La lección

Un cuento del escritor ecuatoriano Juan Pablo Castro Rodas

Por Juan Pablo Castro Rodas

Desde que nació, Luis –Lucho, como le decía su mamá una vez llegado a este mundo– mostró un temperamento impetuoso, incontrolable. Era como si su espíritu no fuese humano sino animal. Su padre, al mirar su rostro, creyó que era obra del demonio. Es tu culpa, le dijo a su esposa. Los ojos del bebé eran delgados y amarillos como los de un gato, la nariz puntiaguda, de ratón, la boca: apenas una línea roja de carne, y los caninos (cosa completamente inusual en los recién nacidos que, igual que los viejos, tienen por boca una cavidad parecida a un molusco, sin rastro óseo), los caninos eran como dos reproducciones en miniatura de aquellos famosos dientes que consagraran la imagen del Conde Drácula.

Su cuerpo, todavía envuelto en la ternura aromática de recién nacido, no obstante, ya mostraba las señales de lo que sería meses después: piernas y brazos largos de lémur, tórax prolongado como una quilla, y, aquello que más llamó la atención del aterrorizado padre, la cabellera lacia, plateada, alienígena. “Pérfida”, gritó a su mujer, y en la noche, con las ondas violáceas de la borrachera marcándole el rostro, se contuvo para no partirle la cara. Debería ir al hospital, pensaba, y meterle una paliza, tal vez marcarle la frente con una cruz al rojo vivo. Lloró. Era una noche de luna llena y, por unos segundos, con la piel crispada y un desconsuelo que le prensaba el alma, creyó que debía aullar. Pero no lo hizo. Tomó la vieja maleta de madera de sus tiempos de conscripción militar, la llenó con unas cuantas prendas, y, mientras en su cabeza se repetía la imagen de su hijo junto al seno generoso, mestizo de su mujer, pensó que quizá debería regresar al hospital.

Bebió un sorbo más del aguardiente que llevaba en el bolsillo de su pantalón, y, de entre el cajón de la ropa interior de su mujer, extrajo la alcancía con forma de chanchito. Era el tesoro mayor de Rosa. Cada día, a pesar de los pocos ingresos que obtenía lavando ropa, se daba modos para depositar una moneda, o un billete, en el mejor de los casos. Ahorrar era su obsesión. Depositar metódicamente dinero le imprimía una dosis de esperanza. Era una forma de reafirmar la idea de que el futuro, en efecto, podía ser mejor.

El día que comprobó su embarazo, luego de salir del hospital del Seguro Social, se dirigió hasta el mercado mayorista y escogió un chanchito de reluciente barro barnizado. Al llegar a casa lo colocó junto a la imagen de la Virgen María sobre un estante al lado del televisor y de varios afiches de divas de la tecnocumbia. Cuando su marido llegó le contó la noticia. Los dos celebraron el acontecimiento con un suculento pollo a la brasa que comieron en una fonda cercana a La Marín. Al llegar a casa –la única construcción apenas visible entre el follaje que crecía salvajemente sobre el apestoso río Machángara– miraron la telenovela de la noche y se durmieron enredados como dos serpientes.

Los meses de embarazo transcurrieron con relativa normalidad: Rosa lavando ropa de las familias de los militares del frente Eplicachima, y Washo dedicado de lleno a la construcción de uno de los tantos edificios que se alzaban en la zona de la Coruña. Aunque todavía no era maestro mayor, sus dotes como albañil le avizoraban un futuro prometedor. El único acontecimiento que rompía esa monótona pero feliz espera del primer vástago era el deseo frecuente, irreprimible de Rosa por comer carne cruda, sobre todo alas de pollo. Cada día, luego de la jornada laboral, Washo pasaba por el mercado y compraba una docena de alas. Rosa las devoraba sin remordimiento, masticando frenéticamente la fría piel, los músculos y cartílagos. Al final, apenas satisfecha, se limpiaba la boca con el dorso de la mano y se adormecía sobre la mesa del comedor.

