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Columna que trata sobre el tema del desplazamiento, “el fuera de lugar” en un mundo y una generación transglobal y transcultural. Los colaboradores pueden ser columnistas invitados o corresponsales que envíen un escrito desde sus lugares de desplazamiento

La roca y la corriente: una sinfonía

Durante su peregrinaje por el Camino de Santiago, un viajero descubre la belleza de la quietud.

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 Por Tim Cannon

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El Camino de Santiago está claramente marcado por flechas amarillas que los peregrinos debemos seguir. Las flechas nos dirigen de ciudad a ciudad, a través de pueblos, campos y pasos de montaña, hasta que la última flecha dirige al peregrino hacia la plaza, enfrente de la vieja y magnífica catedral en el corazón de Santiago de Compostela, al norte de España.

Llevaba en el Camino ya varios días, y aún me quedaban semanas antes de llegar a mi destino. Un pequeño pueblo recostado sobre una colina surgió ante mi mirada. Parecía como si este cayera en cascada desde la vieja iglesia medieval en la parte superior, hasta la orilla de un río en la parte inferior. Todas las flechas en el pueblo parecían señalar cuesta arriba. Fue un forzado ascenso a través de calles angostas, escaleras y pasadizos. Ya sin aliento, acalorado y sudoroso, finalmente llegué hasta el frente de la vieja iglesia. Contra el muro, cerca del portón, divisé una tentadora fuente de agua. Estaba diseñada para que los peregrinos bebieran y se refrescaran en ella.

Luego de haberme refrescado en la fuente (y sabiendo que me esperaba un cambio de elevación en el siguiente tramo de mi viaje), tomé mi mochila y mi bastón, listo a dejar el pueblo al que apenas había llegado. En ese momento, una diminuta señora salió de la iglesia y me saludó. Toda ella respondía a las características de la típica señora española. Pequeña, bien vestida y muy educada, parecía estar en los sesenta y además alegrarse cuando descubrió que yo hablaba español. Inmediatamente me preguntó si estaría interesado en ver la iglesia y escuchar su historia. Accedí, ya que mi libro guía no mencionaba nada sobre la iglesia del pueblo y tampoco que contenía una historia interesante. En efecto, sólo hablaba de un ascenso terriblemente empinado a través del pueblo.

La señora empezó a hablar antes de que entráramos a la iglesia, un simple y humilde edificio, nada comparado con las famosas y celebradas edificaciones del Camino. Aunque, para decir la verdad, este tenía una pintoresca belleza medieval, pero la apasionada manera en que ella hablaba de su historia (desde la pequeña cruz de plata del siglo XVII hasta la colocación del suelo de linóleo en el baño, en los años 50), uno habría pensado que aquello era uno de los tesoros más importantes de la humanidad. En el trayecto, disfruté del ritmo de su voz y de las historias del sacerdote, a quien ella había conocido aún pequeña y que ahora era el Santo del pueblo.

Hizo una pausa por un momento para saber si tenía alguna pregunta; y si no, me invitaba a dar un paseo y disfrutar de la belleza y la paz del lugar. Sin esperar le pregunté si había estado en Santiago de Compostela. Reaccionó con sorpresa y una pizca de temor. Me contó que nunca había viajado más allá de 50 millas fuera de su pueblo y que la única vez que lo hizo, dentro de ese límite, fue cuando su esposo la llevó en un viaje de negocios, combinado con la celebración por su aniversario de bodas. Enfatizó que le gustaba estar en donde estaba y haciendo el importante trabajo que se requería en el pueblo.

Más tarde ese día, se continuaba reflexionando sobre la conversación con aquella señora, quien guardaba una inmensa pasión tanto por su vieja y desmoronada iglesia como por su pequeño y empinado pueblo. Se había pasado la vida entera sobre el Camino de Santiago sin siquiera haber dejado su hogar. Había hablado con un sinnúmero de peregrinos llegados de todo el mundo. Ella era una roca en medio de la corriente de peregrinos. Una roca cubierta de musgo y feliz de estar donde estaba, pero al mismo tiempo disfrutando del placer del flujo constante de peregrinos que iban pasando por su vida. Como alguien que ama permanecer en casa, pero a menudo siente la comezón del viaje y la aventura, encontré que su vida era muy interesante. A veces desempeñamos el papel de la roca en el río, mientras otros fluyen junto a nosotros y otras veces somos el río que salpica contra la roca. Los dos papeles son importantes. La roca es lavada y refrescada por el río, y el agua se agita y burbujea junto a la roca. Juntos producen una sinfonía alegre que separados nunca sonaría.

