Archivo de la categoría: Cartas a Casa

Escritos cortos, retazos, viñetas redactados por los editores de la revista. Reflexiones de, sobre y hacia “casa” desde nuestra posición de desarraigo.

Las manos de la ausencia

El exilio va dejando huellas que son imposibles de borrar, tanto en el cuerpo como en el alma, y el regreso al país natal se va convirtiendo en un sueño.

por Efrén Rodrigo Herrera

En medio del pugilato de mis manos contra el teclado, las imágenes se agolpan en mi mente, se mueven raudas las tres. Manos y mente me transportan al pasado y aparecen otras manos. Esas manos, entonces vivaces, ágiles, capaces de asir el azadón de arar la tierra, de apretar con firmeza mi piel para cerrar las heridas que, de cuando en cuando, abrían en mi cuerpo la imprudencia infantil y la osadía, vienen a mi cabeza atormentada por la idea de volver a mi país cuya inestabilidad aún no garantiza mi regreso.

Una docena de años han pasado y aún las veo moviéndose para decir adiós, a través de las ventanas del aeropuerto internacional El Dorado que desde entonces permanece en remodelación, como mi ciudad natal, como mi vida entera. Paradoja histórica, pensaba yo, mientras mis pies me llevaban en dirección a la salida 8 de la sala internacional para abordar el avión que me llevaría al exilio.

Ciudad de Bogota. Foto de Sara Jimena Santos

Según lo que aprendí en la escuela, a la que llegué aferrado a esas manos que ahora me despedían, los conquistadores españoles llegaron a Colombia atraídos por el brillo del dorado, y ahora yo me estaba alejando de él atraído por otro brillo, el de la luz de la supervivencia. Pero qué opaca ha sido mi vida desde entonces.

Cuánto he ganado, pero también cuánto he perdido. Necesitaría de sus manos y de las mías para hacer las cuentas.

“Los días a las semanas y los meses a los años van sumando”, me decía y me mostraba con sus manos enseñándome a sumar y también a escribir. Mientras garrapateaba mis primeras letras en el cuaderno de rayas azules, mis ojos miraban de soslayo esas manos marcadas por su lucha al arañar el mundo en busca del sustento y me sentía seguro porque sabía que esas manos me mantendrían a salvo de todo y de todos. Por eso me dejaron partir aquella mañana de abril y se agitaron hacia el cielo para decir adiós.

Quizá no debí mirar atrás, para evitar que su recuerdo me golpeara como golpean las olas a las rocas en el mar, horadándolas, como buscando su alma para llevarlas más allá del tiempo y la distancia.

Pero ya no hay tiempo y en sus manos queda su paso inexorable, son ahora piel marchita que se pega al hueso, ateridas, yertas de nostalgia. Exánimes como su mente reposan sobre su cuerpo ya sin fuerza. No pueden, aunque quieran, asir ni el azadón, ni mi piel con mil heridas que hoy se abren a lo lejos.

Las manos de mi padre aún me esperan, y, por ahora, no es posible el regreso.

Andando a Bogotá

por Lina Peralta Casas

De qué extraña manera Bogotá viene siendo mi ciudad. Sólo ahora, en el regreso, cinco años después, comprendo que sus calles son las calles que conozco, que su ritmo es un alegre movimiento en desorden que se deja explorar, es un incesante coordinarse con otros en un mundo en común del cual participo. Mi andar se adapta a sus calles, a sus parques, a sus múltiples espacios, a su naturaleza tropical.

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Camino a Las Lajas

El camino de vuelta a la brisa y la arena constituye un exorcismo para quien dejó la costa panameña por tierras sin litoral.

Cinco puntitos flotan entre las olas, resisten la cadencia de la marea. La luz ámbar del atardecer apenas permite distinguir las cabecitas de los niños pescadores, que en un último intento apuestan al mar y se aferran a la red, como quien se ase al billete de lotería.

Inhalo el aire salado, denso de nostalgia; la arena, traviesa, burlona de antaño, juguetea con mis pies; y mi cabello por fin siente la libertad de la niñez después de años a la intemperie de brisas foráneas.

Casa, al fin casa. Creo que ella también me extrañó. Desde lejos escuché noticias de sus cambios, de sus avances, de nuevos amigos.

Las Lajas, ya no eres una niña, como te dejé. Vengo a decirte adiós. A esta arena que desprecié y pateé. A tus palmas que intenté trepar. A tus aguas que siempre intentaron tragarme. A tus piedras que me mostraron el camino fuera de ti.

Los niños pescadores emergen de las aguas con pocos frutos y rumiando más planes de pesca. Analizan la red: uno que otro pez se retuerce entre las cuerdas. Los contemplo inmóvil. Yo tuve su edad; yo estuve aquí, pero nunca pesqué.

Temí, tal vez, hundirme en ti, Las Lajas. La salida nunca es fácil y volver es un exorcismo – años de experiencia, de andanzas y de excentricidades se desprenden ante ti, frente al mar, de lado al sol –. Desnuda queda esa niña temerosa de tus aguas, rabiosa de tus desprecios.

Me aferro a ti, Las Lajas, la inocente, la ignorante, la culpable, como los niños que empuñan la red, y rumio mis planes de venganza, de redención, retorciéndome en una malla de arrepentimientos.

Pero hoy, en mi regreso, el cielo es dulce. Si hubieses sido siempre así, nunca te habría dejado, Las Lajas.

La noche apura a los niños a sus bicicletas; juran volver mañana. Yo no sé qué jurar, aquí en tu pequeñez.

Sé que me iré otra vez. Y otra vez. Que no te cansarás de mis idas. Que me dejarás volver. Y tú, una vez crecida, adulta y sabia, me verás sin muchos frutos ni peces terminar aquí.