Desde el río ascendía una onda caliginosa de nauseabundos olores: una pócima ácida de la que surgían glóbulos dulzones y oleadas de toda la mierda que producían los habitantes de Quito. Sin embargo, Rosa y Washo habían logrado bloquear el sistema olfativo lo suficiente como para disimular la contaminación, de tal suerte que la vida fuese llevadera. Además, la casa –una suma de tablas y pedazos de zinc, plásticos y unos cuantos ladrillos, a los que Washo, gracias a su habilidad, había podido dotar de cierta armonía y seguridad– estaba levantada en un terreno que nadie quería y al que había accedido con la facilidad que permiten las invasiones. La casa estaba en un hueco del espacio. Nadie parecía conocerlo. Nadie quería mirar hacia el techo que relucía entre las matas de polvorosa vegetación.

Al principio, los olores del río, ascendiendo en espirales de calor, eran insoportables. Marido y mujer sufrían de mareos y náuseas. Sin embargo, poco a poco, empezaron a soportarlos. Rosa prendía incienso y sahumerio y al menos dentro de la casucha la fetidez parecía disiparse.

Washo solía reunirse los domingos con algunos colegas para beber cerveza y jugar vóley. Esas tardes, con el sol crepitando en el cielo, Rosa se sentaba en una silla mecedora que su marido había rescatado de la basura, para mirar el cielo con los ojos adormilados. Se acariciaba la barriga, y pensaba en su hijo. Respiraba acompasadamente, mientras escuchaba el rumor del río: un soporífero y constante murmullo quebradizo. Solamente cuando la tarde se crispaba en letanías brumosas, anuncios seguros de aguacero, regresaba a la cama, y prendía la televisión. De un día para otro, cerca del octavo mes de gestación, Rosa se dio cuenta de que le era imposible continuar lavando pues la barriga, inmensa como un óvalo puntiagudo, le producía un intenso dolor en la cintura. Decidió que se quedaría en casa, esperando la llegada del primogénito: Luis debía llamarse, como el abuelo cariñoso al que recordaba con enorme amor.

Todo parecía resultar como lo habían planeado: tenían un techo seguro, ingresos frecuentes y, sobre todo, después de tanto tiempo de espera, la llegada del hijo. De hecho, el embarazo de Rosa, terminó por sofocar las bromas de los amigos de Washo que, cada vez y con mayor frecuencia, ponían en duda el vigor de su masculinidad. A la pareja, además, la presencia del feto creciendo en el útero de la mujer, le otorgó una cuota adicional de alegría. Y hasta pensaban en la mujercita, dos años más tarde. No obstante, el día del alumbramiento, luego de que Washo descubriera el pequeño monstruo que emergió del vientre de su mujer, las cosas cambiaron radicalmente: el padre, con los pocos ahorros de la alcancía y la seguridad de que su mujer era un ser infiel, demoníaco, desapareció para siempre, y la madre, a pesar de hallarse en la plenitud de su juventud, empezó a envejecer a ritmo acelerado. Era como si el hijo, con cada chupón de sus senos, la secara por dentro. Debió doblar el consumo de alimentos ricos en proteínas para satisfacer las exigencias cada vez mayores de su hijo.

Al descubrir que su marido había huido, Rosa se sumergió en un pozo oscuro y silencioso. Llamó por teléfono a su hermano que vivía en Italia, y, después de contarle los acontecimientos –omitiendo las características físicas del Lucho, y acentuando la partida de Washo–, le rogó que le diera una mano. El hermano, conmovido con la historia de su hermana menor, le envió unos cuantos euros, pocos, pero lo suficiente como para que ella pudiera mantenerse en los primeros meses. Luego, con el niño envuelto en una manta y colgado sobre su espalda, retomó las jornadas agotadoras de lavado de ropa. Una de las esposas de los militares le dijo que necesitaba una empleada doméstica y ella, sin pensarlo dos veces, aceptó la oferta. Con ese sueldo, y las docenas de camisas y pantalones que lavaba en uno de los lavadores municipales, poco a poco, empezó a creer que el futuro podía ser mejor. Compró otra alcancía y, luego de agradecer a la Virgen por todas sus bendiciones, puso unas cuantas monedas. Qué dichosa se sintió al escuchar el golpe menudo de las monedas cayendo al fondo del chanchito.

