es mía).
  • BUENAVENTURA, Enrique. Obras completas, opus I. CITEB. Cali: 2000.
  • BUENAVENTURA, Enrique. La denuncia. CITEB. Cali: 2010.
  • HEGEL. G.W.F. Lecciones sobre la estética. Trad. Alfredo Brótons. Ediciones Akal. Madrid: 2007.

Manuel Alejandro Garzón

Manuel A. GarzónManuel Alejandro Garzón es un estudiante de filosofía y ciencia política de la Universidad de los Andes en Bogotá. Hace parte del grupo de investigación interdisciplinar Ley y Violencia del Departamento de Filosofía de la misma universidad.

‘En los dientes de la guerra’: Una introducción.

Por Jacqueline Vidal

NOTA DEL EDITOR: Una versión de este texto fue publicada originalmente en Tramoya, cuaderno de teatro, de la Universidad Veracruzana en su edición de enero-marzo de 2008.

“En los dientes de la guerra” es el resultado de más de cuatro años de investigación, puesto que en el 2003 el dramaturgo colombiano Enrique Buenaventura le propuso al Teatro Experimental de Cali (TEC) emprender una nueva obra de teatro sobre el tema de la guerra civil en Colombia, desde la época de la conquista hasta nuestros días. Su propósito era ir construyendo todos los textos del espectáculo en el proceso de creación colectiva tal como lo hemos practicado en los últimos años.

Para iniciar el proceso, Buenaventura escribió muchos textos sueltos en forma de diálogos o de notas que apuntaban en cinco direcciones de carácter histórico:

  1. La resistencia durante la conquista.
  2. El levantamiento de los Comuneros en Colombia.
  3. La guerra de Independencia en el continente.
  4. La Guerra de los Mil Días.
  5. La llamada «violencia» que sigue ensombreciendo el cambio de milenio.

El eje conductor para unir todos los acontecimientos y personajes que surgían de los cuadros históricos era una especie de fantasmas como Jesús, el niño lobo, la predicadora, el maestro de escuela, la enfermera, el paramilitar…

Durante el proceso de montaje indagamos en los antiguos escritos de Buenaventura, quien falleció en diciembre de 2003, buscando otros textos (poemas, cuentos, ensayos) relativos al tema. Incluimos varios en este trabajo así como textos originales de los personajes de la Historia de Colombia que él nombraba en sus primeras notas.

Los personajes del texto actual, Abuela, Panadero, Zapatero, Mujer, Albañil, Hija, Madre y Enajenado, son inventados a lo largo de improvisaciones y cada uno, a su manera, condensa las cinco épocas antes nombradas.

Actualmente seguimos presentando la obra y transformándola como es costumbre en el TEC. Las transformaciones tienen dos rumbos: precisar la forma teatral específica de esta obra y seguir acomplejando junto con el público nuestra reflexión sobre el tema.

Jacqueline Vidal es la directora del Teatro Experimental de Cali.

Visado a la libre imaginación

La migración del periodismo a la literatura es un viaje sin riesgos hacia la libertad creativa.

por Jairo Giraldo

La bendita manía de informar. La urgencia impostergable de comunicarse, un cruce de caminos casi invisible por donde fluyen, como torrente bravío, lo estrictamente noticioso y lo expresamente informativo. Y así de un solo paso, una escala de acceso hacia la transgresión de códigos del periodismo de otro tiempo, mientras buscamos respuestas en el entresijo de la sociedad más mediatizada de la historia, que sobrevive a la dictadura de los medios, y que respira y se expresa, ya no se sabe, si gracias a ellos o a pesar de ellos.

El periodista es un coleccionista día a día de pequeñas victorias, con metas visibles, como un corredor de 100 metros; el escritor es un labrador de grandes triunfos en largas jornadas y se asemeja, en su esfuerzo y obstinación, a un maratonista. La eterna manía de contar las noticias y luego las historias.

El ducto irrompible entre el lenguaje exacto y estricto, taxativo y rotundo, propio del periodismo y la puerta de entrada hacia la libertad creativa. Acaso las dos riberas de un mismo río. Compañeras inseparables en su largo curso, pero inevitablemente distintas. Espacios posibles para la ortodoxia del texto de manual, propio del periodismo, y para el vuelo “rompecódigos” de la inventiva literaria.

Hay periodistas que llegan a ser escritores, una migración ya centenaria que desde siempre trae implícito un viejo debate en torno a la existencia del periodismo literario y su validez como género, frente a la existencia, esa sí innegable, de la literatura periodística.

Ha sido el noble oficio de redactar noticias, con cuidado y con esmero casi religioso, a través de la historia y a partir de pautas de conducta y de rectitud moral, el que ha aguantado, inmutable, el paso de los años. Sin embargo, la evolución inercial de la sociedad propició cambios en los hábitos individuales y en la realidad cultural de los nuevos tiempos, de una significación tan profunda, que desbordó sus cauces.

No se llegará a saber quién permitió a los periodistas adjetivar sus notas y por esa vía, con el pretexto —inevitable pretexto, arma invencible— de la nota de tercer día, llegar a ser cronistas, o pensar más la nota fundamental y, de la mano de la alta especialización, llegar a ser ensayistas.

La noticia se hizo crónica en el marco de un catálogo de libertades vigiladas, en uso de un manual de garantías hostiles, con límites, evidentemente, pero con el tránsito libre de libertades y garantías.

A través de un lenguaje aventurero y buscador de mundos, la crónica desembocó en la tentación primaria de la imaginación creadora, le dio vuelo a la creación de universos y aquellas historias, ya sin carga noticiosa, pero sí con peso y vigencia informativas, que preñan las ediciones de semanarios, llegaron a ser literatura.

Gabriel García Márquez, uno de los más exitosos reporteros devenido en escritor, dejó constancia en su ya mítico «Relato de un náufrago», que no fue otra cosa que la narración día a día, para un diario, de una historia real, enmarcada en el contexto del lenguaje literario. Hoy, 50 años después, es vista como una obra referente de la literatura latinoamericana y pocos recuerdan que son los textos de un periodista.

Truman Capote llegó a ser una celebridad y convirtió en un suceso editorial su legendaria «In Cold Blood», que fue el seguimiento periodístico, con investigación y detalles, de un cuádruple asesinato en Kansas a donde él llegó, desde New York, en cumplimiento de tareas como reportero.

A Capote y a otros de los cultores del New Journalism estadounidense surgido en los años 50 y desarrollado en los 60, como Norman Mailer («The Armies of the Night»), Gay Talese («Thy Neighbor’s Wife») y Tom Wolfe («The Bonfire of the Vanities»), se les debe gran parte de la transición de aquellos que dejaron de jugar a la mentirilla piadosa del periodismo literario y se fueron directamente a escribir libros sobre universos fácticos.

