Archivo de la categoría: Object of my Reflection

Columna que consiste en un ensayo corto que parta de la premisa que propone el título de la sección: el redactor de la columna escribirá el ensayo basado en un objeto, lugar o artículo inanimado que inspire un recuerdo, una reflexión sobre la tan cliché condición humana

Madrid después de la fiebre

[show_hide title=»‘…al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver’»]“Peces de ciudad”, letra de Joaquín Sabina. [/show_hide]

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Hace cuatro años, días después de mi regreso de Madrid, un sueño recurrente confortaba mi resaca: caminaba por la polvorienta Calle Beire, bajaba con el sol seco por la angosta acera, las casas chatas y viejas parecían sonreirme, y un piano adolescente desembocaba por un balcón. Yo, cansada y sudorosa, lamía un cono de gelato de vainilla. Una brisita sin ton ni son jugueteaba sin aliviar.

No soy de tener sueños recurrentes ni complicados. Estaba claro: extrañaba Madrid, quería regresar. Cuatro años después, provista de algunas excentricidades más, por un impulso —retardado— regresé. No tenía plan concreto, sólo quería caminar por Beire, divagar por el Retiro, bailar tango, revivir mi sueño.

En agosto, Madrid se parecía tanto a la de mi sueño, tanto que me parecía estar viendo las fotografías que había barajado repetidamente. El polvo, el mismo polvo. Quería decir “hola” a las caras en el metro. Tararear las notas del bandoneón subterráneo. Merodear por los callejones bajo el dulce zumbido del vino. Mi fascinación ardía igual. Sentí que los años no pasaron. Yo quedaba intacta.

Mas el espejismo se fue disipando como se iba derritiendo mi maquillaje en el calor madrileño. No hubo un momento crucial ni una epifanía. Sólo la vi. Tal vez ella se mostraba al fin ante ojos más cansados, con menos brillo, más carnal.

Lejos de los días soleados de mi memoria, la vi de noche (¿cómo no me había fijado en su oscuridad?), la vi amiga y callada mientras, sobre una motoneta, aferrada a la espalda de un tanguero, surcamos su vientre en busca de más noche. Empanadas, sonámbulos, rocas rotas, rumano de ojos vidriosos, aire plata, bandoneón hermético, curva peligrosa, Santa Rita. ¿Tenía que ser un argentino quien me mostrara la Madrid oscura? Tal vez, desde nuestra extrañeza, nuestra otredad, la veríamos más cercana. Quizá uno sólo ve las heridas ajenas cuando uno las porta.

Excavé, urgué las raíces. No más sueños.

Madrid: desde la sombra la veo mejor.

Mota de polvo

“Motas a la deriva atrapadas entre mi espacio, condenadas a vivir dentro de mi casa, huellas de mi dejadez, monumentos a mi gran desidia”.

por Hernán A. Burbano

El denso aire mil veces respirado de la casa se reemplaza lentamente con el sucio aire de la calle; la polución externa se intercambia con la desazón interna, dándole al lugar un falso aire de frescura. Las ventanas ligeramente inclinadas ayudan a que el espacio se libere del olor a cuarto cerrado, pero a su vez permiten la intromisión de partículas de polvo callejero: pequeños fragmentos de mugre que el viento ha recolectado en su viaje sin sentido. El desorden se extiende por todos los intersticios de la casa: la ropa está siempre sin doblar, las cosas descansan como trampas de caza por el piso y los platos sin lavar se vuelven rascacielos de grasa y porcelana. Agotadas por el viaje y arrastradas por la gravedad, las partículas de polvo descienden hacia el piso formando una nevada gris y microscópica, como la lluvia de ceniza después de la explosión de un volcán. El polvo no tiene pudor, cae por todas partes casi de forma homogénea; todo lo tapiza de gris, lo vuelve cenizo, lo apaga lentamente y trata de sepultarlo vivo. La acumulación se nota sobre todo en las superficies, donde con el dedo índice se pueden arar palabras inconexas de auxilio. Solo la acumulación de polvo puede medir la dimensión de mi desidia.

El viento también se cuela por la entrada, a través del pequeño espacio entre la puerta y el piso, arrastrando la suciedad acumulada en el tapete con figuras de Miró que está al final de la escalera, justo delante de la puerta. El aire viaja a ras de piso y sacude el polvo que en dunas se regocija en su inmovilidad, lo perturba, lo desplaza. El polvo se arremolina, gira en circunferencias que concentran partículas que cada vez se hacen más grandes, que recogen más partículas, que en un abrir y cerrar de ojos se convierten en motas: agregaciones mayores, grises, suaves como nubes, y también como ellas, condenadas a los caprichos del viento. El polvo empieza a sepultarme y yo, inmóvil, me dejo tapar instalado en los sillones de mi desidia.

