Archivo de la categoría: Katharsis

Una columna que explora la búsqueda del bienestar y de los múltiples e ilimitados caminos que pueden ayudar a obtenerlo. Como el equilibrio entre los diferentes aspectos de la vida es siempre precario e implica constantemente reflexionar y actuar sobre nuestra forma de vida, esta columna busca ser un espacio de exploración sobre el “bien-estar”, así como proveer ideas sobre acercamientos novedosos que pueden contribuir a mejorar nuestra vida como un todo

Desafiando el molde

María Eugenia Donoso, modelo de talla grande y fundadora de la primera agencia de modelos plus en Ecuador, se pregunta: ¿somos todos víctimas de la rigidez de la estética corporal?

por María Eugenia Donoso

Me encuentro en la sala de espera del médico, es un chequeo de rutina para ver cómo sigue mi salud. Cuatro años de anorexia dejan sus rezagos y, a veces, siguen pasando factura con el tiempo. Mientras ojeo un par de revistas miro a mi alrededor: todos los que nos encontramos en la sala somos totalmente diferentes pero al mismo tiempo muy parecidos. Si bien es cierto que las apariencias sólo distraen, hoy le presto un poco más de atención a esos detalles para poder escribir un par de líneas distraídas por las percepciones. Como modelo de talla grande, siempre me he preguntado si la moda y la estética corporal, junto con sus exigencias, son aplicables para todos, o si más bien las exigencias en ambos aspectos son decisiones estrictamente personales, a veces guiadas por nuestros gustos, otras por el entorno. ¿Será que no todos somos víctimas de las exigencias estéticas impuestas? ¿Cómo saber? Tal vez podemos remitirnos a la historia buscando respuestas que calmen la ansiedad.

La breve historia comienza así. La moda nació en la corte de Luis XIV, lugar en donde se inventa el concepto de “made in France” gracias al ministro Jean-Baptiste Colbert, quien vislumbra las posibilidades económicas de la industria textil francesa. (Es justamente en ese momento cuando se empieza a establecer una diferencia entre vestir a la española y a la moda francesa). En el siglo XIX, con el trabajo del diseñador Charles Frederick Worth, comienza el sistema de desfiles, temporadas y diseñadores que conocemos en la actualidad. Dentro de este sistema, era imperativo contar con quien tuviese una figura y un rostro agradable a la vista para lucir las distintas prendas. Fue así como surgió la primera modelo de la historia: Emilie Louis Flöge en1931. Es a partir de las primeras fotos, realizadas por Gustav Klimt (pintor, fotógrafo y pareja de Flögue), que se crea el primer “catálogo de moda”.

Pero, ¿cómo se determinó cuál sería el físico y estilo corporal adecuado para lucir una prenda? ¿Quién decidió determinar qué figura femenina lucía mejor la ropa de moda? La respuesta es casi evidente: fueron los diseñadores quienes optaron por una figura delgada, ya que ésta no presentaba mayor dificultad en el momento de crear una prenda; vestir un cuerpo curvilíneo representaría un reto mucho mayor que no estaban dispuestos a enfrentar.

Y es precisamente así, como ya desde 1906, los cuerpos de las mujeres comienzan a ser utilizados como exhibidores, siempre y cuando los mismos cumpliesen con los lineamientos estéticos determinados. A pesar de ser éste un precedente que siguió rigiendo al mundo de la moda por más de un siglo, hoy por hoy existe ya la posibilidad de mirar cuerpos más apegados a la realidad — gracias a las top models quienes le dijeron basta a las exigencias estéticas de la pasarela y el mundo de la moda. Así también, en Ecuador decidí crear la primera agencia de modelos talla grande con el fin de mostrar un prototipo de belleza más real. La posibilidad de contar con exponentes más apegados a lo que luce el cuerpo de la mayoría de las mujeres nos ayuda a dejar de lado aspiraciones absurdas y prevenir desórdenes alimenticios.