Es la novela realista. “Non-fiction novel”, en palabras de Capote. Un género que explica por sí solo y justifica, con múltiples razones, el ejercicio literario del periodista. Es asomarse y escudriñar en los rincones de la cotidianidad para escribir historias de la realidad, aunque no necesariamente de la vida real. Hombres de carne y hueso de aquellos que viven, sufren, aman y batallan, en la vida que un autor decide que le ha tocado vivir.

A Camilo José Cela le atribuyen una reflexión gráfica y colorida, como muchas otras de él.

“A mí la palabra ficción me hace pensar en Superman… Esos héroes invencibles de las historietas”, decía. “Mis héroes son de carne y hueso y si es que alguno se lanza desde un segundo piso, se rompe directamente el culo”.

Evidentemente y no sólo para Cela, la inventiva fantasiosa tiene sus propios límites, que son los mismos bordes de teorías establecidas más por el uso social que por la razón fundamental.

Aferradas al realismo, las historias literarias que publican los periodistas suelen ser clasificadas como periodismo literario. Para otros es literatura periodística e incluso algunos más creen que son dos ámbitos distintos de la narrativa, pero en todo caso es el arte de relatar la realidad con herramientas de la ficción.

El viejo debate sigue tan campante como hace 100 años, cuando Joseph Pulitzer publicaba en su New York World, en los villorrios semi-rurales del New York de entonces, unas largas historias en separatas especiales, que fueron los precursores de lo que llegarían a ser los suplementos literarios que luego circularon en todos los diarios importantes del mundo.

En el rigor extremo de los académicos, sin embargo no es concebible de manera general el periodismo literario, en cuanto que el ejercicio del periodismo puro supone registros específicos de veracidad y objetividad, pero sí es posible una literatura periodística a partir de una existente, persistente y consecuente, narrativa periodística.

Y entonces, ¿»Noticia de un secuestro» (García Márquez), «Temporada de Zopilotes» (Paco Ignacio Taibo II), «La fiesta del Chivo» (Mario Vargas Llosa), «La reina del sur» (Arturo Pérez Reverte) en qué clasificación cabrían?

Los cuatro autores, disímiles y distantes, construyeron su obra sobre un desfile de hechos de trascendencia histórica, que marcan o que marcaron la sociedad de su tiempo, pero a ninguno, por más que su labor implique investigación exhaustiva y acatamiento estricto de la verdad, les cabría el rótulo de periodismo literario. Son literatura periodística.

De manera puntual «Temporada de Zopilotes» y «La fiesta del Chivo» se alistan perfectamente dentro de la novela histórica.

Luego, y si el joven reportero de ayer que cubría casos de baranda judicial en el diario decide extender sus notas de crónica roja, con más  investigación y detalles para fortalecer fondo y forma, podemos estar ante un futuro y muy aplaudido escritor de novela negra. Literatura, no periodismo.

Hace cerca de 10 años, mientras Talese firmaba uno de sus libros en Paramus, New Jersey, le pregunté en qué momento un periodista como él decidía dar el salto para dejar el periodismo y dedicarse a la literatura.

“Cuando las historias de 400 palabras se te vuelven un problema de 400 páginas, supongo”, me respondió.

Piensa así un hombre que se hizo célebre con una nota llamada “Frank Sinatra has a cold”, en la que contaba en lenguaje de crónica las desventuras de un famoso cantante con resfriado, y quien todavía sostiene que si tiene que cambiar un nombre real por uno ficticio en una de sus historias, mejor no la escribe.

Sí, literatura periodística. Ese texto largo y vivificante, comprometido sin reservas con la verdad, pero escrito en el lenguaje generoso de la literatura, que apenas deja un resquicio para asomarse al periodismo.

Es una cuestión de tiempo y espacio.

El periodista es un ser agobiado por la presión del tiempo. Debe estar en la redacción a cierta hora y muy probablemente su nota llegue a ser la historia principal en la portada del diario.

“A las seis me entrega la nota de portada”, truena desde el fondo una voz gutural en forma de advertencia.

Y el reportero que se parte la espalda, sigue clavado sobre su laptop y mientras agota una taza de café y constata dos fuentes para darle fuerza a su nota, se percata que las 800 palabras que le pidieron (como máximo) ya van en mil.

Al problema de tiempo ya le agrega un problema de espacio. Es la presión de una sociedad multimediática que reclama y devora la información más diversa de una manera alucinante.

Ese problema de tiempo y espacio no lo tiene el autor que cruza de manera temeraria desde su ribera hasta la otra orilla del río. El periodista que da el paso hacia la literatura, de pronto se encuentra, insólitamente, con que tiene un margen de maniobra muy grande. Y también un compromiso consigo mismo que amenaza superarlo. Encuentra, lo primero, que nada lo obliga al rigor de informar a tiempo y con veracidad incuestionable. Luego llega a entender el cambio de su rol y redescubre que al placer de escribir, y de vivir de lo que más le gusta, puede agregar el desafío de escribir para que les guste a otros. Sin la presión de tiempo y espacio encuentra que puede experimentar libremente con el lenguaje, en otras palabras, puede privilegiar la forma sobre la función.

Algo habrá de culpa y de sentencia en el viaje sin riesgos hacia el resbaloso territorio de la inventiva.

Los argumentos para establecer distancias y proximidades entre periodismo y literatura son muchos. Es un alegato que se sostiene por su propia esencia, pero que llega a ser innecesario a partir del momento en que la función propiamente dicha se impone. Los periodistas son escritores potenciados para el periodismo, pero que pueden dar el grito de libertad creativa a partir del momento en que le den vuelo a su imaginación.

Jairo Giraldo

Jairo Giraldo es un periodista y economista colombiano que reside en Estados Unidos desde 1993. Entre sus principales trabajos publicados destacan: «Pablo Escobar, cuenta de no retorno»; «Instrumentos de Control monetario y medios de pago»; «La complicidad, nuevo deporte nacional»; «Café: sin luz al final del túnel»; «Enfoque: Guadalupe años sin cuenta»; «Don Manuel, un ‘pistolazo’ a la paz»; «En la guerra la paz no es optativa». En el marco del periodismo deportivo ha combinado sus aportes en radio y televisión con la prensa escrita. Ha investigado y publicado sobre béisbol, fútbol, boxeo y olimpismo. Sus textos se publican en Los Ángeles, New York, Chicago, San Francisco y Houston. Giraldo trabaja en el diario La Opinión de Los Ángeles.