A pesar de la figura animal de su hijo, Rosa descubría cada día los dotes excepcionales de su Lucho. Aprendió a caminar antes de los seis meses, y a pesar de que sus piernas todavía estaban frágiles, el pequeño se daba modos para desplazarse de un lado para otro. Enroscaba sus uñas a las patas de las sillas y, soportado en sus gigantes pies, daba un pasito y luego otro.

En un ser como Lucho la vida parecía sucumbir a la paradoja del espacio-tiempo. Aunque la vida continuaba con su tránsito monótono entre la sombra y la luz, el mundo del niño, encarnado en su propio cuerpo, se movía a otro ritmo. Un día –todavía en los primeros meses de vida– podía parecer un bebé tierno, descubriendo el mundo con sus ojitos abiertos, fulgurantes; y otro día –como si dentro de ese mismo cuerpo otro ser luchara por salir– Luis parecía más grande, dos, tres años mayor. Así, cada día suponía para la madre un nuevo acontecimiento incomprensible. Mientras su hijo dormía parecía que las células se reproducían a la velocidad de la luz. Y otro día, esas mismas células se contraían, retrotrayendo el cuerpo del hijo. El cuerpo de Luis: masa de plastilina, se alargaba y acortaba: fuelle de acordeón. Era imposible precisar la edad del niño. Desde los seis meses, cuando empezó a caminar, la mutación no se detuvo. Rosa optó, por ello mismo, en prescindir del vestido para su hijo –pantalones, camisetas o medias, valían un día sí, otro no– y cubrió a su hijo con un poncho que, unos días, le cubrían apenas el pecho y otros, le llegaba hasta los tobillos.

Sin embargo, quizás hacia el sexto año, el ritmo frenético paró.

Luis dejó de extenderse y enrollarse: la materia gomosa que parecía formar su cuerpo dejó su consistencia plástica para convertirse en carne humana: las células, por fin, parecieron encontrar respiro. Y el niño, igual que una mariposa que emigra de su capullo, salió a la luz.

Tenía una habilidad sobrenatural con las manos: sentado afuera de la casa, luego de que la lluvia hubiese terminado de caer, dejando la tierra húmeda, lodosa, tomaba un poco de tierra y empezaba a formar figuras. No eran las torpes masas amorfas que hacían los niños de su edad, sino delicadas representaciones de humanos, árboles y animales. En especial, le encantaba diseñar gatos, gallinas y monos. Miraba en la televisión algún programa donde aparecían estos animales y luego los reproducía con el barro. En su memoria prodigiosa se impregnaban los registros concretos de las formas y colores. Hablaba con soltura adulta, cualidad que empezó a mostrar desde los primeros meses cuando las palabras –igual que el cuerpo gelatinoso– se desplazaban en un ir y venir como un filamento de queso mozzarella. De bebé –tal vez antes del primer año de vida– emitía oraciones completas, lógicas y sugestivas, a veces monólogos delirantes, y al día siguiente, al ritmo de su cuerpo que se contraría, apenas podía pronunciar monosílabos o gemidos torpes. Pero a los seis años o más, cuando cesó el crepitar acelerado de su cuerpo, también las palabras encontraron su medida.

La madre, a pesar de su poca educación, estaba segura de que su hijo era especial, pero no se atrevió a comentar con nadie sobre sus capacidades singulares. Nadie le creería. Por el contrario, luego de que el pequeño empezara a caminar, a crecer y reducirse el mismo tiempo, decidió que el único sitio seguro para él era la casucha donde vivían. Dejó de llevarlo a la casa de los señores López, donde estaba empleada, y lo encerró. Todas las mañanas, luego de que su hijo comiera abundantes porciones de alas de pollo –herencia directa de su madre– y bebiera dos buenas tazas de humeante café, cerraba la casa y ponía candado a la puerta. El sol brillaba sobre la superficie del candado. El ruido de los autos –una ola trémula de motores y cláxones, de sirenas de ambulancia y escapes dañados– inundaba el ambiente desde la avenida que se hallaba a trescientos metros de la casa rodeada por un espeso follaje.