For Bio (crop)Tim Cannon lives in Salt Lake City, where he teaches at the University of Utah. He is passionate about learning and is excited to take a new group of student to Spain each summer for a study-abroad experience. He loves to travel and to explore the world. He collects rare and unusual copies of Don Quixote de La Mancha; the collection has about 100 copies in over 23 different languages. To read more about Tim’s travels and experiences visit his blog, www.timaeus3.blogspot.com

The Rock and the Stream

While on a pilgrimage on the Camino de Santiago, a traveler finds the beauty of standing still.

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By Tim Cannon

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The way to Santiago is clearly marked by yellow arrows that the pilgrim simply has to follow. The arrows lead from town to town, through villages, across the country side, through mountain passes until the last arrow directs the pilgrim into the plaza in front of the grand old cathedral in the heart of Santiago de Compostela, in northwestern Spain.

I had been on the Camino for several days and still had weeks left before arriving at my goal. A small village on a hill had just come into view. It looked as if it cascaded down from an old medieval church at the top down to the river’s edge at the bottom. All the arrows in the village seemed to be pointing up. It was a tremendous climb through narrow streets, stairs and alleyways. Out of breath, hot and sweaty, I finally arrived on the level ground in front of the old village church. Against the wall near the gate of the church I noticed an enticing fountain — it was designed for pilgrims to refresh themselves by drinking and washing.
Having refreshed myself at the fountain (and knowing there was little elevation change for the next stage of the journey), I grabbed my pack and my stick and prepared to leave the village, which I had so recently entered. At that moment, a tiny lady stepped out of the church and greeted me. She was the quintessential little old lady from Spain. She was short, well dressed and very polite. She looked to be in her 60s and seemed delighted when she discovered that I spoke Spanish. She asked me if I would be interested in seeing the church and hearing about its history. I agreed; my guide book had not mentioned anything about the church in this village nor that it had an interesting history. In fact, it had just said that there was a terribly steep climb through town.

She was speaking before we even entered the church. It was a simple, humble building, nothing compared to the famous and celebrated edifices found on the Camino. True, it had its quaint and medieval beauty, but the way she passionately told of its history (from the small 17th-century silver cross to the laying of the linoleum floor in the bathroom in the 1950s), one would have thought it was one of the most important treasures humanity had ever experienced. I enjoyed the rhythm of her voice and hearing the stories of the priest she knew as a little girl who was now a local saint.
She paused for a moment, asked if I had any question and invited me to look around and enjoy the beauty and peace of the place. I asked her if she had ever been to Santiago. She reacted with a little bit of shock and a hint of dread. She told me that she had never traveled farther than 50 miles from her village and that was only when her husband had taken her with him on a business trip combined with their wedding anniversary celebration. She said she liked staying where she was and doing the important work that needed to be done in her village.

Later that day, I was still reflecting on that little old lady who was so passionate about her crumbling old church and village. She had spent a lifetime on the Camino de Santiago without ever leaving her home. She had spoken with countless pilgrims from countries all over the world. She was a rock in the stream of pilgrims. A rock covered in moss and happy to stay where it was, but all the same enjoying the pleasure of the constant flow of pilgrims through her life. As someone who likes staying at home, but often gets the itch for adventure and travel, I found her lot in life to be very appealing. Sometime we play the role of the rock in the river as others flow by and sometimes we get to be part of the river that splashes against the rocks. Both roles are important. The rock gets washed and refreshed by the river, and the water gets agitated and filled in bubbles by the rock. Together they make a merry sound that separately they never would.

For Bio (crop)Tim Cannon lives in Salt Lake City, where he teaches at the University of Utah. He is passionate about learning and is excited to take a new group of student to Spain each summer for a study-abroad experience. He loves to travel and to explore the world. He collects rare and unusual copies of Don Quixote de La Mancha; the collection has about 100 copies in over 23 different languages. To read more about Tim’s travels and experiences visit his blog, www.timaeus3.blogspot.com

Prejuicios

Explorando nuevos espacios, costumbres y formas de interacción, el viajero encuentra la dificultad de transmitir una identidad que es mucho más compleja que lo que inicialmente pensamos sobre nosotros mismos y sobre los otros.