Long Division

Indonesia in dispatches and sketches

by Cliff Whitehouse

For the millions of dollars spent on this project, it’s the wee hundreds that don’t get spent that draw attention. While top execs chopper in and out of the site, the rest, the bourgeoisie, have to travel on age-old infrastructure, which means top-heavy buses and small, jerry-rigged, un-maintained boats that reel with the rough seas. Last week the ferry engine was swamped by a wave and cut out. The boat rocked wildly without control until the engine restarted. It’s one thing to inflict this on miners, another altogether to make their wives and children suffer the wrath of Poseidon.

The bus from the dock at Talongalong, a piecemeal raft of boards strung together and floated out into the water, is an air-conditioned tour of the Third World. It cuts across Lombok like an incision, exposing jungle and village life. There is nothing but subsistence living here. Chickens scratch in the dirt; people stoop over rice, knee deep in flooded paddies; kids thresh rice or make clay tiles or haul water or step into oncoming traffic in an attempt to sell some ware or another. Animals, from snakes to dogs to water buffalo wander freely from side to side. Old women carry jugs or bricks or fruit atop their heads—the weight belied by their walk.

Every Sunday there are wedding parties teeming in the streets: brightly colored costumes worn by battalions of women, bands marching or being driven along on open trucks, crowds of families and well-wishers, the men with small pill-box hats of faith—white to show they have made the pilgrimage to Mecca, the women with hair pulled into a bun or covered by veils.

One Sunday, though, as all the weekend pass-holders were making their ways back to catch the last boat to Sumbawa, a funeral was in session. It was uncomfortable to be edging through the crowd of silent, mournful villagers in a taxi. Even the driver felt discomfiture, apologizing quickly and quietly to everybody that moved to allow us to pass. Such conflicts of interest are the straws that add up on the camel’s back. I was glad to be early for the boat; I wouldn’t have wanted to be one of the latter taxis or buses that had to interrupt the solemn occasion yet again. The worst part was that there was no other road. Infrastructure is not a term most Indonesians are familiar with.

Photo by Joe Pollara

Many of the mourners had on bright orange vests that showed they were part of a vigilante group established to combat the growing thievery and violence on the island. There have been murders and an escalating frequency of robberies around as the economy dies and desperation sets in. For the most part it has been localized native-on-native but there are cases of tourists falling prey as well. The Mount Rinjani attacks for example and a daytime attack on a man whose rental car quit out in the sticks. The boys in orange create an image frighteningly like that of the Hitler Youth Brigades, their blind unification and sense of «justice» just waiting to be manipulated and misused.

For one hundred miles it is primitive, then, Mataram. The Dutch were a presence for three hundred years and it shows in the way the city is built, the way buildings have permanence and landscaping. It is an attempt at Europe in Indonesia. Obviously, ultimately, the attempt failed. The Dutch left in World War II but the influence has not yet died.

The Dutch are back now, just in a different capacity. Gone are the soldiers, the officials and bureaucrats. Now it is tourists. At Senggigi Beach, they lounge around on the beach, stare at the heavy tropical sun, swallow beer at the bars, sleep loud and late at resort hotels and take pictures to prove Indonesia was a good land to rule.

The hotels along the beach in Senggigi are nice in the way that fish and white wine are nice: sophisticated, exploitative, historically elite. The fact that the staff to guest ratio is 2:1 says something about cheap labor and profit margins.

I get sandwiched between two beliefs, the first that great buildings and monuments have been achieved by despotism and slavery which wouldn’t have been achieved otherwise. The second is that there should be some equality in the world, that is, a certain benevolence come from one’s fortune of birth. A WASP who goes to med school or gets an MFA and cashes in on Wall Street should have a bit of compassion for the Siberian peasant who suffers and struggles to subsist. I believe that great physical monuments are not as necessary as a monument of humanity, but equality amongst people seems an impossibility—a great idea but an impossibility. At least a monument can serve to inspire, to show what man is capable of.

There are Sheratons, Holiday Inns and other swank establishments built from the beach and up the hill, all with pools, restaurants, copies of fine art and well-appointed rooms. But that’s not what I mean by an inspirational monument.

At the Senggigi Beach Hotel, a plush jungle atmosphere resort, I rent a windsurfer for my birthday. After it is put away and I’m changing into dry clothes, Andi offers me a KANSAS cigarette (slogan «Taste the Freedom»), lights up, tells me he wants to quit because he has asthma, then holds the smoking plug in front of him and lovingly says, «But it is hard; this is my best friend.» In the next exhalation he says his wife died in May of cancer.

He is the flesh and bone denial in all of us: defiance in the face of knowledge. He is a weather-stained man with incoherent tattoos wrapping around his arms and back. His life is renting snorkeling equipment to the Senggigi Beach Hotel guests seven days a week and raking the sand near his booth. Never have extremes been so apparent: have versus have not. Andi and hundreds others like him earn about a dollar an hour while guests pay $180 a night, eat $20 dinners leaving half on the plate, rent boats and go scuba diving—submarine beauty 100 feet below abject poverty.

George Orwell raises a relevant question in one of his essays, «Why does this slavery continue?» His thoughts, relating to plongeurs (dishwashers in France), still hold 50 years later — nothing has changed.

«People have a way of taking it for granted that all work is done for a sound purpose. They see somebody else doing a disagreeable job, and think they have solved things by saying that the job is necessary. Some people must feed in restaurants, and so other people must swab dishes for eighty hours a week. It is the work of civilization, therefore unquestionable. But it does not follow that he is doing anything useful; he may be only supplying a luxury which, very often, is not a luxury.»

Orwell suggests that modern slavery (long hours, little pay) is a means of controlling the «mob» and ensuring the status quo. Here, in the fourth largest country in the world this is painfully obvious. The shame is not so much in those that unwittingly take advantage of the situation but that people like myself, who recognize the injustice, do nothing about it.

I’ve had a dream for several years of building a big house in the mountains of Colorado that would serve as a place for inner-city kids to experience the beauty, peacefulness and quietude of nature. In this selfless dream, mi casa es su casa. Then, quite suddenly, I am in Indonesia with a relatively large apartment while thousands of workers sleep in slightly modified sea containers or worse, in thatched shacks with no running water, no electricity and no protection from disease. I could begin benevolence by letting a dozen locals sleep at my place. It would save them hours of waiting and busing everyday.