Decido no narrar el resto de la evolución (o involución) en el mundo de la moda, ya que resultaría extremadamente larga. Lo que cabe recalcar es que con el paso del tiempo, los estándares físicos se volvieron cada vez más exigentes. Ejemplo de ello es la aparición como ícono de belleza de la top model Kate Moss, quien por su contextura fue considerada una vez una anti-modelo para luego fijar la delgadez extrema en las pasarelas de alta costura como principal referente de belleza.
Lo mencionado es solamente un precedente; siempre he pensado que comprender es absolver. Mientras observo a la gente en la sala de espera y sus distintas figuras, pienso que en realidad si las mujeres comprendemos que nuestros cuerpos fueron juzgados desde un principio como meros instrumentos para mostrar prendas de vestir y, que esto no condiciona bajo ningún concepto nuestra validez como seres humanos, probablemente podríamos relajarnos y optar porque la rigidez estética corporal sí sea una decisión estrictamente personal.

De repente, me llaman por mi apellido. Es momento de seguir enfrentando al mundo tal y como es.

maria eugenia donosoMaría Eugenia Donoso Müller, ecuatoriana, 29 años. Modelo talla grande. Creadora de la primera agencia de modelos talla grande de Ecuador y Latinoamérica. Productora de Moda y Estilismo editorial. Escritora por vocación y pasión. Creyente asidua del libre albedrío como único poder universal.

Learning to aguantar

Enclosed in the dark confines of a temazcal, a lesson on endurance and overcoming fears.

by Tracy L. Barnett

[easy-media med=»2887,2889,2891,2893″ col=»4″ size=»143,143″ align=»center»]

 

The temazcal, or sweat lodge, is a centerpiece of the spiritual village where I’ve come to live, deep in the countryside of Mexico’s Western Highlands. One sits at the heart of the community, and many families have their own temazcal, as well. This ceremony was a special one: Juan Carlos was turning 52 — a deeply significant number. According to indigenous tradition, 52 represents the end of a cycle and the midway point of life; it is the entry into true adulthood, when one becomes an elder of the community.

He had invited friends from all over to take part in the event. Besides the temazcal ceremony, there would be Aztec dancers and an all-night flor y canto (flower and song) ceremony.

I arrived at sundown and found a large group around the fire, none of whom I knew. Juan Carlos, in all white with a red band around his head and another around his waist, spotted me.

“Are you going to join us for the temazcal?” he asked. “Well, I was thinking of it, but it seems there are a lot of people,” I answered hesitantly. “Yes, but there is a lot of temazcal!” he replied.

I looked over at the small, blanket-covered dome that waited behind us. It was perhaps three meters across, and much of that taken up by a big hole in the middle for the stones that would be shoveled in from the fire to heat the space. I was dubious, but Juan Carlos’ confidence won me over. So I joined the circle and was invited to open the songbook to a random selection.

“Tierra mi cuerpo, agua mi sangre
Aire mi aliento, y fuego mi espíritu,” we sang.

“How does it make you feel?” asked Abuela Marta, whose silver curls framed a youthful, smiling face.

“It makes me feel welcome and at home,” I said. “In my pueblo, we sing the same song, but in English.”

“Bueno, will you sing it for us?”

So I did – a bit off key, but nobody seemed to care:

“Earth my body, water my blood
Air my breath and fire my spirit.”

Soon the last scraps of light faded from the sky, and it was time to be blessed by the copal incense and enter the temazcal.

Women first, each in turn kneeling at the mouth of the temazcal, asking permission to enter and touching our heads to the ground. “Todas mis relaciones (All my relations),” each of us murmured and entered the dome in a clockwise fashion, circling the hole in the center.

I tried to make myself comfortable on the damp earthen floor, squeezed between an ample woman to my left and a smaller one to my right. Our eyes met, we smiled. As my eyes adjusted to the darkness, I could make out some ribbons dangling from the star-shaped pattern in the ceiling where the bamboo frame came together.