Rosa al regresar a casa encontraba a su hijo inquieto, con los ojillos desorbitados y un hambre feroz. Le calentaba los restos de comida que había tomado de la casa de los López y le preguntaba qué había hecho. Lucho devoraba arroz, carne, plátanos fritos, apenas respirando después de cada bocado, y, al mismo tiempo, le contaba a su madre que había moldeado su figura: una réplica asombrosa de su madre, en miniatura, que a Rosa, contrariamente a lo esperado, le produjo desconcierto y miedo.

Día tras día, el encierro le resultaba asfixiante. Una tarde, cerca de las seis, cuando en el cielo se tejía una constelación de apremiantes nubes cenizas, Rosa descubrió que su hijo había escapado de la casa. En una de las paredes se divisaba un hueco lo suficientemente grande como para que el cuerpo de Lucho –brazos y piernas largas, cabeza redonda y pecho desprendido en una amelcochada giba– pudiera salir. No tardó mucho en descubrir dónde se hallaba la criatura pues una serie de estruendos, como los de un pájaro silbador, le dieron la señal. Lucho estaba encaramado en uno de los árboles que crecían a mitad de camino entre la casa y el río. El niño, al mirar el desconcierto de su madre, rió y empezó a descender colgándose de las ramas, como un mono.

Rosa lo reprendió, le dijo que no podía romper las paredes de la casa, y escapar como un loco, debía hacer caso a lo que ella dispusiera. Lucho le dijo que no podía aguantar ahí adentro, tantas horas, pero que le prometía que si ella le dejaba quedarse fuera de casa, él, como un niño bueno, obedecería todas las disposiciones que ella, como su santa madre, le recomendara. Rosa cedió. Era imposible otra respuesta. Lucho se acercó donde su madre y parándose sobre sus piernas le abrazó cándidamente. La noche cayó. En el cielo era posible contemplar un cúmulo insondable de estrellas y constelaciones. Cómo habría querido Rosa conocer historias sobre navegantes galácticos para contárselas a su hijo, pero apenas podía reconocer la Cruz del Sur. Le contó que, hacía tiempo, en su juventud, un enamorado le había mostrado en el cielo estrellado aquella forma singular que recordaba la cruz donde murió nuestro querido señor Jesucristo.

No obstante, las promesas de Lucho resultaron solamente eso.

Cada tarde, al regresar de su trabajo, Rosa encontraba nuevos destrozos. El niño abría huecos en las paredes, arrancaba las láminas del zinc, quemaba las ollas. Lo peor de todo –que es mucho decir, pues la casa parecía haber soportado los embates feroces de un tornado– era que el Lucho se había aficionado por coleccionar todo tipo de cadáveres de animales: ratas, pájaros y perros. Para ello fabricaba trampas con sogas, cajas de madera y palos de escoba y afilaba también un platinado cuchillo de cocina. Incluso había tomado algunos de los cables de luz que su madre usaba para colgar la ropa con el fin de fabricar sus trampas.

Afuera de la casa, junto a la puerta de entrada, el niño, luego de rondar por las trampas dispuestas en los perímetros colindantes coleccionando los animales cazados, se sentaba en cuclillas y con el cuchillo terminaba de matar a las víctimas, luego las trasquilaba hasta dejarlos como bebés recién nacidos, y los colgaba en filudos palos clavados en la tierra. Para Rosa era un espectáculo terrorífico, pero, a pesar de los intentos de negociar con su hijo, nada podía hacer. También continuaba esculpiendo hermosas figuras de barro: ángeles y vírgenes, cisnes y tucanes, sirenas y unicornios. La madre no terminaba de asombrarse cada vez que su hijo la tomaba de la mano y la llevaba detrás de la casa donde, como si fuese el jardín de las delicias, estaban sus esculturas. “¿Dónde viste esto, hijito?”, preguntaba la madre, al descubrir frente a sus ojos a un gigante unicornio. “No sé, mamá”, le respondía Lucho, “me aparecen en la mente”.