Will I do it? Probably not. We can all think of myriad excuses as to why we haven’t and why we won’t: company policy, danger, theft, privacy, et cetera. Only in times of abnormality would such a thing happen. As best we can, we want to establish a hermetic world where only occasionally and under our control do things change. It was nice living in Boulder because almost everyone was affluent and better-off than me. I’d rather be at the bottom of the envy ladder than the top. The guilt of possession is an uncomfortable albatross. I’m no saint. I enjoy all the perks of my relative wealth — I just want to live without the remorse.

The movie «Ordinary People» was on recently. A family wants to see a shrink about dealing with the death of one son but Mary Tyler Moore’s character, a woman who cannot express her grief, says, «I am not perfect. I have my faults, but I don’t want to change.» She feels that if a family has problems, it is up to them to work them out or live with them, but not to share them with the rest of the world.

How far does a shrink’s responsibility go? Or a doctor’s? Having sworn the Hippocratic oath, is it fair to leave a man dying on the operating table if one has already put in eight hours of life-saving surgery? A doctor recently sued American Airlines for $900 reimbursement after he provided medical attention to a man with a blood clot during a flight.

Or a teacher’s responsibility? Or a businessman’s? People will always die. People will always be hungry. How and when does the conscience develop? There are essentially two views: one is to help those you can and make some small difference; the other is to succumb to the futility of all action.

America is a country of instant gratification and competitive wealth. We are four percent of the world’s population yet use twenty-five percent of its resources and produce twenty-five percent of its waste. How long can that continue? No other country has as many per capita lawyers, an industry which runs on the scheme of cashing in on someone else’s labor.

Nothing is produced. It is a false economy. It cannot last. Corporate bankruptcy has become a way of life in American business and personal bankruptcy is catching up to people. Remember the film «Roger & Me?» Rabbits for pets or food. Our day in the sun is surely drawing to a close.

Theft

There was some concern about the way the school doors were unlocked when teachers arrived in the morning, but it was chalked up to forgetfulness or haste. Then, a stereo went missing. Not a great one, but something that had a remote control, tape deck and CD player. The shame of it was the timing. The children in Fay’s class had been told that if they were good, they could listen to CDs and to bring some to school.

«Call me a cynic,» said Marsden, an Aussie who’s been in Indonesia for 10 years, «But, it was only a matter of time.» A month.

So, our first theft. That could and does happen in every country in the world. It’s the way it was handled that is very Indonesian—with hints of Russian bureaucratic constipation thrown in. First, the principal spent an hour on the phone with a voice over at the security office. A meeting was scheduled. Three men arrived with notepads. They interviewed the vice-principal, noted his name, address, passport number, age, badge number, all numbers whereat he could be reached and his version of the story, which was only what had been told him by Fay and Stephen.

Well, Carol then needed to be interviewed. After all, it was her room where the theft took place. Even though she was in Singapore when it happened. All her vitals were recorded and her version of the story—which was only what had been told her by Fay and Stephen.

Fay was next because her room is next door to Carol’s. Again, birthdate, home address, numbers, years in Indonesia, etc. And her side of the story. As if she was suspect; she whose apartment comes furnished with the exact same stereo.

Stephen, too, went through the inquisition. His being the strangest because he is a teacher in Mataram, not Sumbawa. It was Laurel and Hardyesque:

«What were you doing in Carol’s room?»

«I was teaching her class.»

«Why wasn’t she teaching it?»

«She was in Singapore.»

«But you live in Mataram?»

«Yes, I came over to cover her class.»

«Who was teaching your class?»

«Someone else.»

«Who was that?»

«Dave Forbes.»

«Can we speak to him?»

«If you like. He is in Mataram.»

«We’ll send someone over.»

«He doesn’t even know about the theft.»

«So you don’t know what the stereo looks like. How did you know it was missing?»

«I went to play a CD and there was no player.»

«When did it disappear?»

«I don’t know. Over the weekend, I guess. It wasn’t here on Monday, but Fay said it was here Saturday when she came in.»

«What was she doing in Carol’s room?»

And so on… After two hours, they left. Then, Tim, VP, received a call. Security was going to send someone around for an official report the next day. So, the next day, two men arrived, one with an officious air, the other with a black, boxy briefcase. The briefcase opened to reveal a film noir typewriter with wing-arm keys and a convoluted ink ribbon. The process repeated itself, for the record. Absurd enough yet? The next day, another call. The supervisor of security wanted to come around. Hands flew into the air, exasperation ran through the building like a hairdresser on fire.

It seems a French comedy to add that it didn’t end there. The next day seven men arrived; seven! With their white boss to ask Tim more questions and look around the building. The sad thing is, it was better dealing with well-meaning bureaucracy than a white man on a power trip. Without politesse he went room to room, roughly demanding who people were and what they were doing in their rooms. Fay responded courteously, «I am preparing for my next class, Mr.…?» It is as Tim later said, security people are quite often those who don’t deal well with people, those whose strength is, well, strength and that is all.

But how to explain the triplicate behavior? Imagine people from a village without running water, without paper, without pens, without education beyond the sixth grade. Transplant them to an office and the assignment of record-keeping. Of course, they want to do a good job, follow instructions to the letter, leave nothing out, cover all the bases. And take as long as possible. Because the alternative is to end up the one blamed for a blank line, an un-asked question. And in a country full of unemployment, disease and hunger, no one wants to lose a job that provides an office, a car, accommodations and a box lunch.

Photo by Joe Pollara

The same mentality was on parade when two boxes of mine, shipped from America, went missing. After weeks of reporting the un-appearance to different people, a man arrived at school to investigate. He asked questions of the other teachers, who knew nothing except what I had told them: «I’m missing two boxes from America.» They all pointed him in my direction. Since I was in the middle of teaching a class, he took pictures of me through the window. After class he approached me, asked where the two boxes were. Missing. He wanted pictures of the boxes that had arrived. They were in a dump somewhere, I reckoned. He wanted to come to my apartment and take pictures of the stuff that had been packed in the boxes that had been disposed of. I’m not missing the stuff that came, I explained. I think it was the new digital camera hanging from his neck that compelled him to shoot so many photos. He left and was never heard from again. Some day, I expect another man to show up with a similar camera to run through the same procedure.

The majority of security is made up of locals who are given stiff blue uniforms, radios and the mindless task of sitting by the road to check badges and see that no one unsavory causes any trouble. But where does loyalty lie? To a family member who comes over the hill at night to steal something, or to THE MAN who can be seen in such manifestations as a Land Rover and a big house with a TV and VCR and fridge.

