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Hablar del Chocó

Marcela Escovar comparte sus reflexiones acerca de las nociones de pobreza y abundancia en una región colombiana marcada históricamente por las grandes dificultades de la vida.

Por Marcela Escovar

Estoy en Quibdó, Colombia, tras una larga noche de lluvia en la selva, de un calor abrasador casi insoportable y de historias soñadas bajo el arrullo del incesante repiqueteo de una gotera. Esta mañana el sol brilla, la humedad está más fuerte que nunca y el calor se pega a la ropa, al pelo, a los ojos. La vida continúa después de la tormenta y las personas vuelven a sus rutinas diarias: abrir almacenes, salir de pesca, bañarse en el río del que también toman agua. El paisaje es hermoso y exuberante y veo a Quibdó como un lugar de abundancia y riqueza.

Se habla de Quibdó y del Chocó como otro país dentro de Colombia. Se habla de su pobreza y de su corrupción, pero también de lo rico que es en flora y en fauna, en agua, en recursos mineros, en la fertilidad de su suelo. La tierra aquí es tan extraordinaria y fértil que las semillas de cualquier fruta, cuando tocan el suelo, tienen un 99% de posibilidades de germinar. Estando aquí, ahora, después de varios días de vivir esta ciudad, hablando en el calor sobre literatura infantil y los beneficios de la lectura en la primera infancia, creo que es posible hablar de diversidad y de unidad en el Chocó. De diversidad en la manera de hablar, de caminar, de establecer relaciones con las demás personas. De unidad a través de un lenguaje común que los caracteriza: la sonrisa que siempre aparece antes de hablar, sus contagiosas carcajadas y su forma de vivir en el tiempo a otro ritmo.

“Que son pobres”, dicen, “¿pobres por qué?” me pregunto yo. Los chocoanos tienen una tranquilidad envidiable que puede estar asociada al ritmo propio que llevan en la sangre, y sobre todo a unas pulsiones de antaño frente a la música y al baile. Los niños, lectores en potencia, quieren bailar, son niños a los que quizás no les leyeron desde el vientre materno, pero a los que seguramente estimularon, sin saberlo, con música que los hace vibrar y que los hace libres. Las relaciones que se establecen entre las familias, entre abuelas, madres e hijos, están enmarcadas en un contexto social en donde las condiciones en las que crecen son precarias: falta de agua potable, pocos lugares adecuados para el desarrollo integral de la primera infancia y ausencia de una oferta cultural para la comunidad, entre muchos otros. Sin embargo, los vínculos son fuertes y estrechos, y en esta cultura, sin duda, la música ha sido su mayor herencia y fuente de riqueza.

Me pregunto si la pobreza de la que hablamos la consideramos solamente desde nuestros beneficios y comodidades. Pienso que hay que tener presente desde dónde nos situamos para mirar al otro. Por ejemplo, aquí es imposible pensar en algo tan simple como darse el gusto de un baño con agua caliente. Pero la falta de comodidades también da un sentido diferente de libertad. Son libres los que no temen perder lo que tienen, o más bien, los que no tienen nada que perder. Aquí el afán de progreso está suspendido, y el desorden y el caos están por todas partes, pero quiero pensar que aquí no hay pobreza. Hay riqueza y abundancia en Chocó: hay tierra fértil llena de árboles y de agua, hay tiempo para compartir, hay sonrisas y ritmos tradicionales. Hay un gran asombro frente a lo desconocido y una capacidad innata para bailar.

Excesos

Al fondo, a la derecha,
Un cultivo de lechugas
A la izquierda fríjoles
Al oriente maíz
Al occidente cebolla larga
Y el hambre camina
Pegada a tus pies descalzos

Marcela Escovar Aparicio

Estudió literatura en la Universidad de Los Andes y le encanta leer y escribir. En la actualidad trabaja con la Biblioteca Nacional de Colombia, en un proyecto de formación de bibliotecarios en temas de lectura. Gracias a su trabajo ha tenido la oportunidad de viajar por Colombia y conocer diferentes lugares y culturas que conviven en un mismo país.