Las motas se mueven a lo largo y ancho del piso arrastradas por el viento, que se cuela por las ventanas ligeramente inclinadas y por debajo de la puerta. Las bailarinas de polvo danzan sobre la superficie del piso un vals de desinterés, la banda sonora del abandono. Les gusta acumularse en las esquinas, en las patas de mesas y sillas, y sobre todo dormir un sueño plácido debajo de las repisas y bajo el colchón de mi cama. Desde la penumbra las veo moverse, crecer, acumularse. Acostado las veo doblegarse al viento, oscilar ante la fuerza del sinsentido, tomarse mi espacio como quien no quiere: poco a poco, sin miramientos, y sin tan solo una pizca de misericordia. Motas a la deriva atrapadas entre mi espacio, condenadas a vivir dentro de mi casa, huellas de mi dejadez, monumentos a mi gran desidia.

Me cuesta levantarme, dejar la suavidad del colchón y enfrentarme al desierto gris que se extiende por el piso de la casa. Me parece difícil sacar la fuerza necesaria para rebelarme a la nube de partículas que me envuelve, para masacrar a la jauría de motas de polvo con la succión eléctrica de la aspiradora, para dejar de consumirme en mi abandono.

Consciente del agobio desencadenado por el polvo y de la pesadez de mi desinterés, limpio de forma frenética todos los rincones de la casa: las patas de mesas y sillas, el tapete con figuras de Miró que está delante de la puerta, los campos de polvo que se esconden bajo mi litera. Me sacudo de la mugre de la calle, me siento de nuevo con fuerzas para buscarme la vida, para librarme de una vez por todas del temporal de polvo, para silenciar la danza convulsa de las motas por el piso de mi cabeza. Sin embargo, el viento se sigue colando de forma irremediable por debajo de la puerta y a través de las ventanas ligeramente inclinadas. Inmóvil sobre mi cama me dejo empapar por la lluvia de ceniza, permito que el polvo se pegue de nuevo a mi piel como escarcha, tiro la toalla y me sumerjo boca abajo en el colchón de mi inconmensurable desidia.

Hernán BurbanoHernán A. Burbano (Pasto, 1978). Genetista y escritor. Estudió medicina veterinaria y realizó una maestría en genética en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Realizó su trabajo de investigación doctoral en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, Alemania, y obtuvo un doctorado en genética evolutiva en la Universidad de Leipzig. Ha sido autor principal y coautor de artículos científicos publicados en revistas como Science, eLife, Nature y Cell. Sus ensayos sobre filosofía de la ciencia han sido publicados en Ludus Vitalis e Historia Ciencias Saude – Manquinhos. Su primer libro, El confort de la cotidianidad, fue publicado por El Peregrino Ediciones dentro de la colección “Inmigrantes” en 2012. En la actualidad trabaja como investigador en el Instituto Max Planck de Biología del Desarrollo en Tübingen, Alemania, y prepara un nuevo proyecto literario.

Cerezo en flor

“Me parecía una paradoja que se te hubiera acabado el amor justo ahora que la luz hacía todo más amable”.

por Hernán A. Burbano

El esquivo cielo desarropado permitía a la luz bañar los cuerpos de quienes por meses habían existido solo en gris, en medio de la depresión de la ausencia, en la esperanza plácida de un tiempo mejor. Los hombres de nieve se habían desecho en barro y mugre, en una agonía líquida que el sol ya había mandado al olvido en forma de vapor. Me acostumbré a verte siempre con tu gorro de borla azul, a descifrar el lenguaje de tus ojos verdes, a tomarte de la mano dentro de los bolsillos de mi chaqueta para así evitar que nuestros dedos alcanzaran el punto de congelación. La desnudez de los árboles permitía durante el invierno divisar el canal desde tu ventana, al final del parque vestido de blanco. El agua fluía cubierta por una nata de hielo que entonaba con el silencio, mientras patinábamos a lo largo del canal sin dejar de tocarnos. La oscuridad y la ausencia de hojas estuvieron matizadas por la dulzura de nuestras palabras, por el frenesí de los besos que rompían la ausencia, por las lágrimas que acompañaban nuestros adioses. La alameda paralela al canal tenía árboles anónimos, troncos sin hojas ni flores, promesas de un futuro que por incierto me llenaba de temor. Qué diferente se veía todo ahora pintado de colores: nuestras mochilas rojas, mi saco a rayas azules y lilas, los brotes de hojas cargadas de verde clorofila. El canal había desaparecido tras de los árboles y no podía divisarse más desde tu ventana. El agua corría de forma fluida, las chaquetas de invierno habían quedado en el olvido y la ausencia de pies fríos hacía de Neukölln un lugar más agradable donde existir.