There is a beach resort being built at the edge of town, reputedly entirely from stolen materials. The opening date had to be pushed back because someone cottoned on and hired security guards from another island. The joke is that anytime something goes missing, go to security, it’ll probably be there. They are the worst because they are always watching; they know schedules and patterns. A pair of jeans disappeared yesterday from a balcony. The logic is, if you’re not wearing them, you don’t need them — you’ve got too many pairs. It is hard for ex-pats to get out of their Western way of thinking: I bought it, it’s mine.

Aubrey

She is the type of woman wherein one can see a childhood of battles for attention. Hers is a personality of antagonism, a modus operandi of the squeaky wheel gets the grease. Her body is a Korean car: a collection of parts, experimental, poorly painted. She relishes the attention of being one of the few women in the minesite, complains about the looks she gets, the comments she knows are being made. Conversation always has a reference to her boyfriend lest one forget she has a lover, a man, is capable of finding a partner.
Cigarettes are part of her image—proof she is as tough as any man. And many a night, she has drunk larger men under the table. She is proud of her South Dakota, proud to be an engineer, proud to insult people, to go toe to toe with foul language. She has become a warrior for equality at the expense of likability. She can exceed men at being the pigs they are.

She is holding forth in the bar, listing manly accomplishments. At her first flight training, the landing gear crumpled and the plane flipped. The instructor said, «Guess you don’t want to be a pilot anymore.» Upside down, hanging from her seat belt she replied, «When will this thing be fixed?» She has ridden bulls, run rivers, hiked mountains and of course, she owned more guns than anyone else in the bar and was a crackshot. Which led to a story…

After a housemate moved out (I can see why), she was living in a huge ranch house (her own, of course) with many acres at the edge of National Forest land. One day, after work, she came home to find her tool belt in a different spot than where she had left it. With the hammer placed on the floor of the bathroom. While most people would freak out, she figured it was a friend playing a prank.

A week later, after work, all the windows were found unlocked and wide open. Someone had been in the house. Probably a friend just funnin’ with the woman living out in the sticks by herself. She called the friend she suspected and said, «I don’t appreciate what you are doing.» The guy said, «What did I do?» She explained, he denied. She said, «Look, you do it again, I’ll blow your head off. I’ve loaded my shotgun. I’m not kidding.» The guy said, «You better check to make sure it’s still loaded.» She walked over to the gun, checked the chamber and it was empty! She began yelling at the friend, saying she would call the cops and they’d be there in ten minutes and he better have a hell of an explanation. Turned out not to be that friend.

It was, in the end, the brother of a guy she dated twice. They had a showdown at a bar. The brother glared at her as she walked past.
«What’s your problem?» she demanded.

«You fucked up my brother’s life. You took him away from me.»

«Your brother doesn’t even know me. We went out twice. I couldn’t have fucked him up. If he’s fucked up, it’s his own fault! Here, let me buy you a beer, and we’ll call it over.»
Aubrey pulls at her tepid Anker pilsner, inhales full and strong off her cigarette and stares at the rapt crowd around her. This is living, she thinks.
Some people you hang out with by choice, others by necessity, and still others out of sheer disbelief.

Young Bill

they call him. He was the guy who drove me and a couple of others up to the Kencanah Beach Resort last month, gunning the truck like a native on the winding, slender black obstacle course called the road. He was cocky, rough with the vehicle and enjoyed the brutality and dirtiness of navigation. There is a certain pact with mortality one has to have made to drive at the edge of control in a land of dangerous obstacles.

He has usually a raffish air about him as he stands at the bar, Marlboro always going in one hand, bottle of Bintang in the other. He has the body of a Greco-Roman wrestler turned line cook and the bitter laugh of a clown who has bounced a check.

His field is computers and, tired of living in the attic of his parents’ house, he is one of the few who asked to work here. His idea of seeing Asia is tragically misogynist and atavistic. He spent most weekends in Senggigi, drinking poolside, watching the cross-dressed bands play Indonesian pop and, as many of the men do, going for a massage et cetera at a well-known place called Jamu Jamu. He is a typical mine employee in those ways, a stereotype of the bachelor ex-pat. It is a life that in many ways is better than the one he would have to eke out in America where manners and morality matter as much as money.

Alas, Bill’s days in Indonesia are over. He already had two strikes against him for drunken behavior towards Maluk’s demimonde and then went and had a few too many Bintangs at the bar, then tried his old style of driving and ended up in the ditch. The management here doesn’t mind drinking—in fact underwrites it in many ways: bars, beer at the commissary and «piss ups» on the beach—but frowns on rolling a company vehicle. They gave him one day to pack his bags.

On his last night Bill was buying drinks for everyone (not one to wallow in his misery, nor one to change his behavior because of a minor disagreement in policy with his employer), getting rid of the «Monopoly money Rupiah» that would be useless in the States. He seemed undaunted by his change in status, even jovial. The tumescence on his head, the scar down his forearm and the chipped teeth from the accident added to his appearance as a miscreant and made him even more of a caricature than a human being.

Turtling

There are benefits to eating at the mess besides crepes and apple cobbler and ice cream twice a day. Like Chinatown or Tribeca, people are met, deals are made — though it’s more like a German essen-hall. If there’s an empty seat, you may take it. It’s interesting to see the seating patterns from day to day: New people are more open to strangers, veterans stick to themselves. And the eating patterns. The teachers talk about me behind my back — about how much I eat, that I’m going to bankrupt the catering company. Exaggerations all. There is a man here, akin to my grandpere Omer — a hoarfrosted man with a giant belly but the body of a foreign language teacher. He eats more than me: piles of meat and potatoes, bowls of fruit and custard, cups and cups of coffee.

As I Friday sat the mess, worrying a chicken leg, Ismed approached and asked if I wanted to go on the chopper to help count turtle eggs. When? The following day at 10:30. Yes!

It was like being in the military without having to do pushups. We rode in a troop transport vehicle down to the heli-pad, learning interesting bits of turtle trivia as we went: they lay about twice a year after 7 years old, sometimes up to a 100 eggs; they come during high tide, over the sharp coral reef if necessary. Very few survive—they are eaten as eggs, plucked by birds as they take their first steps, and taken as snacks for predators in the sea.

The helicopter is an old warbird from Korea, past its prime — still whopping along but dangerously close to being put to pasture. It is a yellow and white tropical fish costume wrapped around a washing machine agitator that sits two up front and ten in the back on canvas benches — lined up like paratroopers, an EAM life raft near each door in case we survive a plunge into the sea.