por Federico Andrade Rivas

“Federico Andrade Rivas”, respondo con orgullo cuando preguntan mi nombre en esta Sudáfrica en la que algunos hablan inglés y otros creemos que lo hacemos. Si no fuera por este viaje, nunca habría notado que mi nombre puede llegar a sonar tan foráneo para alguien. Una “erre” y dos “eres” pronunciadas con un fuerte acento “latino” logran despertar la curiosidad de varios acá. —¿FRederico? —dice ella— … —Exactli!, —respondo, como para no complicar las cosas—. —Ou, uat a biutiful neim. Wer ar yu from oriyinali?—. Mi mente se detiene un segundo, pero mi boca no, y digo “Colombia”, no tan rápido, sabiendo las reacciones que esta palabra despierta. La mayoría de las veces sólo es un asombrado y sincero “Ou, dats exaitin!”, pero en ocasiones termino en una conversación de las que no se deberían tener cuando más gente está esperando para presentarse y varias manos más quieren ser estrechadas. Hablamos de cocaína un rato, hasta que mis respuestas monosilábicas logran su objetivo de desvanecer el diálogo y puedo alejarme de esa conversación que no quise tener en primer lugar. Algunos van diciendo cosas a la ligera sobre Colombia, tal vez creyendo que eso va a despertar mi interés por conversar o generar algún nivel de empatía. O tal vez lo hacen para olvidar que su país también tiene conflictos y que le gusta ordenarlos y segregarlos por colores de piel (entre otras cosas).

Y es que acá, en la “Nación Arcoíris”, los colombianos somos esa gente lejana y exótica que despierta curiosidad y genera las mismas y poco variadas preguntas que he respondido mil y más veces en estas tierras. Para ellos somos el Pibe, la salsa, la pasión, el romanticismo, las drogas, Pablo Escobar y un lugar lleno de gente igualita a los brasileros. “Ou, so yu spik portuguis?”, “Did yu mit Pablou Escoubar?”. Trato de hablar del café, sin saber por qué, pero es inútil ya que no aparecemos en su “café-grafía” global, ni siquiera entre aquellos fanáticos de esta bebida. Intento significar algo más, o algo menos, que un “Latin lover” telenovelesco, pero ya es tarde. Mis “erres” y mi nacionalidad calaron en esta gente antes que mi corazón y mis palabras.

Sin ganas, sólo para esconderme un ratico, me dirijo al baño de esa casa donde acontece uno de los millones de braais (asados) que ocurren cada día en este país, uno de los cientos a los que he sido invitado. Si algo he aprendido tras dos años de vivir aquí es que sólo tres cosas parecieran unir a los sudafricanos de todas las clases y grupos étnicos: el respeto a Mandela, un balón de fútbol y usar cualquier disculpa para rostizar carne con un grupo de amigos. Tanta es la importancia del braai que el día festivo originalmente pensado para conmemorar las tradiciones y patrimonio cultural que construyen la identidad sudafricana (Heritage Day) es ahora conocido como el “Braai day”. En parte por estrategias de mercadeo de la industria de la carne y también porque tal vez es el único “patrimonio” común entre las once lenguas y culturas oficiales de este territorio. Suspiro, algo pensativo, preguntándome por qué llaman “fiesta” a una comilona en la que nadie está bailando. Me echo una manotada de agua en la cara mientras miro al espejo y veo un “yo” con rastas, cargando una mochila arhuaca [1] que ya lleva años labrando su propia zanja en mi hombro izquierdo. Me miro con el lente promedio colombiano y veo un mochilero-marigüanero-hippie-tira-piedra-mamerto que mientras jugaba al expedicionario en algún pueblo recóndito del Magdalena Medio levantó dudas en un niño que intentaba entender esa mata de pelo largo. “¿Macho o hembra?” preguntó, sin decir nada más, mientras sus ojos se clavaban en los míos a la sombra del letrero que da la bienvenida al pueblo: “Puerto Boyacá, Capital antisubversiva del país”. Sonrío mientras pongo en la balanza de mis pensamientos ese día sudafricano en que mis rastas me salvaron la billetera y tal vez una tripa. Alguien encapuchado se acercó, mirando al piso, con un cuchillo en la mano. Ya a mi lado levantó la mirada y notó el matorral saliendo de mi cabeza. Muy de cerca, a distancia de pre-beso, me miró a los ojos diciendo “Rispect, Jah”. Y se alejó levantando el puño mientras su boca soltaba el canto de la revolución “Amandla, bro”, a la vez que su olfato lo guiaba hacia una presa más “atracable”. Porque acá los que no son blancos, que son más pero tratados como menos, ven en las rastas un símbolo de lucha, devoción religiosa, revolución, respeto y esfuerzo. Y es que meterse con un Rasta puede marcar la diferencia entre acceder a la tierra prometida de Zion o vivir en negación a Jah (Dios) detrás de las murallas de materialismo y codicia de Babylon. Eso sí, a algunos les cuesta entender por qué uso un “bolso de mujer”. Sí, eso piensan de las mochilas colombianas. Supongo que varios compatriotas dejarían de usarla cuando cualquier aparecido se refiriera a su mochila como un bolso. Pero yo entiendo que lo que en Colombia significan una mochila, unas rastas o alguien como yo (sea lo que sea que eso quiera decir) se quedó allá. Agradezco la oportunidad de re-pensarme, y ojalá re-encontrarme, una vez más dentro de esta refundida constante de la que espero nunca salir.