No obstante la admiración que le producía, ella ya no podía controlar a su hijo. En varias ocasiones, al encontrarlo sentado en el suelo, con la luz de la tarde cayendo sobre su cabeza como un chorro de aceite, rodeado de los cadáveres de los animales cazados, perdió los estribos y luego de gritarle que dejara de hacer eso, se sorprendía a sí misma pegando a su hijo, primero nalgadas, y luego cachetadas o golpes de puño. Rosa –que provenía de una familia en la que la madre había hecho de la violencia contra su hija un acto normal, obligatorio– se había prometido a sí misma, a los quince años, mientras su madre le pegaba en la cabeza con la escoba, que cuando fuese madre jamás haría lo mismo con sus hijos, ahora, al tiempo que descargaba su furia contra su hijo, creía que Dios la castigaría por su comportamiento.

Incluso llegó a creer que su hijo, así, monstruoso, desafiante y salvaje, era un castigo divino por una vida llena de licencias y pecados. ¿Pero cuáles, mi Dios padre –le preguntaba–, si ella había sido tan devota y cristiana, durante toda la vida? En su mente, cruzada por la neblina y el desconcierto, apenas podían vislumbrarse imágenes imprecisas del pasado. Quizás aquella vez que perdió la virginidad detrás de unos matorrales en su pueblo. O, pocos años antes, cuando la sangre de la primera menstruación le pareció un acto impuro que enterró junto con el estropeado calzón junto a un árbol. Tal vez el hecho de gozar su cuerpo al sentir las caricias de aquel enamorado con el que, luego de hacer el amor sobre el pasto verde de la quebrada de Lloa, creía que el mundo era hermoso, apostada sobre su pecho, mientras él le hablaba de la Cruz del Sur.

Tal vez el odio a ese mismo Dios que no evitó que la puñalada de un asaltante nocturno se llevara a su hombre. Rosa se preguntaba si ahí estaría la raíz de la ira divina, si esa sería la causa, pensaba, de todos sus castigos y acto seguido, mientras observaba a su hijo, sumiso, agarrado a los pies, a los cuales besaba con devoción silenciosa, le tomaba en brazos y lo besaba en las mejillas, una y otra vez, como si así pudiera desprenderse del horror que le causaban sus propios actos.

Luego de estos encuentros, el niño parecía sumirse en un estado meditativo, lejano, apenas susurrando para sí, al tiempo que se acostaba sobre el piso para mirar las formas apelmazadas de las nubes. Así pasaba el día entero hasta que las primeras gotas empezaban a caer. Entonces, rápidamente, se metía en casa. Odiaba el agua. La madre y su hijo, juntaban planchas de zinc o pedazos de plástico para cubrir los agujeros que el propio Lucho había hecho.

La calma parecía regresar.

Sin embargo, de un día para otro, la ley de la ferocidad operaba nuevamente en el cuerpo de Luis. Se levantaba de la cama y luego de que su madre partiera para sus jornadas habituales, empezaba con sus andanzas. Para Rosa era ya un caso perdido. Empezó a contarle a su patrona sobre el comportamiento extraño de su hijo así como sobre sus habilidades para la escultura y la caza de animales silvestres. La señora de López, luego de salir del estupor –una mezcla de incredulidad y asombro– aconsejó a su empleada doméstica que ingresara a su hijo a un instituto mental, quizás ahí, le dijo, podrían encontrar la cura para los males. Rosa le dijo que su hijo no estaba loco. -”Entonces”, respondió la señora de López, -”deberías darle una lección. Dile a un hombre que conozcas que le dé una buena paliza al guambra malcriado para que tome juicio”.