Turtle, by: Joe Pollara

Rex, our buzz-cut, tattooed pilot, swivels his head on its leather stump, juices the engine and we shake into the air like a jaundiced penguin doing St. Vitus’ dance. Down goes Benete port, falling away like a high bar on a dismount. The townsite where we all live comes into view. It seems so small. From end to end it seems no more than a little trench dug in the grass—a long divot that wasn’t replaced after a bad 1 wood drive. The salt water intake pipe scuds under us like a small, pale imitation of the Great Wall of China. A small village of transmigraci is laid out on a flat with Mormon North-South, East-West logic. A few wind propellers sticking high into the sky seem out of place—like satellite TV parabolas in the third world. Then, the dirt roads peter to nothing and it’s all green bush and palms and white lines of nose-candy breakers on the blue water.

The noise, dampened by earmuffs, is still intimidating — nothing like an airplane. The fragility of flight is too apparent in a helicopter: if the blades stop rotating, the metal cocoon drops like local currency during elections. It is a thrill but almost a relief to let down on a patch of green.

Our landing pad is a grassy plateau rising above a beach — so small the rotor hangs off the end, whipping around like the Moulin Rouge set on puree. We bail out with the gear while Rex holds it steady. Only now can I understand the drama of Reader’s Digest stories like «Rescue on Deathly-Cold Mountain» when the rescue chopper battles to remain steady while the boy and his dog are finally saved after three days of shivering and soul-searching.

Then, it’s gone. The double-whopping with breeze fades out over the hills. Looking around, it’s just two white girls, myself and five natives. Dark skin, dark eyes, dark gums, dirty clothes, cigarettes and knives. We set up the tents, use our right hands to eat rice out of a newspaper with a couple fish heads for flavor and roots of some kind in a spicy sauce, then settle down for an afternoon of waiting.

It is an afternoon of tranquility. There is a world chasing its own tale, slitting its own wrists, flogging its own back out there beyond the meniscus of seameetssky, but it is imaginary. In truth, there is only this stretch of coastline: its volcanic chocolate, gritty meringue, dappled roughage and wavesong.

A hermit crab insistently claws its six-legged way along sand, over fronds. It retreats into shell at the slightest danger, then a crack, a sensor, two eyes on sticks, legs and motion again. Trees as insects: thick body-trunk supported by spindly leg-roots that plunge into sand. An organic EKG device. Barbettes pierce the skin-bark outward, a mace-flesh painful to the touch.

In the woods I find a trail. Back home in the Rockies, I would explore it without thought; the familiar is not threatening or frightening. Here, I pause, envisage who, what, uses the path. Cannibals with bamboo spears? Gargantuan bush pigs? Komodo Dragons with their debilitating venom? Any of a half dozen poisonous snakes? Mind as battleground between a history of harmless adventure and potentially deadly jungle. What use here, a dictionary, morality, a credit card?

Headlines of the past few days flash into mind: Dayak Beheadings; Ritualized Slaughter; Tribal Justice; Tourists Attacked. How is it that the biggest threat is other people? To be bitten by a snake seems natural. Stupid but natural. To die at the hands of a fellow human seems unnatural, even more stupid.

The trail is dapple dawn drawn winding winding Grandmother’s house entreating. Tones and whistles of birdsong chandelier. Deeper and deep in, sea-sounds fade, tree-silence ensues. It is a rare moment of absolute solitude and self. How often does no one in the world know where you are? How often could you die and decompose the old-fashioned way, not as a patient etherized on a table? How often are you nothing but essential animal? It is fearful and profound. Heart of darkness stuff.

A dog’s wail. Below, distant, a boy washing. Better to turn around, retreat unseen. How would I feel if I were intruded on in my backyard? There is too much violence in the air in this part of the world to be chatting up hand-to-mouth villagers while flaunting $800 worth of boots, clothes and camera equipment. He is washing his vitals and I wonder if he has just had sex. Is his Eve nearby? He lives life without a bed, without running water, without electricity but he is human. I am glad to have seen him, to have the chance to wonder about him. His will always be an untold story.

In the full silence, I realize how loud a city body is. I cannot imagine jungle warfare—the tension of life hanging on discovery, on the betrayal of breathing. The closest we come in the city is that 4 a.m. vacuum when the day is dead, traffic is asleep, people are lost to the privacy of nightmares and there is only the tick of a watch on a dresser, the radio hum of a Ginzburg tenant losing the handshake of sanity.

It is a relief to be back near the shore, to have noises as camouflage against the madness of such an acute awareness of corporeality. There is comfort in the destructive power of watersongs, the gun-metal horizon slow-motion arch, turquoise explosion, roiling aftermath spittle and great dying, deflating, drowning humps. I can now understand the mythos that has been built around the great oceans of the world.

After a dinner of freshly dug clams and ramen noodles (that or chicken parts from a bag left out all day) the sun went down like a poorly applied tourniquet and we had hours to kill till the tide rolled in. In the tent, sleep came on sweaty and polychromatic. Outside the tent old skins of men from the forest arrive and sit, inert. They are Zola-simple folk waiting, waiting for the turtles.

A sighting! We trudge down the beach, now lit by the proud-chested moon, and stop. This is instinctual motherhood: she crawls from acrobatic sea to awkward sand, moving four legs forward, pushing, four legs, pushing. Again and again. It is fatiguing to watch. She picks a spot and begins digging: great sweeping flipperfuls of spastic movement. Sand flies into the air in bursts. She pauses, sighs a geriatric sigh, continues. It is a Sisyphean battle — the hole fills back up with sand from the ever-collapsing edges.

Finally, the hole meets some internal standard and she props herself up and begins to drop soft-shelled eggs the size of tangerines. Dozens fall from her, looking and feeling like waterlogged Ping-Pong balls. But the eggs do not hit the sand; the hands of the poachers are there to catch them as they fall. The eggs pile up on a sarong: 50, 60. An hour later, when she is empty, the turtle heaves out of the hole and begins to cover it with sand — not knowing that her eggs are already gone. It is a four-hour process, she is exhausted, but the poachers are happy—it is a good haul, there were four turtles along the beach this night. With effort, she drags herself back to the sea, is lifted and pulled out by a wave.

«What’s the point?» asks Kathy. It’s a question that can only be answered by taking sides. None of the neophytes sleeps well, dreams of violation, theft, infanticide are too strong.
The chopper comes. We look like babies climbing into the swollen belly of a metal mother. How different from the night’s events.

Three days after turtling, the rotor cuff on the chopper cracked and put it out of commission. Fortunately, it happened at an uncrucial moment with a light load and no one was injured. If it had happened at a different time… Most of the time, our brushes with death go unnoticed. And it’s better that way.