Juan Carlos was telling us this would be a rebirth; we must leave all of our old vices and misconceptions behind and be born anew.

Hoka hey! He said, quoting the Lakotas: This is a good day to die! Our old selves die today to make way for a new one.

The group chanted with him: Hoka hey!

It’s a symbolic death, I reminded myself a bit apprehensively, and shouted out my own battle cry.

“Remember that inside the temazcal, we are all connected – all one single heart,” Juan Carlos said. “If one of us is struggling, we can all share with that person our strength.” I never imagined that I might be the struggling one.

I was an old hand at sweat lodge ceremonies back in the States; I had endured a five-round sweat that practically melted me into the Earth. I felt that my temazcal credentials were secure, and I wasn’t worried.

Soon the temazcal was full, and Juan Carlos urged us to squeeze in tighter. “There are still 10 more of us,” he said.

I was seated at the back, squeezed in tight between my neighbors, and there was no room to move over. In front of us were a row of men and they found a way to accommodate a few more people. Now I was pressed in from the front as well as both sides. I thought about the people who had died in a sweat lodge in Arizona two years ago. My family would never forgive me if I died in a temazcal ceremony. I laughed at myself – these people were old hands, and there was no need to worry about such a thing.

I focused on the glowing Grandmother Stones as they were one by one shoveled in; with every new rock the people sang a welcome:

“Bienveni-ida, bienveni-ida, bienvenida abuelita (Welcome, grandmother).”

Juan Carlos moved each of them into place with a pair of deer antlers and blessed each with a chunk of copal incense. The pungent scent filled the air.

“Puerta!” Juan Carlos cried out, signaling for the fire keeper to lower the flap of blanket over the door, our last remaining source of light. Now we were immersed in total darkness.

The singing and chanting began, and I tried to sing along, to submerge myself in the rhythm of the drum. But the fire was smoking badly, and I needed to cough. I hadn’t been afraid of the heat, but it began to dawn on me that there are other ways to die in a temazcal.

I tried to breathe through my fear and the intense discomfort of my rising claustrophobia. I stared fiercely into the glow of the grandmothers. Then a woman’s voice cried out, asking permission to leave.

“Why do you want to leave?” Juan Carlos queried.

“I feel bad – I feel crowded, I can’t breathe, I feel like I’m going to suffocate,” she said, an anguish in her voice that reflected my own repressed fear. “I can’t stand it.” I felt bad for her, but at the same time I felt relieved. I wasn’t alone in my distress, at least. And now, perhaps, I could leave.

“Very well, you can leave if you really want to. But first, tell me more. What’s your name?”

“Laura,” she said.

“When did you first feel this way? Was there someone who made you feel this way when you were a child?”

She began to sob.

“Was it your mother? Your father? A brother or sister? A man?”

She sobbed harder.

I began to feel the panic rising; since a bout with pneumonia years ago, I have struggled with bronchitis and a phobia about not being able to breathe. I needed space to cough. Space that I didn’t have.

Time to face your fears, I told myself severely.

“Who was it? You can share it with us!”

“My mother!” she finally gasped. “She controlled my every move, she suffocated me, I couldn’t stand it.”

“Scream out your fear!” Juan Carlos urged her. “Scream it out!”

A shrill, frightened scream filled the darkness.

“Again! Let it out!”

Another – this time stronger – and another.

“Excellent – how do you feel now?”

There was a pause. “Better,” she finally said, quietly.

“Do you want to leave now, or do you want to aguantar?”

Aguantar means to endure, but in Spanish, it has a greater connotation of strength and nobility than in English, where often it’s taken to mean helpless, hapless suffering.

Laura was neither helpless nor hapless.

“Aguantar!” she cried, with all her might.

A cheer went up in the darkness, and my heart sank. I realized in my distress that I had been hoping she’d leave and create a space for me to leave soon as well… or at least create more space for the rest of us. I swallowed my shame and joined in the singing. Steam rose in great clouds in the darkness as Juan Carlos splashed water on the rocks.