Rosa, mientras la señora le recomendaba, pensó en su compadre Edison. Aunque no lo había visto en mucho tiempo, a raíz de la desaparición de su marido, seguramente podría contar con su apoyo. Durante el trayecto de regreso, sentada en una de las últimas bancas del bus, mientras la ciudad parecía una mancha de formas, apenas visible detrás de la ventana, Rosa creyó que, quizás, no fuese necesario adoptar medidas tan extremas. Su hijo no era tonto, y tarde o temprano debía entrar en razón. Era cuestión de mantener la calma, armarse de paciencia y esperar a que en el Lucho se abriera el entendimiento. Sin embargo, al llegar a la casa se dio cuenta de que, en efecto, era imposible dominar la naturaleza animal de su hijo. Sobre la puerta de la casa, el niño había clavado al menos dos docenas de diminutos cráneos pulidos y lisos –sobre los cuales el sol de la tarde refulgía con sus últimos rayos de luz– de bebés ratas. Rosa no reaccionó como hubiese sido de esperar. Apenas le dijo que tenía unas cuantas alas de pollo que había tomado de la refrigeradora de su patrona y que pronto podría comer.

A la mañana siguiente fue a visitar a su compadre Edison en el edificio que levantaba, junto con treinta albañiles más, frente al parque La Carolina, y le contó todo, sin guardarse ningún detalle. Los dos, apostados debajo de uno de los árboles del parque, se protegían del caliginoso resplandor del mediodía, mientras comían platos de guatita y bebían sorbos de Coca Cola. El compadre le dijo que contara con su ayuda. El fin de semana iría a la casa y le daría una buena zurrada al impetuoso niño de los demonios. Y así lo hizo.

El sábado llegó cerca del mediodía. Traía atravesada una borrachera a cal y canto. Apenas podía ponerse en pie y, mientras lanzaba improperios contra el mundo, trataba de encender un cigarrillo. Rosa salió de la casa donde a esa hora preparaba una espesa sopa de fideos con pollo. Lucho estaba detrás de la casa diseñando un conjunto de figuras en serie: se trataba de una decena de maltrechos soldaditos estadounidenses de la guerra de Vietnam que el niño había visto en una película el día anterior. Al mirar el estado calamitoso del compadre, Rosa se arrepintió de haberle pedido lo pedido. A la vista era una mala idea y, al tiempo que arrastraba al compadre adentro de la casa, trató de disuadirlo, pero era una misión imposible: Edison, afiebrado por el alcohol que bullía en la sangre, insistía en que si su comadre necesitara de un hombre que pusiera las reglas de la casa, él estaba ahí para eso y para lo que necesitara. Al subrayar las últimas palabras, Rosa sintió una punzada en el estómago. ¿De verdad, era real lo que escuchaba? ¿Podría su compadre, el delgado y sibilino Edison, anidar en su corazón otros sentimientos hacia ella? Y de ser así, ¿eso podría suponer que Dios le diera una nueva oportunidad para ser feliz?

Durante los siguientes minutos, mientras Edison caía desplomado sobre la cama, con la piel cetrina y los ojos hundidos en profundas ojeras, Rosa pensó que, quizás, todo podía arreglarse, aunque, inmediatamente, otra punzada le apuñaló el corazón: tal vez, el borracho Edison, quisiera que ella estuviese, por obra y magia del destino, otra vez soltera y huérfana de hijos. Tal vez, seguía pensando, como si su cerebro fuese una máquina fabril, el compadre suponía que ella quería deshacerse de su hijo para allanar su camino. Eso jamás pasaría, dijo al borracho que empezaba a roncar emitiendo sostenidos hipos apestosos, y fue a encontrar a su hijo. Era un acto instintivo, debía abrazarlo y reafirmar que, pasara lo que pasara, nunca se separarían. Detrás de la casa, amparado por las sombras que formaban las prendas colgadas en los cables de luz, Lucho continuaba con su metódica labor. Alzó la mirada y vio a su madre: le parecía hermosa, casi la réplica perfecta de la Virgen María que los protegía desde la imagen clavada cerca del televisor: pensó que debería moldear la figura de su madre y él en su piernas, apenas despierto. Durante otros segundos la contempló iluminada por los rayos del sol que a esa hora caían desde el cielo, perpendiculares, en un chorro prolongado de luz blanca.