En el invierno caminábamos a lo largo del canal en medio de confesiones recíprocas, observados por los vendedores de marihuana que impávidos resistían el viento y el frío. Siempre impuntuales, tratando de llevar a cabo tus miles de planes, amándonos con inocencia, sin pausa, con el desenfreno típico de la novedad y el misterio. Mientras el mercurio de los termómetros descansaba bajo cero nos prodigábamos besos eternos, guerra de lenguas, derroches de pasión y ternura. En la improvisada pista de baile de tu habitación movíamos nuestros cuerpos al ritmo del blues, sin dejar de vernos, sin dejar de besarnos. Afuera oscuridad, dentro de tu habitación penumbra. Afuera desconsuelo, dentro de tu habitación esperanza. Afuera el mundo con su canal congelado y sus árboles harapientos, dentro de tu habitación solo nosotros. Habíamos forrado fragmentos de las paredes con papel tapiz turquesa que cortaba el blanco de tu habitación y del invierno. Rodeado de blanco y turquesa me paraba en las puntas de los pies para seguir besándote al ritmo del blues, siempre oyendo sin parar la canción número dos: Tïu dropar (diez gotas).

Con el arribo del sol parecía que la gente se materializaba de repente en la calle y en el parque. A lo largo del canal el aire olía a flores, agua y carne asada. Antes de seguir el camino del agua jugamos ping-pong en el parque en medio de niños de todos los colores y de risas y llantos en turco y alemán. Quizás por miedo a pensar a largo plazo me había especializado en disfrutar de los pequeños momentos, y aunque la inminencia del final era avasalladora, sentía más felicidad que terror.

Durante los meses de frío peregriné a verte los fines de semana atravesando campos yertos por las siete horas de viaje que nos separaban. Al llegar a la estación tenía el corazón en éxtasis, tu cercanía llenaba mi vacío, el solo pensar en tus caricias le daba sentido al mundo congelado de Berlín. La primavera había vuelto a decorar el planeta con su paleta multicolor y su tormenta de polen. Me parecía una paradoja que se te hubiera acabado el amor justo ahora que la luz hacía todo más amable, mientras recorríamos la alameda guiados por la corriente del canal. Los árboles habían recuperado su identidad y se vestían con hojas, pájaros y flores. A lo largo de nuestro camino los cerezos en flor decoraban el paisaje con su explosión rosa. En la foto que te hice las flores contrastan con el negro de tu vestido y tus zapatos nuevos hacen juego con la primavera. Me encanta tu pose tímida con un pie delante del otro y tu sonrisa que parece decirme adiós.

En el invierno nos procuramos el uno al otro de ilusión y calor. Llenos de candidez creímos habernos encontrado. Convertimos a tu cama en el centro del mundo y yo convertí a tu imagen en el centro del mío. La primavera y nuestras intermitencias habían extendido entre nosotros ahora el frío que se sucede a la debacle y termina en el olvido. Debajo de las copas rosadas de los cerezos grupos de japoneses merendaban celebrando el Hanami, quizás sintiendo un poco de Japón entre los pétalos de los cerezos en flor. Me preguntaste cuánto tiempo creía yo que durarían los cerezos florecidos, no recuerdo que respondí, hubiera querido que para siempre.

Hernán A. Burbano

Hernán Burbano(Pasto, 1978). Genetista y escritor. Estudió medicina veterinaria y realizó una maestría en genética en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Realizó su trabajo de investigación doctoral en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, Alemania, y obtuvo un doctorado en genética evolutiva en la Universidad de Leipzig. Ha sido autor principal y coautor de artículos científicos publicados en revistas como Science, eLife, Nature y Cell. Sus ensayos sobre filosofía de la ciencia han sido publicados en Ludus Vitalis e Historia Ciencias Saude – Manquinhos. Su primer libro, El confort de la cotidianidad, fue publicado por El Peregrino Ediciones dentro de la colección “Inmigrantes” en 2012. En la actualidad trabaja como investigador en el Instituto Max Planck de Biología del Desarrollo en Tübingen, Alemania, y prepara un nuevo proyecto literario.