‘Breaking Bad’ y el trabalenguas que lo hundió

por Suan Pineda

Entremares Magazine

“Breaking Bad”, quizá la mejor serie de televisión en la historia de la pantalla chica de los Estados Unidos, me ha decepcionado. Pero antes de detallar las razones de mi desencanto, explico por qué yo, como millones de televidentes, he sucumbido al oscuro y tergiverso magnetismo de esta serie.

El programa, creado por el “ex-alumno” de “The X Files” Vince Gilligan, cuenta la historia de un profesor de química que, después de recibir una prognosis negativa de cáncer, decide asegurar la estabilidad financiera de su familia después de su muerte. No hay nada de extraño en este deseo, lo que lo hace particular es de qué manera el protagonista, Walter White, decide amasar dinero: a través de la manufactura y distribución de metanfetamina. Es esta particularidad la que servirá de fuente y eje para el foco narrativo y la complejidad moral de la serie. En cada episodio vemos la metamorfosis de Walter, un maestro de secundaria cuya usual indumentaria incluye pantalones caqui, camisas de color pastel y gafas, convertido en un traficante de drogas que, en la misma vestimenta, asesina a sangre tibia. En el viaje de donnadie a capo de las drogas, Walter y “Breaking Bad” van creando su propia medida moral: nos demuestran que hay un infinito valle gris entre el bien y el mal, nos obligan a especular y cuestionar nuestras acciones y reacciones si nos enfrentamos a dilemas y paradojas similares, y ponen el dedo en la llaga de una sociedad que atraviesa la peor recesión económica de su historia.

El mayor impacto de la serie ha sido elevar el género de drama televisivo en casi todos los ámbitos. Desde los guiones hasta la producción, “Breaking Bad” ha derribado las convenciones de la televisión, creado nuevos tropos y tipos, y establecido estándares de producción a seguir (como lo hizo “The X Files” a principio de los noventas al incorporar estándares de producción y narrativa del cine en una serie televisiva). Sin embargo, lo más evidente para el espectador son las actuaciones: el misterio que yace entre las zanjas del arrugado rostro de Walt, la inocencia carcomida en los ojos atormentados de su cómplice Jesse, o la oscura turbulencia tras la serena voz del capo de las drogas Gustavo Fring.

Durante tres temporadas, me sentaba inmóvil frente al televisor con las manos empuñadas sobre el pecho y los párpados tensos, temerosa de que con un pestañear me perdiese de algún detalle. Cada episodio, cada temporada, dejaba mi corazón estremecido y mi cabeza desorbitada. Al ver los especiales de detrás de las cámaras, me maravillaba de la precisión y atención en la planeación para realizar una escena de explosiones (por ejemplo, los productores y los expertos en efectos especiales analizaban cómo diagramar la trayectoria de la onda explosiva para que derribase una puerta en tal segundo, y un pedazo del techo en otro minuto) y la profunda reflexión que realizan los guionistas y actores para crear personajes ordinarios en situaciones extraordinarias.

Sin embargo, en la cuarta temporada, mi enamoramiento acabó. En quizás un gesto sin precedentes en la televisión estadounidense, “Breaking Bad” presentó una escena completamente en español y sin subtítulos. Sólo por eso hay que admirar la serie. Sin embargo, cabe criticar el desastre del mejunje de acentos y las profundas consecuencias de la ignorancia de la idiosincrasia idiomática y lingüística del español en un programa tan influyente. Mi corazón se partía y mis oídos se revolcaban de estupefacción mientras veía y escuchaba la escena. Junto a su amigo y socio Maximino Arciniega, Gustavo Fring, un personaje con raíces chilenas que se refugió en México para terminar en Albuquerque, New Mexico, se reúne con el cabecilla del Cartel de Ciudad Juárez, Don Eladio. Esto fue lo que escuché: Gus hablaba con una inflexión exagerada de las erres similar a la de turistas estadounidenses que rondan las playas caribeñas. El capo mexicano del Cartel de Ciudad Juárez no podía sacudirse un innegable acento cubano (el personaje es interpretado por el actor cubanoestadounidense Steven Bauer). Y Maximino, por su lado, oriundo de Santiago de Chile, no podía ni trataba de disimular un dejo dominicano.