Miro fijamente al espejo y luego de un rato logro verme dentro de esa densa neblina de prejuicios. Esto quiere decir que ha llegado el momento de salir. Es hora de enfrentar una noche que nació de una invitación en un espacio algo surreal, mientras escalaba una montaña en forma de tabla con un francés de dos metros y una sudafricana de uno y medio. Cosas y cosas trataban de decir de Colombia, como si mi nacionalidad fuera lo único que me definiera. Ya al final de la tarde, nació la pregunta que no podía faltar “Du yu du de salsa?”. Pienso en mi mente traductora que puede sonar pretencioso si digo que yo “la hago”, y que probablemente Rubén Blades se molestaría si, como simple aficionado, respondo de manera afirmativa. Pero entonces recuerdo que así habla esta gente rara, para quien los niveles del amor se dividen en menos opciones que las que un corazón latino necesita para desahogarse. Aquí “tu du de salsa” es simplemente bailarla, y aunque posiblemente nunca me acostumbraré a decir “yes”, lo digo tranquilo de no estar hiriendo susceptibilidades entre los salseros de corazón.

Me pido paciencia y recuerdo que lo que creía saber de Sudáfrica antes de aterrizar en ella está lejos de la realidad. Que viajar bien podría definirse como el acto de matar prejuicios. Salgo a la “fiesta”, sonrío, juego a ser el colombiano que ellos tienen en mente y paso rico, eso sí, necesitando un poco más de trago de lo normal para catalizar conversaciones que serían algo más naturales en casa. Hablo y hablo, maña que me cuesta quitarme, y mientras más lo hago menos importa de dónde vengo y más lo que estoy diciendo o dejando de decir. Por un momento hablamos como gente, y vamos pelando etiquetas que de lado y lado nos habíamos puesto. Por un instante se me olvida que estoy en otro lugar y simplemente me hago presente y hábito este espacio por el que escogí transitar. Porque, contrario a la realidad de la mayoría de los colombianos, yo escogí, libremente, irme de mi casa. Sin el ruido de las bombas y balas a mi espalda y con una sonrisa por tener la fortuna de poder empacar mi vida en dos maletas. Significo y doy significado, pero por el momento lo disfruto. Porque por eso me fui de casa y a eso vine al África. A poner mi vida y mi Colombia en perspectiva.

[1] En Colombia el término “mochila” se refiere a un objeto artesanal utilizado para transportar artículos. Se cuelga con una banda del hombro. Los arhuacos son los integrantes de un pueblo indígena colombiano

Federico Andrade Rivas

Federico Andradees un investigador nómada, enfocado principalmente en temas relacionados con salud, antropología médica y la relación del ser humano con el medio social y natural. No tiene miedo a explorar nuevos campos y espacios de investigación, y está en constante lucha de no dispersarse demasiado para ser viable en un mundo científico que fuerza cada vez más a la especialización. Aventurero aficionado y viajero apasionado. Cursó estudios en antropología, ingeniería ambiental y salud pública.

Una noche en el desierto

A Ray, in memoriam

“Los viajeros no exploran el mundo, viajar es sólo una excusa para explorarse por dentro”.

Por Soraya Hoyos

Estábamos en medio del desierto de Namibe en Angola. Acampamos en la tarde en el lugar más hermoso que he conocido hasta hoy. Bañados de atardecer, entre enormes dunas color mostaza y naranja, a tan sólo una centena de metros de la playa. Todo era mágico, los delfines que salieron a saludarnos a nuestra llegada, un barco pesquero oxidándose atascado en la arena, las alfombras de cangrejos gigantes que se abrían a nuestro paso, las focas contorneándose en las olas, y al caer la noche una media luna rodeada de nubes y de estrellas.