Volamos como águilas
Volamos muy alto
Alrededor del cielo
Con alas de luz
(We fly like eagles, we fly very high, all around the heavens, with wings of light…)

I didn’t feel like an eagle, I felt like a small sweating animal in a cage, and I longed for air and for light. I prayed for a speedy round.

Soon my prayer was answered. “Puerta!” rang out – a cry for the door to be opened. The glowing flames beyond the door reassured me, and a cool breath of air swept through the dome.

“Permission to leave!” rang out another voice. This time it was the woman beside me – Miriam. “I have to attend to my son!” She was already rising to her knees and my spirits rose. Now I would have some space. But no – Juan Carlos was questioning her.

“What is it, Miriam? Why are you wanting to leave!” she sank to her knees. “Many things,” she murmured.

“What is it?”

Miriam sighed. “It’s my son – I realized he has no jacket, and it’s cold. And also… I’m feeling claustrophobic, and my back hurts.”

“What is it really, Miriam? Do you want to share?”

Miriam was trembling next to me. She began to cry. “It’s very hard,” she said.

“That’s it, let it out,” Juan Carlos encouraged her. “You can draw on our strength. Fuerza hermanita (strength, little sister!)” he cried out.

“Fuerza!” cried out the others.

“How do you feel, hermanita?”

“Better.”

“Do you want to leave, or aguantar?”

“Aguantar.”

She rearranged herself and I felt more closed in than before. I sighed. There was no escape now, without seeming like a wimpy gringa.

I analyzed my situation. I was intensely uncomfortable, but the small amount of congestion in my lungs was manageable, I could breathe through it. I was not being seized by the coughing fit I had anticipated. I rose above the panic and looked at it. “Aguantar,” I said to myself, and settled in for another round.

This one was filled with yet more anguished voices seeking relief: There was the mother who feared for her son, who had changed since he started spending time with a new, malicious group of young friends; and there was her son, who amazingly responded from the other side of the temazcal, sharing his own anguish: he was afraid if he didn’t go with the group, they would beat him up. Prayers went up for the boy and his mother; the boy was urged to go on a vision quest, and a song was dedicated to him.

There was a man who had hurt his wife and a woman named Jessica; he pleaded for forgiveness.

And there was me, remembering my mother in the darkness of her bedroom, fighting for her life in a nearly lethal respiratory condition that has never been diagnosed; she cured herself over a period of years through a macrobiotic diet and therapy.

Aguantar, I thought. I come from strong stock. If my mother can do it, so can I.

“Prefiero esta medicina, a estar internado en un hospital,” sang Juan Carlos – I prefer this medicine to being interned in a hospital. Gradually, like a light gleaming in the darkness, I understood why I was here. This was part of the medicine. I was learning to aguantar.

I raised my voice in the chant. Yes, I prefer this medicine, too.

I came to this place to work on unifying my fragmented mind, body and spirit; too many years in front of a computer screen, distracted from the distractions that serve as the centerpiece of a life in a modern metropolitan newsroom. My unruly, wild mind resisted meditation; my stiff body balked at yoga. My concentration was shot, and I wasn’t sure I could really believe in anything anymore.

Here in the steamy heat of the temazcal, all of that melted away to something more essential.

Something, like the red-hot rock at the core of my being, flickered and glowed. I relaxed and breathed in the heat, medicine for my weary soul: the knowledge that I could dominate my fears, that I could strengthen my too-soft body, mind and spirit. That I was, in fact, already doing just that.

“Remember these are just our bodies. We are masters of our bodies; we are parts of God, and we can make our bodies do our will,” the fierce voice of Abuela Marta rang out.