El efecto es chirriante y desconcertante. Eso es, si me dicen que un personaje es de Chile, o que otro es del norte de México, yo espero los correspondientes acentos, como esperaría que un personaje de Londres tenga la entonación británica o uno de Mississippi hable con la cadencia del sur de Estados Unidos. Mi primera reacción fue incredulidad y la segunda fue tratar de encontrar excusas (quizá Gus posee un origen secreto y en vez de Chile creció en Vermont, o Don Eladio es un narcotraficante con raíces y aspiraciones multinacionales). Pero no hay nada en la serie que apoye esta hipótesis. Y tuve que aceptarlo: “Breaking Bad” ha caído en el mismo hoyo que sus predecesores (“The X Files” en un episodio sobre el chupacabras tenía un actor de ascendencia latina que no podía ni pronunciar hola) y contemporáneos (“30 Rock”; Salma Hayek actuando inverosímilmente de puertorriqueña).

El manejo de los dialectos es difícil pero no imposible. Prueba del éxito de ello son las decenas de actores anglos, para quienes la versatilidad de acentos es un requisito, que interpretan personajes dentro del espectro del inglés. Algunos ejemplos sobresalientes son la inglesa Kate Winslet como la neoyorquina Clementine en “Eternal Sunshine of the Spotless Mind”, el sueco Alexander Skarsgård como el vampiro regionalizado en el sur de Estados Unidos en “True Blood”, el británico Dominic West como un policía de Baltimore en “The Wire”, y el camaleón por excelencia Gary Oldman. Sin embargo, en el caso del castellano, las instancias son más escasas aunque más que posibles. Un ejemplo por excelencia es Javier Bardem en la cinta “Antes que anochezca” en la que interpretaba al escritor cubano Reynaldo Arenas. Allí, Bardem manejó con destreza no sólo el dialecto cubano sino también el acento cubano en inglés estadounidense. Me dejó la boca abierta, y demostró que es la vocación y la responsabilidad del actor el encarnar con autenticidad su personaje, y que una parte crucial de esa encarnación es el dominio del hablar. También debo resaltar el admirable, aunque imperfecto, intento de la serie “Weeds” de seguir con fidelidad la fluctuación de los dialectos de sus personajes mexicanos.

Aclaro: el jugar con los dialectos y los lenguajes diestramente es un instrumento narrativo de poder singular. El director hongkongnés Wong Kar-wai lo hizo maravillosamente en “2046”. En la cinta, los personajes hablan distintos dialectos de China e incluso el japonés. El diálogo fluye como el tiempo en una narrativa anticronológica en donde el mandarín de Gong Li y Zhang Ziyi se entrelaza con el cantonés de Tony Leung y el japonés de Takuya Kimura. El director se aprovecha de las divisiones lingüísticas y sus respectivos fondos históricos no sólo para conferir un tinte característico a cada personaje sino también para encontrar una especie de ágora donde convergen los tiempos, los espacios y las historias. La utilización de varios dialectos en la cinta no apunta a la ignorancia de las diferencias, sino a una inclinación panasiática, a la articulación de un lenguaje universal a la vez que se respetan las particularidades y diferencias de cada personaje.

El error — garrafal, desde mi punto de vista — de “Breaking Bad” no es el único en la televisión estadounidense pero marca el ápice de mi frustración. Quizás la altura de mis expectativas también refleja una tonta e irremediable posición en la que espero que la televisión sea una fuente poco convencional de información, conocimiento y arte. Pero “Breaking Bad,” por todas las razones que listé anteriormente, me había dado esperanza de que marcaría una era nueva en el tratamiento del español en la pantalla grande y chica. Lo que me lleva a cuestionar ¿por qué ocurre esto y a quién echarle la culpa? ¿Será imposible tener una representación precisa y creíble de un personaje hispanohablante en el mainstream de la industria del entretenimiento en EE.UU.? ¿Le importa a la audiencia en general? ¿Será que en un mundo cada vez más global y transcultural aún se pueden justificar esta clase de esencialismos y tergiversación cultural? Me atrevo a argumentar que es un síntoma del imperialismo cultural.