Alrededor de la fogata, nos chupamos cada uno una lata de leche condensada con una humeante taza de café. Hacía frío y un círculo enigmático de desconocidos hablaban en inglés, italiano y portugués, mientras descifraban el significado oculto de sus nombres. Había gente del Brasil, Colombia, la India, Italia, Angola, Portugal, Suráfrica. Sobrecogida entre los rayos dorados que caían sobre las dunas y el océano, comprendí por fin lo que había ido a buscar tan lejos. En la infinitud del desierto y del océano, no me sentí diminuta como un grano de arena; por el contrario, sentí que me expandía en la inmensidad del universo. Como es adentro es afuera… los viajeros no exploran el mundo, viajar es sólo una excusa para explorarse por dentro. Viajero es aquél que vive perdido y recorre el mundo creyendo que algo se le ha perdido. Nada se ha perdido, el universo entero está contenido adentro.

El guía preguntó quién quería dormir al aire libre. Yo, yo quería dormir afuera respirando esa brisa mezclada de sales y de arena. En realidad, yo no quería dormir en absoluto, no quería perderme ni un segundo de ese viaje, ni un sonido ni un movimiento en el desierto, quería verlo, tocarlo, olerlo todo, rodarme como una niña por las dunas y revolcarme en ese océano de arena, dejarme transportar por el viento que rugía con furia hasta los tímpanos.

Nadie más quiso dormir fuera de las carpas, así que el guía se ofreció para acompañarme. “¿Dónde quieres dormir?”, me preguntó. “En la cima de una duna”, respondí. Y allí puso las dos bolsas de dormir, a un par de metros de prudente distancia la una de la otra. Echados boca arriba sobre la arena y conversando sobre constelaciones zodiacales, el guía ya no era el guía sino Ray, un amigo que llegaba para cambiar el curso de mi pensamiento. Hablamos del amor, del desierto, de la vida y de la muerte. “Please don’t die. Not yet, not now”, le pedí en medio de un subidón emocional inesperado. “I have no plans of dying anytime soon, don’t worry, I have a lucky angel watching over me…” dijo. Quién iba a saber en ese entonces que, a pesar de sus planes, la muerte lo llamaría de manera repentina. Se hizo el silencio.

De repente, aún tirada de espaldas sobre la duna, un chacal se me acercó. Sentí su hocico a unos centímetros de mi cara, sus ojos casi en los míos. Quedé petrificada. Menos mal, porque lo que había que hacer para evitar un ataque era quedarse inmóvil. “Quédate quieta y tranquila, obsérvalos”, me dijo él, “sólo vienen a buscar comida, cuando no encuentren nada, se irán”. Estábamos rodeados de chacales. Los demás viajeros dormían. Uno de ellos se despertó de un sobresalto. Mi amigo se reía. Yo me sentía en un video de la National Geographic.

Sólo en la madrugada pude conciliar el sueño; los pasos de los chacales a lo lejos me lo impedían; entonces me senté y medité. Y lo que había estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. Decidí que era más poético y divertido vivir dejándose guiar por las estrellas. A partir de esa noche, nunca más dejaría de observar los astros: como es arriba es abajo. Sólo mirando hacia el cielo podemos comprender lo que sucede aquí abajo. Los egipcios consideraban a los chacales abridores de caminos por su habilidad para encontrar rutas en el desierto. Hace un par de meses, cuando murió Ray, el guía, el amigo, o ex-amigo, comprendí que ese chacal se apareció en mi vida para abrir el camino.

Bogotá, marzo 20 de 2013

Soraya Hoyos

Soraya Hoyos es una socióloga y fotógrafa colombiana. Durante las últimas dos décadas ha viajado por varios países de América Latina, África y Europa, y ha trabajado con diferentes organizaciones internacionales de derechos humanos y de cooperación para el desarrollo.

Poco equipaje

Por Lina Peralta Casas

Entremares Magazine

Hace casi tres meses tuve el privilegio de reducir mi vida, nuevamente, a tres maletas. Toda mi vida. Lo que significó, por supuesto, decir adiós a personas, lugares y objetos que de una forma u otra habían llegado a darme un sentido de hogar en un país ya de por sí foráneo. Lo que significa, también, que tengo poco equipaje y una gran movilidad.