El fantasma de «lady in the hat»

Un sombrero de lana resguarda una memoria y una pregunta.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Una llovizna inusual acariciaba el verano de Utah y un manto gris se asentó sobre la ciudad. Me armé con un sombrero negro de lana para enfrentar el indeciso clima. Iba cruzando una plaza en el centro de Salt Lake City, cuando desde las alturas de un edificio un coro de voces agudas gritó: «Hello, lady in the hat!» Volví la vista hacia arriba, hacia los balcones y esbocé media sonrisa. Vi un par de cabecitas en lo alto, bamboleándose al vaivén de sus brazos que se agitaban en un saludo.

Ese incidente — fugaz y mundano — y este sombrero, que me definió por un instante, encendieron una inquietud y me enviaron a un viaje hacia la memoria.

Para aquellos turistas, tal vez, yo era la mujer ensombrerada. Y siempre lo seré si mi imagen cabe en sus memorias en años venideros. Y ellos, para mí, siempre serán las voces que destellaron en medio de un día gris.

M identidad quedó plasmada en ese instante, con ese sombrero. Y pensé que mi paso por el mundo de esos turistas quedó resumido en «lady in the hat». Entré en pánico. Era como contener toda una vida en el guión entre el año de nacimiento y muerte en el obituario.

Quería ser más.

Quería que supieran que tengo fobia a las plumas, que estoy tratando fallidamente de aprender a tocar el ukelele, que las escasas llamadas a mi abuela me carcomen la conciencia, que, a pesar de todo, aún creo en la humanidad y en el amor.

Pero someterlos a tal letanía los haría recordarme no como la mujer con sombrero, sino como una descabellada.

Para calmar mi inquietud, decidí hurgar en mi memoria: buscar un instante, algún extraño que pasó fugazmente por mi universo. 1989. Museo de las Armas en París. Vagaba por los alrededores de la tumba de Napoleón. Estaba decepcionada, esperaba ver el diminuto esqueleto del emperador francés en vez de un ataúd pulcro con detalles que escapan mi memoria. Para mis ojos infantiles, las armaduras y las bayonetas contenían más intriga. En el piso de la sala estaban desplegados unos estudiantes de pintura. Todos, con lápiz en mano y libreta en regazo, plasmaban en carbón los contornos de las armaduras. Ellos me parecían más interesantes que los trajes de metal, pero fingí lo contrario, hasta que vi a un chico que con mirada traviesa se llevó el dedo índice a los labios y me susurró «shhh» mientras levantaba la otra mano y apuntaba un borrador a la cabeza de una de sus compañeras. Yo le sonreí. Recuerdo sus cejas espesas, arqueadas y su negro cabello ondulado. Una nariz aguileña, tal vez. Dedos largos de humanista. Ojos vivaces de adolescente. Pantalón marrón. Pero lo que más recuerdo es nuestra complicidad que en ese entonces no conocía lenguajes, continentes ni tiempos.

Hoy no me atrevo a imaginar qué habrá sido de la vida de ese chico, ni mucho menos mi espacio en su memoria — quizás yo ya haya sido relegada, con suerte, a un fantasma. Pero me reconforta saber que él, aunque difusamente, está en la mía.

Jacques Derrida dice que es necesario exorcizar «no para espantar a los fantasmas sino para otorgarles el derecho … a una memoria hospitalaria … por una cuestión de justicia».

Exorcizar, entonces, no es limpieza, es ordenar, es depurar la memoria, es priorizar los recuerdos.

Si nuestra vida y nuestra identidad fuesen esparcidas en pequeños instantes, con sombreros y sin ellos, en la memoria de cientos y guardados con la constante amenaza del olvido; si siempre que pose los pies en un museo me asaltara una complicidad cálida e impulsos de hacer alguna travesura… el escenario, «lady in the hat», ya no me parecería tan aterrador. Sólo me quedaría agradecer a los turistas por su hospitalidad y saborear los rasgos de aquellos extraños que impregnan su difusa presencia en el abismo de mis recuerdos.

Cuando terminé de cruzar la plaza, seguía lloviznando. Me acomodé el sombrero.

Common crop

by Rudy Mesicek

Midway into boil, what astounds is the way it began: with a sharp blade tempered in Toledo, slicing through parsnip, celery root, the New World’s own favorite tubers. The reduction into small pieces, for consumption, feels substantial. It is a habitual endeavor — less about eating than making a meal. The water roils, propelling shapes in crosscurrents. We break things down so that we can cause them to reconstitute.

Midway through life, I think of fruit anew. Cut, its uneven halves reveal the core, the seed, the pit. And division, which is at the heart of the shared meal. I think of fruit, so easily brought down by the wind and reclaimed by the soil. Full of nourishment. I think of how often we eat alone.