Creo que el asunto se reduce en parte a una cuestión de expectativas, y ésta por su parte se reduce en el poder y nivel adquisitivo y de consumo (tanto monetario como cultural) del público imaginado de estos productos. Es decir, estos programas asumen que la audiencia anglosajona es más exigente que la hispanohablante. Y quizá, en cierta medida en este momento, tienen razón. Mas no es una excusa. Ese “descuido” (para utilizar un término benévolo) señala que ven a los hispanohablantes como grupos intercambiables cuyas historias se confunden por la afinidad lingüística. Este “descuido” es animado quizá por un afán de simplificar un mundo complejo, de dominar lo foráneo y lo exótico, de encasillar “un exceso” (como diría Homi Bhabha) en un paquete reconocible para un público incomprendido. La ignorancia es opresiva y se difunde rápidamente. Como espectadores, artistas y comunidad (diversa y distinta), exijamos más.

Tengo una razón de peso para obsesionarme en el tema del lenguaje. La lengua y la articulación de la misma son significantes de la cultura. El lenguaje es como el ADN de nuestra identidad, es el registro viviente y cambiante de nuestra historia. Las lenguas, dialectos y acentos marcan la especificidad de nuestras vivencias y raíces. Al examinar nuestro lenguaje entenderemos de dónde venimos y quizá hacia dónde vamos. Por emplear un ejemplo consabido, podemos ver la influencia árabe en el español al analizar las palabras en castellano que poseen raíces árabes. O, en un ejemplo más contemporáneo, podemos ver el alcance del inglés en el mundo al reconocer los anglicismos tallados en idiomas como el español y el mandarín. O podemos aún escuchar en nuestro diario hablar los ecos de culturas que han sido marginalizadas u obliteradas: en el “palta” de Sudamérica resonará el quechua, en el “aguacate” de México se escucha el náhuatl. Nuestra historia, nuestros logros y nuestras desgracias están grabados y gravados en el idioma en cuyo corpus los ecos del pasado resuenan en el articular de nuestro presente. Parece una nimiedad resaltar estas instancias de la televisión, pero la repetición frecuente de estos errores en un medio de gran alcance cimienta la tergiversación de nuestra identidad, y cede el control de la articulación de nuestra cultura a un imperio mediático que manipula tosca e ignorantemente la lengua.

“Breaking Bad” marca indudablemente un hito en la historia de la televisión, y sus logros son indisputables. Sin embargo, espero también que marque el punto donde se inicie un cambio en la aproximación medida y estudiada de los dialectos, porque un lenguaje es más que un lenguaje – es una identidad – .

Las manos de la ausencia

El exilio va dejando huellas que son imposibles de borrar, tanto en el cuerpo como en el alma, y el regreso al país natal se va convirtiendo en un sueño.

por Efrén Rodrigo Herrera

En medio del pugilato de mis manos contra el teclado, las imágenes se agolpan en mi mente, se mueven raudas las tres. Manos y mente me transportan al pasado y aparecen otras manos. Esas manos, entonces vivaces, ágiles, capaces de asir el azadón de arar la tierra, de apretar con firmeza mi piel para cerrar las heridas que, de cuando en cuando, abrían en mi cuerpo la imprudencia infantil y la osadía, vienen a mi cabeza atormentada por la idea de volver a mi país cuya inestabilidad aún no garantiza mi regreso.

Una docena de años han pasado y aún las veo moviéndose para decir adiós, a través de las ventanas del aeropuerto internacional El Dorado que desde entonces permanece en remodelación, como mi ciudad natal, como mi vida entera. Paradoja histórica, pensaba yo, mientras mis pies me llevaban en dirección a la salida 8 de la sala internacional para abordar el avión que me llevaría al exilio.

Ciudad de Bogota. Foto de Sara Jimena Santos

Según lo que aprendí en la escuela, a la que llegué aferrado a esas manos que ahora me despedían, los conquistadores españoles llegaron a Colombia atraídos por el brillo del dorado, y ahora yo me estaba alejando de él atraído por otro brillo, el de la luz de la supervivencia. Pero qué opaca ha sido mi vida desde entonces.

Cuánto he ganado, pero también cuánto he perdido. Necesitaría de sus manos y de las mías para hacer las cuentas.