I had prepared myself for four rounds of 13 stones apiece, 52 stones, one for each of Juan Carlos’ years. But at the end of the third round, with the man in front of me retreating from the fierce heat of the fire and pressing back against me, with my back aching and the ground below me turned to rocky torture, I felt I had endured enough. It had to have been three hours by now; I was strong enough already.

“It’s time for the last round, and it will be fuerte,” Juan Carlos said. That seemed to be my opening. I started to rise.

“Permiso para salir,” I said.

Miriam reached out to me in the darkness. “Do you really want to leave? It’s just one more round. I can give you more space if you need it,” she said. The men in front moved a bit to help me. “Do you want to leave? Or do you want to stretch out your feet and put them here?”

I could breathe a little freer. Just one more round. “Sí, quiero aguantar,” I gasped.

Three more rounds went by — yes, it was not one, but three, perhaps another hour, perhaps two — but it was worth it. Many lessons came to me in the darkness of the temazcal that night. One round was dedicated to the Coyote Spirit, and the chant was a Lakota laugh at death, at terror, at suffering, at life itself. I thought I saw the shadow of the coyote crouching in front of the door.

“Death is nothing to fear — I can tell you because I’ve been there,” Abuela Marta, a warrior woman whose gentle features and kind voice belied a life of hardships, told us. ”I was dead for 15 minutes in a hospital in Querétaro after an accident and I can tell you it’s the most beautiful thing that ever happened to me. Don’t be afraid.”

“Hey, hey, o wah hey,” we chanted. “Ho, ho, ho.” And all the suffering seemed at once to be tremendously funny.

We ended the last round with a cheer and made our way one by one to the door of the temazcal, the mouth of the womb of our Great Mother. “Welcome,” Juan Carlos greeted me with a warm embrace, and then Abuela Marta. “Congratulations.” I went around the fire and received an embrace by each of those who had gone before. Warming my sweaty new self by the fire, I felt a new freshness and a lightness in my lungs and in my mind. I felt ready to … aguantar… practically anything.

Tracy L. Barnett

Tracy Barnettis an independent writer currently residing in Tlajomulco de Zúñiga, México. In a journalism career that has spanned three decades, she has covered everything from presidential campaigns to farmworker campaigns. Now her primary assignment is learning how to live. To see more of her work, visit her website www.tracybarnettonline.com

¿Dónde está la luz?

En un Ashram en la India, Mateo de los Ríos descubre el adolorido pero gratificante camino hacia la iluminación.

Por Mateo de los Ríos Vélez

Durante un espacio de tiempo en mi vida tuve la oportunidad de no hacer nada y explorar regiones para mí desconocidas. Para justificar esa vagancia y a la vez hacer mi anhelado viaje al interior, emprendí una paseo sin afanes. Un viaje para hacer conciencia del presente. Un viaje que aún no ha tenido tiquete de regreso. Los párrafos que siguen muestran algo de lo que viví en un Ashram en la India. Esto es solo un recuento; solo experimentándolo se puede entender de verdad.

4:30 a.m.

Está sonando la campana. ¿Qué hora es? Cuatro y media. ¡Qué sueño!

– “No te levantes, duerme un ratico más, ¿para qué vas a ir a sentarte en ese salón a meditar?, mejor acá calientico”.

– No, no, tengo que tener voluntad. Para eso vine a este Ashram. Para desarrollar el poder de la voluntad y aquietar mi mente.

– “No importa, duerme otro ratico, estás cansado”.

– Basta, me paro ya.

4:45 a.m.

Todo está oscuro. ¿Dónde está la luz?

Un poco de agua en la cara, en los ojos, me lavo los dientes y voy al inodoro. ¡Ah, el inodoro! Nunca pensé que no usar papel fuera tan cómodo…

5 a.m.

La segunda campana. Vámonos, apúrele. Como buen colombiano ahí voy tarde…

El salón de meditación es amplio, tiene techos altos y ventiladores. En el fondo, como simulando un altar, está la estatua del fundador del Ashram, un maestro yogi que ya abandonó esta realidad pasajera. Al igual que las representaciones de Buda, las figuras de los iluminados no son colocadas con el propósito de adorarlas, sino para tenerlos como ejemplo y pedirles que nos muestren el camino de la iluminación, el cual sólo puede ser andado por cada uno.