Alang Alang

This clarion blast of words, side by side, means some sort of roofing thatch. For some reason, it’s a popular name for bars and restaurants. One, a swank number in Senggigi with a Babylonian garden is a good place for a birthday dinner. The other, a structure of rocks and wood on the beach in Sekankang, has wood-fired pizza, smart-mouthed staff , hot salted peanuts (I am a simple man), fresh sea breeze, cowboy swing doors and an appointment with Poor Old Bastard—a grisly, solid man of Aussie birth, worldly passports and a soft spot for Irish music.

When I arrive, POB is doing his best Irish imitation: stomaching drinks and greasy chips. Talk ran from skiing in New Zealand to a new bike trail running 2,500 miles down the Continental Divide to pushing our principal to the trenches as a gigolo to calm a rabid mother. Random, interesting conversations at points, just words at others. I’d like to count the number of topics a bar goes through in an evening.

For a couple of hours, Indonesia felt like Dublin. Songs of rain, sea, hardship, loss, lasses, whisky and love were strummed and slurred. I remember one in particular, a well-known tune that I’d never heard before: «The Girl With the Black Velvet Band.» A good song is a time capsule, a cultural ambassador, a novel.

Carpets

A Pakistani salesman showed up today to sell carpets. He took over the aerobics room with stacks of gorgeous carpets from India, Pakistan, Kazakistan, Iran, Iraq, Russia and Turkey. All made by hand (but no child labor), all with natural dyes, and all guaranteed for hundreds of years. He was a nice fellow with a bushy mustache and Boutros Boutros Ghali accent. While soccer balls whacked the wall on one side, rattling the floor to ceiling mirrors, and pulsing, pumping workout music came from the weight room next door, he related fascinating stories and a bit of carpet history.

The oldest extant carpet hangs in St. Petersburg and dates back 2,400 years. Carpets were found in the Egyptian pyramids. Up to a 1,000 stitches per square inch. He showed us a 150-year-old carpet with a price tag of $30,000.

One Iraqi king, in the time of Caesar, owned a 600 X 150 foot carpet with jewels sewn into the flowers. Tragically, when the Romans conquered, they cut the carpet up and gave pieces to the soldiers. A treasure destroyed. How human. How stupid.

The low-end carpets were the size of a single bed, made of silk and taking between 1.5 years and 3 years to make—sometimes with three people working on one. The animals and flowers portrayed within are virtual guidebooks to flora and fauna in different regions. When told it was $8,000, one of the students remarked, «For that price, it better fly.»

Biking

The urge to sleep in on weekends is strong, but the body is a traitor to ambition—it wakes as per usual before 7. So, a bit sleepy and a bit cranky, I bike down to the crossroads to meet Billy, a New Zealander who hasn’t seen his island in 10 years, and Marty, a stocky Aussie who has married an Indonesian and has made his home all around Indonesia: Jakarta, Bali, Lombok and now, Sumbawa.

The start of the ride is flat enough, though rocky and rough. We are all glad to have shock absorbers and fleshy buttocks. Then, steep hills begin to torment us. They are short but nefarious; it is all I can do to keep the bike going without falling. The reward is in the descent. But then there is another climb. And another. And so it goes for an hour until we reach Tonga, a village of shanties and relatively respectable brick houses.

It’s said someone came in, slapped up some solid houses for about 4 million Rupiahs each ($560) and now rents them for 400,000 Rupiahs a month ($56). Talk about return! In ten months, he’ll have paid off all costs; in the eleventh month, it will all be profit.

Past that village is a transmigraci village—people transplanted from Bali or Java by a sultanate and given some land and a few buffalo; the Indonesian equivalent of 40 acres and a mule. There are fences around fields of tilled dirt. A few recognizable crops are in season: some cabbage, tomatoes and onions. People are at work in conical straw hats, usually in clusters for the sake of companionship. When we pass, they all yell out «Hello Mister.»

It is a perfect day for riding: overcast but warm. Rain comes without storm—just water from above. There is no need to seek shelter; the water is warm and refreshing. Moments later the clouds rise to mountain wispiness—tassels of cotton caught on branches—as if sheep had run a gauntlet through the jungle, the wild things reaching out for souvenirs. It looks like I imagine Chile to look.

Isn’t that a compelling phenomenon: comparing the unknown to the known, as if to control a place or thing by stating its similarity to another place or thing? Why not revel in novelty, uniquity, individuality?

Record reviews are the most elaborate example of this: «The Peach Lamps are Boz Skaggs meets Bantu drumming’s teenage sister in front of the Korean bottleshop that used to be The Palace of Kebab.» Whenever I see these, I think of the Chinese proverb, «The moment a thing is named, it loses its essence.» Still, the place looked like Chile should look.

The road we’re on supposedly goes for another 100 kilometers, but after a few river crossings and too many hills, we turn back. Instead of returning via the mountains, we opt for a trail through the trees that skirts the beach. It has the feel of backroad Kentucky in a Rolling Stones’ song about morphine sung in a hammock by the son of a preacher. I wouldn’t have been surprised if a pale man with large teeth had offered us a glass of lemonade.

Snakes & Danger

This is a country of deadly snakes: the white-lipped viper, the Burmese Python, the Cobra. And sea snakes. While snorkeling, I came across a white with black spots eel-looking thing. People told me afterwards it was a sea snake. Deadly. The yellow and black sea snake has the deadliest venom in the world. Fear coursed through my body. I had been two feet away. But they can’t bite. Huh? Scuba divers have them swimming around their buoyancy vests but there is no danger. Still, it seems a little like juggling vials of Ebola virus.

So, what’s on TV when I get home? ANACONDA, the story of a vengeful, cunning, indestructible monster snake. This behemoth exceeds suspension of disbelief. Hitchcock’s BIRDS I could believe, but a snake that eats a human and is still hungry, a snake that gets shot, pick-axed and burned and keeps going is stretching it. During safety training they tell us to back up if we run across a snake, that snakes are harmless unless threatened. Two versions of the serpent world. The only consolation is that the bad guy died and the heroes lived. One can hope life is a big-budget movie.

An important idea to keep in mind: People have different ideas of what counts as dangerous. Marty, a thick-boned Aussie with a knife wound that runs from lip to cheek, sits at the dinner table telling me about his adventures. He enjoys diving at a place called The Toilet. The name comes from the fact that as waves crash against cliff walls, they create a violent rising and falling swirl around a submerged pillar of rock. Marty likes to go there, hang on for dear life while the water rushes by, then, at the right moment, let go and get swept viciously away. He took a friend there but the friend wouldn’t let go. While the ocean raged around, Marty tried to pry his friend loose. Finally, he succeeded. But it was at the wrong moment and they were thrashed against the rocks then swept away. The results were not pleasant, but both men lived to tell the story, albeit, not the men they once were.