“Los días a las semanas y los meses a los años van sumando”, me decía y me mostraba con sus manos enseñándome a sumar y también a escribir. Mientras garrapateaba mis primeras letras en el cuaderno de rayas azules, mis ojos miraban de soslayo esas manos marcadas por su lucha al arañar el mundo en busca del sustento y me sentía seguro porque sabía que esas manos me mantendrían a salvo de todo y de todos. Por eso me dejaron partir aquella mañana de abril y se agitaron hacia el cielo para decir adiós.

Quizá no debí mirar atrás, para evitar que su recuerdo me golpeara como golpean las olas a las rocas en el mar, horadándolas, como buscando su alma para llevarlas más allá del tiempo y la distancia.

Pero ya no hay tiempo y en sus manos queda su paso inexorable, son ahora piel marchita que se pega al hueso, ateridas, yertas de nostalgia. Exánimes como su mente reposan sobre su cuerpo ya sin fuerza. No pueden, aunque quieran, asir ni el azadón, ni mi piel con mil heridas que hoy se abren a lo lejos.

Las manos de mi padre aún me esperan, y, por ahora, no es posible el regreso.

El pájaro sin cabeza

por Suan Pineda

Un pájaro muerto, decapitado, yacía a unos pasos de mi apartamento. Estaba tirado sobre el inerte cemento, entre escalones, uno inferior a donde reposaba un periódico igualmente olvidado por el suscriptor. Sus alas tiesas, sus plumas marrones, grisáceas quizá por el hálito de muerte, permanecían inmóviles a la intemperie de una brisa plata, congeladas en la ausencia de vida.

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Andando a Bogotá

por Lina Peralta Casas

De qué extraña manera Bogotá viene siendo mi ciudad. Sólo ahora, en el regreso, cinco años después, comprendo que sus calles son las calles que conozco, que su ritmo es un alegre movimiento en desorden que se deja explorar, es un incesante coordinarse con otros en un mundo en común del cual participo. Mi andar se adapta a sus calles, a sus parques, a sus múltiples espacios, a su naturaleza tropical.

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Camino a Las Lajas

El camino de vuelta a la brisa y la arena constituye un exorcismo para quien dejó la costa panameña por tierras sin litoral.

Cinco puntitos flotan entre las olas, resisten la cadencia de la marea. La luz ámbar del atardecer apenas permite distinguir las cabecitas de los niños pescadores, que en un último intento apuestan al mar y se aferran a la red, como quien se ase al billete de lotería.

Inhalo el aire salado, denso de nostalgia; la arena, traviesa, burlona de antaño, juguetea con mis pies; y mi cabello por fin siente la libertad de la niñez después de años a la intemperie de brisas foráneas.

Casa, al fin casa. Creo que ella también me extrañó. Desde lejos escuché noticias de sus cambios, de sus avances, de nuevos amigos.

Las Lajas, ya no eres una niña, como te dejé. Vengo a decirte adiós. A esta arena que desprecié y pateé. A tus palmas que intenté trepar. A tus aguas que siempre intentaron tragarme. A tus piedras que me mostraron el camino fuera de ti.

Los niños pescadores emergen de las aguas con pocos frutos y rumiando más planes de pesca. Analizan la red: uno que otro pez se retuerce entre las cuerdas. Los contemplo inmóvil. Yo tuve su edad; yo estuve aquí, pero nunca pesqué.

Temí, tal vez, hundirme en ti, Las Lajas. La salida nunca es fácil y volver es un exorcismo – años de experiencia, de andanzas y de excentricidades se desprenden ante ti, frente al mar, de lado al sol –. Desnuda queda esa niña temerosa de tus aguas, rabiosa de tus desprecios.

Me aferro a ti, Las Lajas, la inocente, la ignorante, la culpable, como los niños que empuñan la red, y rumio mis planes de venganza, de redención, retorciéndome en una malla de arrepentimientos.

Pero hoy, en mi regreso, el cielo es dulce. Si hubieses sido siempre así, nunca te habría dejado, Las Lajas.

La noche apura a los niños a sus bicicletas; juran volver mañana. Yo no sé qué jurar, aquí en tu pequeñez.

Sé que me iré otra vez. Y otra vez. Que no te cansarás de mis idas. Que me dejarás volver. Y tú, una vez crecida, adulta y sabia, me verás sin muchos frutos ni peces terminar aquí.