Al frente está el maestro y ha empezado a hablar. Ya recitó los tres “om” del principio y ahora está hablando sobre Yoga, el control de la mente y Dios. Ahora sí que estoy confundido. ¿Cómo así que doblarme como un contorsionista me va a ayudar a ver a Dios? ¿Y la mente qué tiene que ver ahí? ¿Cómo así que controlarla? Suficiente control al despertarme esta mañana, ¿qué más quiere?

Estoy sentado sobre estos cojines en el piso, en posición de loto, ojos cerrados y espalda recta, junto con otras 12 personas. Oigo al maestro decir «Yoga es un viaje al interior, una búsqueda de integración del cuerpo, los sentidos, la respiración, la mente, la inteligencia, la conciencia y el ser”.

¿Todo eso es Yoga? ¿Será que todas las chicas que hacen yoga con trusas apretadas en los gimnasios de Bogotá tienen todo tan integrado?

Ayer en el discurso nos explicaron que la mente está compuesta por tres actores. Uno es la mente superficial, la que siempre está pensando en los huevos del gallo, la que vive de los recuerdos o anhelando cosas del futuro que quizás nunca pasen, la que reacciona a los mensajes de los sentidos clasificando como buenos o malos. Luego está el ego. Ese demonio interno que es el YO, el que quiere poseer y para el que nada es suficiente. Si logra lo que quiere, el ego se siente orgulloso y poderoso, pero sino, se frustra y se deprime.

Mateoyoga

En general, nuestras vidas están gobernadas por estos dos actores. Así es como normalmente nos despertamos y deambulamos por el día, sin saber por qué tenemos impulsos de antojos de comida, mal genios en la oficina, ofuscación con el tráfico, pasión por el sexo, apegos con las posesiones materiales y deseos en general. Con el cuerpo cansado vamos a reposar nuestra cabeza y pensamientos en la almohada y seguimos en el mismo hipnotismo el día siguiente.

Sin embargo, hay un tercer actor que aparece de vez en cuando: la inteligencia. Esta es la que puede discriminar. Ella es la que hace las preguntas de fondo. Aunque a veces le paramos bolas, casi siempre seguimos de amores con el ego y la mente. Poseer y disfrutar de los placeres de la vida no es negativo, lo que es nocivo es la obsesión con la cual nuestro ego y mente nos dominan.

5:50 a.m.

Llevo 45 minutos acá sentado, ya me duelen las piernas y siento como si me estuvieran clavando alfileres en las rodillas. ¿Y ahora qué hago? ¿Será que me muevo? ¿Será que es el ego que no quiere más dolor y se quiere parar? ¿Pero por qué la inteligencia no dice nada? Lo único que pienso es que se me van a quebrar las patas del dolor. ¿Es eso inteligencia o ego?

Pues que gane el ego, me voy a mover porque no aguanto más. ¡Qué dolor!

6:30 a.m.

El profesor de yoga, todo vestido de blanco, parece un ángel impecable sentado sobre la tarima al frente del salón. Fuera de eso se dobla como un caucho y es más estricto que un militar.

¡Qué tiesura! Apenas pasando los 30 y ya no me puedo ni agachar. ¿Que me monte el pie sobre el cuello? ¿que doble la espalda hacia atrás y me toque los talones? ¿que suba el pie derecho al muslo izquierdo y con la mano derecha la pase por detrás de la espalda y coja el dedo gordo del pie derecho, me empine, levantando la mano izquierda y sin caerme? ¿que parado en la cabeza suba las piernas, luego las doble y me toque la parte trasera del cráneo con las plantas de los pies? ¿que me arrodille, doble la espalda hacia atrás, agarre los pies con las manos y los hale para que mi coronilla toque la punta de los dedos gordos? ¿que le chupe qué?