Hace cinco años salí de Bogotá para vivir en el extranjero. Por primera vez tuve la difícil tarea de escoger lo indispensable, armar tres maletas y dejar atrás el único lugar que conocía como hogar, que reconocía como propio y donde, a pesar de muchas dificultades, me sentía feliz. Hace algunos meses me encontraba otra vez ante una situación comparable, en este caso saliendo de Salt Lake City, Estados Unidos, donde después de un largo proceso de adaptación había logrado establecer una vida casi completa: amigos, trabajo, rutinas y actividades que me proporcionaban bienestar. Con la diferencia de que en esta ocasión dejaba atrás una ciudad, un idioma y una cultura que nunca dejaron de ser en cierta forma ajenos. Con la similitud de tener que enfrentarme una vez más con mis apegos. Con la complicación añadida de que esta vez viajaba a otro continente (destino a Francia), a cambiar otra vez de idioma y a sumar a la distancia física, respecto a mi país, mi familia y amigos, una mayor diferencia horaria.

Parte de este proceso de migración consiste para mí en evaluar logros, valores y proyecciones, y de cuestionarme por qué todo esto representa un privilegio. En mi caso, dejar amigos, colegas, libros y trabajo no es el resultado de un desplazamiento forzado, ni tiene por motivo una situación de violencia o desigualdad. Y eso de por sí constituye una gran fortuna. Tengo el privilegio de migrar en buenas condiciones, así como la oportunidad de explorar un nuevo espacio del mundo y de aprender otra vez a mutar y a adaptarme. Pero este privilegio viene con su precio: me encuentro nuevamente fuera de lugar.

Niza por Lina Peralta

Mi nuevo destino es Niza. Situada en la riviera francesa, “Nice, la belle” es una ciudad de contradicciones. Es pequeña (según estándares bogotanos), pero también “muy grande” (según estándares europeos). Está a pocos kilómetros de Grasse, ciudad famosa por su producción de exquisitos perfumes y por tener campos cultivados con flores de deliciosas fragancias. Esto quiere decir que está situada en una región que, según me habían dicho, estaba llena de placenteros olores. Sin embargo, el olor de los campos, de las flores y del mar queda absolutamente sepultado bajo el aroma del orín humano y las deposiciones caninas, en una ciudad sin baños públicos y sin parques para perros. Además, Niza hace parte del territorio francés sólamente desde 1860, y esto genera una mezcla interesante de tratos e interacciones en su población italo-francesa. Por otro lado, aquí el sistema social permite que todos los ciudadanos tengan excelente acceso a salud y educación y que la calidad de vida sea bastante buena para todos, incluyendo un montón de vacaciones y horarios semanales de tan sólo 35 horas. Al mismo tiempo, los salarios no son muy altos y la igualdad de condiciones hace difícil para muchos tener acceso a comodidades adicionales.

Las contradicciones no están solo en la ciudad, sino que hacen parte también de mis opiniones encontradas sobre la vida aquí. En Francia, por ejemplo, es una costumbre saludar y despedirse. Siempre. Antes de ordenar un café o de pagar el bus se dan los buenos días o las buenas noches, algo que encuentro maravilloso viniendo de un país (Estados Unidos) donde los invitados llegan a las fiestas y se van algunas horas después sin decirse hola y adiós. En Niza, por ejemplo, la vida transcurre despacio y los avances en los trámites de instalación son lentos, algo que me molesta bastante después de haberme acostumbrado a que en Salt Lake City nunca me demoraba más de 10 minutos haciendo cualquier trámite.

En medio de estas reflexiones, después de algunas semanas de adaptación a mi nueva ciudad, leí en un libro de un periodista español una pregunta que es probablemente de las más pertinentes que podemos hacernos los desubicados. El problema, como siempre, está en responderla: “¿Qué hace falta para sentirse como en casa cuando uno se establece en el extranjero?” Para el autor la respuesta era lo suficientemente simple: una lavandería y un barbero.

Me pregunto entonces: ¿Qué significa para cualquiera, migrante o no, desubicado o no, sentirse “como en casa”? ¿Una rutina? ¿Una red de amigos o de familiares que vivan cerca? ¿Un trabajo? ¿Una ocupación? ¿Una pareja?

La respuesta es interminable y se transforma con frecuencia, pero para mí tiene que ver con la adaptación a los hábitos, ritmos y costumbres de cada lugar, con la familiaridad con su gente y sus formas de interacción. Así que ahora, a pesar de estar bajo un cielo distinto, ajeno e irreconocible, puedo empezar a entender el silencio en otro idioma, a saludar con dos besos y a esperar a todo el grupo para empezar a comer. En fin, a identificar nuestros puntos de encuentro y de desencuentro. También me ayuda saber que mantengo la ventaja de tener poco equipaje y con ella el privilegio de una gran movilidad.