Split in two, one half of the avocado always holds on to the stone, which lies lodged there like a nascent planet. Resisting motion — until a blade does the trick. Such is the way with what we are, with our primordial mess: a swirl of hard bits under assault, colliding, of firsts that do not fade. The mess thickens.

From a high ledge on a temple whose upper parts require some agility to reach, the rainforest is heard as much as seen. A myriad howls, creaks and fritinancies: fauna speaking in tongues. The expanse around Tikal does as the impressionists did. It condenses, one point at a time. And it is evident, as mist atop the canopy softens the hues, that whatever human history is spread through these parts is largely ineffable. The jungle consuming all.

There were six of us seated in a row, backs against the pyramid wall, mincing fruits and vegetables, stirring in canned tuna. Here, where Maya captives had their last look at the world, the shells of avocados became vessels for a supper. Passed from hand to hand. The fruit, new to me and so much of the region it is ever-ripe to be mythified, was no portal to the deep past. Instead, it marked the moment. Of company composed of a desultory crew who crossed paths just days prior but who now seemed like they belonged together.

The sense of place and fellowship inhered in a common crop.

Through which a longer film comes to mind: Of the succeeding night spent lost in the cacophony of the jungle, shivering, with only a hand towel for a blanket, a few steps down from the apex of an architectural masterpiece. One doesn’t readily associate the tropics with cold. But the body quickly lets you know that’s a foolish oversight. When discomfort gets in the way of sleep, long stretches of time can pass feeding on sound. Until the act of listening overrides all other senses.

Abruptly, everything went quiet. Eerily, orchestrally. As if all the animal life responded to a signal from some invisible concert master. I don’t know how long it lasted. But just as suddenly the volume was back on. Fast crescendo to full blast. The magisterial interlude of silence gone, but acquiring a permanence for the witness.

We practice countless hours to achieve synchronicity. Dance till our shoes need new soles, march to the rhythmic barking of a commanding officer. We watch the movement of a conductor’s wand to ensure we come in at just the right time. When a choir sings its last note, the transfer to silence is startling. As if a liquid became solid in an instant. It is a catharsis of quietude, where emotion often seems most concentrated, ready to spill into a distinctly audible form. A gasp or applause or a sniffle. Quietude the exclamation point. Quietude the release.

Almost a decade separates that sleepless night and one frosty midmorning into which I opened the door. Nearby stood a massive cottonwood that had lost all its leaves. It was full of identical birds — hundreds of sparrows, or starlings perhaps — that, at a glance, tricked the mind into seeing dark, wintry fruit. Until the door swung open, all one could hear was birdsong. The sound of a beer hall at the witching hour has this impact: both mellifluous and discordant, owing to countless voices hollering and talking across each other, with perhaps a few ears attuned specifically to any single uttered thing. Should a passerby pause on the threshold and take it in en masse, it is unintelligible.

As I stepped through the door, a blazing silence swept over me. As if the tree and everything in it became petrified. The hush instantaneous, simultaneous — and directed my way with such focus, it felt like a gust of hot wind. Being the object that interrupts, that alters the mood of a place, rattles. And I was left with the confusion of a schoolboy who enters a classroom with a lecture already in progress. It seemed very much a collective shift of attention. If each bird was responding in its own way, the difference was lost to my powers of apprehension. Then, just as suddenly, the chirping resumed. I had been dismissed.

In self-conscious silence I also stood on the stoop of an apartment building in Paterson, New Jersey, which, unbeknownst to me, was the setting of a great study of locality and of city as a metaphor for man. Which thing was an idea that became a rubric to be scorned and loved and scorned again. And it was my silence against the noises of the street that gave the memory its flavor, my inner quietude reflecting a dearth of words, and contrasting mightily with the friendly interrogation that ensued, as the other children who surrounded me tried to uncover how I came to be there, in a place where accents were rare and blondness rarer still. Years later, I read Paterson in the common way, in silence, with stentorian voices filling my head.

Absolute quietude is, of course, an illusion. Not even the mind is ever free of sound. There’s memory noisily retrieving, blood rushing, demons rattling chains. But sometimes, cutting through the flesh of an avocado, I hear nothing but the silence of the jungle, which takes me in its vessel out of doors to treetops, to a meal shared with familiar strangers I’d otherwise never see again.

El pájaro sin cabeza

por Suan Pineda

Un pájaro muerto, decapitado, yacía a unos pasos de mi apartamento. Estaba tirado sobre el inerte cemento, entre escalones, uno inferior a donde reposaba un periódico igualmente olvidado por el suscriptor. Sus alas tiesas, sus plumas marrones, grisáceas quizá por el hálito de muerte, permanecían inmóviles a la intemperie de una brisa plata, congeladas en la ausencia de vida.

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