El sudor escurre por mi cuerpo. Me caen ríos de sudor por los brazos, las piernas, la cara, la espalda y el pecho. Parece que acabara de zambullirme en una ceremonia de purificación en el Ganges… me voy a deshidratar. ¿Qué es esto tan salvaje?…..¡¡¡Auxilio!!!

8 a.m.

Ya se acabó la tortura. Estoy con ropa seca y con un hambre bestial. En el primer día este arroz con leche me pareció un castigo, pero hoy le doy gracias al señor… cocinero por traérmelo a la mesa. Lo paso con té en leche azucarada y trato de disfrutar uno a uno los bocados porque son contados. Nada de pan o arepa, o huevos revueltos, o queso y mermelada, o chocolate con pandebono, o recalentado, o tamal. Nada, sólo este arroz caliente todos los días.

9 a.m.

En este Ashram ya no hay un gurú, pero la biblioteca está llena de cientos de ellos. Me estoy leyendo uno en particular que no sólo explica el enfoque espiritual del yoga, sino todos los demás sacrificios que se deben hacer para aquietar la mente.

Para lograrlo, el autor instruye en ser austeros en el cuerpo, la mente y el habla. Estos tres aspectos continuamente perturban la mente y nos esclavizan. Comer poco, sin sal, ajo ni picantes porque te excitan, no tener posesiones para no apegarse, no tomar alcohol o disfrutar de ninguna droga, dejar el sexo para no tener pasiones y no perder la energía vital, dejar de leer novelas, ver televisión e ir a cine para no perturbar la mente, hablar poco o hacer voto de silencio para no continuar alimentándola con pensamientos, rezar y entonar cánticos devocionales para purificarla.

Ahora sí que estoy jodido. Fuera de levantarme temprano, quebrarme las piernas meditando y sudar del dolor en yoga, tengo que dejar de comer fino, cortar con el vino, dejar la pichadita, dejar de hablar paja que es lo único que sé hacer bien, dejar de leer y dedicarme a rezar rosarios todo el día. No hermanito, a iluminarse en otra vida….

Luego de veinte días de la misma rutina…

Sólo como arroz con lentejas bajas en sal, pepino y curris que me tienen la lengua amarilla. Se me olvidó a qué sabe el vino, hablo poco, no tengo ninguna novela para leer, no rezo rosarios pero todos los días medito y cada vez descubro la profundidad de mi interior.

Al hacer yoga ya no sudo tanto. Logro contorsionarme un poco más y al sostener cada posición por largos segundos entro en unos pequeños trances de concentración profunda y conciencia de mi cuerpo. Durante el día soy consciente de cada paso que doy, de mi descontrolada mente, y poco a poco, como si estuviera caminando por una cuerda floja, logro balancear el cuerpo, la mente y el alma.

Sé que estoy lejos, pero ya di el primer paso. Al igual que al escalar una montaña, cada paso va a exigir disciplina y sacrificio, pero tengo el presentimiento de que al final podré ver todo el valle con claridad. Podré superar los límites impuestos por la cárcel de los sentidos y la mente, levantar el velo de la ignorancia y descubrir quién soy.

Por ahora, solo será andar. Sin expectativas, ni deseos. Sin frustraciones ni apegos, sólo andar por andar.

Mateo de los Ríos

MateodelosriosEn el transcurso de los años Mateo de los Ríos se ha dado cuenta de que cada paso que ha dado ha sido parte de una búsqueda. Pasó por universidades y lo instruyeron para pensar como muchos piensan en la sociedad. Aunque a ratos trata de liberarse de tanto peso, no siempre lo logra. Actualmente su vida es una mezcla de razón, corazón y conciencia

Hablar del Chocó

Marcela Escovar comparte sus reflexiones acerca de las nociones de pobreza y abundancia en una región colombiana marcada históricamente por las grandes dificultades de la vida.