Rinjani

There are no signs of conflict at the Township on Sumbawa. We are several islands removed from East Timor, ethnically and culturally distant as well. Attacks have happened on Mount Rinjani in Lombok, but they don’t seem politically motivated.

Balinese legend has it that there is a spirit in Mount Rinjani that needs to be placated by offerings of live flesh. In the not-so-distant past, this meant virgins from the surrounding areas. Recently, this has been altered to live animals, preferable oxen and goats. The animals are tied to stones and dropped into the cauldron. Every year celebrations and sacrifices take place on the mountain.

For the tourist, the mountain is still a formidable challenge. It is about 41 kilometers of trail and some 3700 meters of serious mountain, It usually takes about three days to go up and back. One can hire a guide and porters who, often barefoot, carry all one’s gear, food, water and tent. The meals are often chickens and goats that make the journey alive until mealtime—carrying themselves to their deaths. The cost is an amazingly cheap $60 for three days.

I met a man who had done the climb several times and was working on a documentary film about the mountain and the locals. The story was a father-son relationship, the setting the mountain itself. He wanted to make one more assault before the rainy season set in. I hooked myself on to his adventure. The weekend was selected. Then, a notice from the Australian Embassy reached us: Tourist Warning. A couple of Australians were camped out one night when they were attacked. One was badly hacked by machete, the other injured by a rock to the head. They escaped but had to leave all belongings behind. The one man was treated at the hospital but died of complications back in Australia.

Lots of rumors went around here: Tribal justice had been dealt and the perpetrators had had their hands chopped off. But some argue that whoever slashed an Aussie and gained a backpack, sleeping bag, tent and other expensive sundries would be a kind of hero. Of course, killing people is bad for tourism, but who thinks of the long-term effects when hunger is tightening one’s belly?

Two weeks later, five hikers were attacked: two Aussies, two Brits and a Canadian. This time, it was a set-up. The guides purposefully stopped, went into the woods to see a man about a horse and while they were gone, natives came out of the woods. All five hikers escaped but with serious damage—one man’s arm almost amputated, others seriously beaten. Again, the price of their lives was all their possessions.

Another two weeks later, two reporters on a story for a magazine were hit. They lost all their gear. Word is that it is not the local Rinjani people (which makes sense) but hoods from the Kuda area. This doesn’t surprise people who have been here a while. The Kudanese are infamous for their less than admiral behavior.

The attacks seem to be just for gain. Killing tourists is hardly ethnic cleansing. Needless to say, trips to Rinjani are not as popular as they once were. It is a tough lesson in economics.

Pop Culture’s Gossamer Wings

A few of the publishing world’s bastard children lounge about the staff room. These are magazines that have seen the light of day for one reason or another. Monthly installments of what should be common sense, but is heralded as insightful expertise. A sucker born every minute is being very generous. Readership of millions. My favorite article: «Simplify your life,» a few pages of advice. Number 6: Stop shopping for 30 days. Break the habit. Buy only food and necessities for one month (for more ideas, subscribe to the Simple Living Journal, $16 a year). Number 9: Find inner peace. Number 12: Go outside. Spend at least ten minutes a day in nature. Ten minutes a day in nature. That this sentence can be written and read with sincerity and applicability is an indictment of modern Western culture.

9/9/99

The Jakarta Post had several interesting articles about this date. One said that people in Indonesia didn’t go out in the morning because they expected Armageddon. People were paranoid until the 9th second of the 9th hour passed. It was only by performing elaborate rituals to «solemnize» and exorcise the evil that the day passed without horror raining down from above. Meanwhile in Malaysia hundreds of weddings took place because it was considered an auspicious day—lots of longevity, which is what kow (9) stands for in Chinese-Malaysian culture. Degustibus non disputandum.

Nostradamus said this day would be the end of the world. And it is for thousands in East Timor. In the staff room, talk goes from misbehaving students, missing stereos and bitchy parents to questions about passports—where they are, how we would get them. The answers are less than comforting. The passports are an island away in an office.
One teacher compares our situation to Chile in ’74. One day, all employees of a Chilean mine were evacuated without warning. They were herded to the airport and given their passports as they boarded. Tractors ran until out of gas, shovels protruded from the ground like acupuncture needles—an image as lifeless and haunting as ground zero.
Staff and students have been evacuated from here before. In June of ’98, when riots broke out in Jakarta, the parent company, Newmont, hired airplanes that shuttled ex-pats over to Perth, Australia. School was established in a Holiday Inn for a month until things settled down. Since it was nothing like the Hanoi Hilton of the Vietnam Conflict, it was just a bit of adventure and a holiday for everyone involved. The gamble of life, though, is precarious and whimsical.

Now, 15/9/99, airlifts are in effect. Australians are being evacuated from not only East Timor but also Kalimantan and points further abroad. Australians here are practicing their American accents should the moment arise when they need to do a little dissembling. Meanwhile, the students at school are trying to sound Australian in the hopes of getting a change of scenery.

Last night, 24/9/99, the township went to Code 1. That means have documents in order and a bag packed and ready to go. It was the talk of the rug-warming party. Sometimes life here is like being in Alice’s hole. We sat around on teak furniture, dressed in hand-tailored clothes, sipping imported drinks with ice, admiring an $800 Pakistani rug while talking about the demonstrations planned for the morrow, the shots fired between Militia and Peacekeeping troops. Some folks are scared now and wondering what the company is waiting for. The Australians take it personally. The last time the threat was against Americans and everyone was out ASAP.

The atmosphere has changed. Maybe the ex-pats are hypersensitive, but there are more stories of discomfort and suspicious activities. I’ve had guys on my porch late at night—maybe lost, maybe scoping the place out. When I yell out, «Can I help you?» I get a sheepish, «No meester.» One woman was having her air conditioner fixed and the workers asked her if she was Australian. «No, American.» They looked at her and said, «You’re lucky.» A bit disconcerting in one’s own home. Up at the tennis courts one night, a boy was asked if he was Australian. «No,» he lied. The man said, «Because if you were, I’d kill you.»

I wonder how much is genuine hatred, how much a bit of posturing and how much the result of minimal news—and that manipulated by the government/press. The photo on the front page of an Indonesian newspaper yesterday showed several Australians holding an Indonesian guy on the ground. The accompanying article talked about barbarous treatment. In the Australian papers there was no mention of the incident and certainly no photo. The world has made little progress since Stalin. We should be ashamed.

Clifford Whitehouse

Clifford Whitehouse is a dedicated ex-patriot, now ensconced in his woodworking studio in Denver, Colorado, and traveling mostly via bicycle, at, literature and the Em chord.