Por Marcela Escovar

Estoy en Quibdó, Colombia, tras una larga noche de lluvia en la selva, de un calor abrasador casi insoportable y de historias soñadas bajo el arrullo del incesante repiqueteo de una gotera. Esta mañana el sol brilla, la humedad está más fuerte que nunca y el calor se pega a la ropa, al pelo, a los ojos. La vida continúa después de la tormenta y las personas vuelven a sus rutinas diarias: abrir almacenes, salir de pesca, bañarse en el río del que también toman agua. El paisaje es hermoso y exuberante y veo a Quibdó como un lugar de abundancia y riqueza.

Se habla de Quibdó y del Chocó como otro país dentro de Colombia. Se habla de su pobreza y de su corrupción, pero también de lo rico que es en flora y en fauna, en agua, en recursos mineros, en la fertilidad de su suelo. La tierra aquí es tan extraordinaria y fértil que las semillas de cualquier fruta, cuando tocan el suelo, tienen un 99% de posibilidades de germinar. Estando aquí, ahora, después de varios días de vivir esta ciudad, hablando en el calor sobre literatura infantil y los beneficios de la lectura en la primera infancia, creo que es posible hablar de diversidad y de unidad en el Chocó. De diversidad en la manera de hablar, de caminar, de establecer relaciones con las demás personas. De unidad a través de un lenguaje común que los caracteriza: la sonrisa que siempre aparece antes de hablar, sus contagiosas carcajadas y su forma de vivir en el tiempo a otro ritmo.

“Que son pobres”, dicen, “¿pobres por qué?” me pregunto yo. Los chocoanos tienen una tranquilidad envidiable que puede estar asociada al ritmo propio que llevan en la sangre, y sobre todo a unas pulsiones de antaño frente a la música y al baile. Los niños, lectores en potencia, quieren bailar, son niños a los que quizás no les leyeron desde el vientre materno, pero a los que seguramente estimularon, sin saberlo, con música que los hace vibrar y que los hace libres. Las relaciones que se establecen entre las familias, entre abuelas, madres e hijos, están enmarcadas en un contexto social en donde las condiciones en las que crecen son precarias: falta de agua potable, pocos lugares adecuados para el desarrollo integral de la primera infancia y ausencia de una oferta cultural para la comunidad, entre muchos otros. Sin embargo, los vínculos son fuertes y estrechos, y en esta cultura, sin duda, la música ha sido su mayor herencia y fuente de riqueza.

Me pregunto si la pobreza de la que hablamos la consideramos solamente desde nuestros beneficios y comodidades. Pienso que hay que tener presente desde dónde nos situamos para mirar al otro. Por ejemplo, aquí es imposible pensar en algo tan simple como darse el gusto de un baño con agua caliente. Pero la falta de comodidades también da un sentido diferente de libertad. Son libres los que no temen perder lo que tienen, o más bien, los que no tienen nada que perder. Aquí el afán de progreso está suspendido, y el desorden y el caos están por todas partes, pero quiero pensar que aquí no hay pobreza. Hay riqueza y abundancia en Chocó: hay tierra fértil llena de árboles y de agua, hay tiempo para compartir, hay sonrisas y ritmos tradicionales. Hay un gran asombro frente a lo desconocido y una capacidad innata para bailar.

Excesos

Al fondo, a la derecha,
Un cultivo de lechugas
A la izquierda fríjoles
Al oriente maíz
Al occidente cebolla larga
Y el hambre camina
Pegada a tus pies descalzos

Marcela Escovar Aparicio

Estudió literatura en la Universidad de Los Andes y le encanta leer y escribir. En la actualidad trabaja con la Biblioteca Nacional de Colombia, en un proyecto de formación de bibliotecarios en temas de lectura. Gracias a su trabajo ha tenido la oportunidad de viajar por Colombia y conocer diferentes lugares y culturas que conviven en un mismo país.