La madre se acercó y, sin rozar siquiera las piezas que su hijo había formado con tanta meticulosidad, le abrazó, le besó en la frente, los ojos y las manos. “Mi amado hijo”, le dijo, y regresó a la casa. El compadre la esperaba bajo el umbral de la puerta, con los ojos vidriosos y trastornados. En la mano derecha blandía el filoso cuchillo que Rosa usaba en la cocina. Rosa se abalanzó hacia él. “¡Está loco!, compadre”, le dijo, “deje eso”. “¡No!,” gritó el hombre, ahora vamos a hacer justicia divina: “hay que matar al engendro de Satanás”. “Deje, deje”, imploró Rosa, tratando de evitar que Edison pudiera dirigirse a la parte trasera de la casa. Pero los intentos fueron vanos: ella no podía competir con la fuerza del compadre quien, con un manotazo preciso en el rostro, la dejó tendida sobre la tierra.

Una nube pasajera desdibujó la masa caliente del sol. Se hizo la sombra. Edison caminó todavía zigzagueante hacia el pequeño Lucho. Éste, al mirarlo, se levantó preparado para lo que venía. En su fuero interior sabía que debía defenderse del gigante que, con los ojos ensangrentados de furia, se acercaba. La pelea fue breve, apenas lo suficiente como para que el niño, con un salto impredecible, estuviera sobre el cuerpo del borracho. En la caída, Edison se desprendió del cuchillo y, durante unos eternos segundos, miró la figura demoniaca de Lucho, con los dientes de Drácula y la risa colmándole el rostro. Y luego, al tiempo que sentía cómo el filudo metal ingresaba en su corazón, pudo sentir los estertores de su vida, una vida que se le escapaba entre regurgitaciones de burbujeantes sendas de sangre, y el olor ácido, ligeramente dulzón de la misma sangre. Luego, el silencio. Lo último que miró fueron unas sombras que descendían del cielo como caballos salvajes, y el olor espeso del contaminado río Machángara.

Cuando Rosa despertó corrió hacia la parte trasera de la casa. El corazón le latía con fuerza. Una línea de sangre le surcaba la frente, le dolía la cabeza. Entonces descubrió la escena: el cuerpo sin vida del compadre, con el cuchillo todavía clavado en el corazón, sobre un rojísimo charco de sangre, junto a las ropas en el piso, las mismas que ella había lavado por la mañana y que luego colgara sobre los alambres de luz. Extrajo el cuchillo del cuerpo inerte con un gesto de horror, y empezó a buscar a su hijo por todas partes, gritando su nombre una y otra vez.

Todo estaba en silencio. Era como si el tiempo se hubiera detenido, en una perpetua cámara lenta, tan poderosa que desvanecía los ruidos, los olores, el espacio. Caminó hacia la quebrada que llevaba al río. Ahí, envueltos al árbol descubrió los cables de luz. Gritó, aulló, y se abalanzó hacia su hijo al mirar cómo esos cables, sujetos a la raíz del árbol, envolvían su cuello. Con el cuchillo friccionó sobre la capa de PVC hasta que, por fin, los cables se rompieron. Inmediatamente escuchó como el cuerpo de su hijo se deslizaba por la quebrada. Se imaginó lo peor: el cuerpo de Lucho cayendo sin resistencia hasta el mismo río. Pero, por suerte, mientras el niño se deslizaba entre los matorrales, había podido sostenerse con sus manos. Benditas garras de mono, pensó la madre, y empezó a subir a Lucho. En el cuello le surcaban dos líneas violáceas; de la piel lacerada brotaba un fina capa de sangre; los ojos, todavía desorbitados y la lengua colgando de los labios. Pero estaba vivo. Era un milagro. Durante el resto de la tarde curó las heridas de Lucho y, sentada sobre la silla mecedora, contempló cómo la tarde se perdía detrás de un azulino manto amarillento, renacentista.

Lucho, todavía con los colmillos de la muerte mordiéndole las heridas, pensó que la siguiente escultura que elaboraría sería la de su piadosa madre, vestida como la Virgen María, con su hijo sobre sus piernas, desfalleciente y feliz. “Sí, eso haría”, pensó.

ESCRITOR ECUATORIANO JUAN PABLO CASTRO POR SU NOVELA LOS AÑOS PERDIDOSJuan Pablo Castro Rodas (Cuenca, Ecuador 1971) es escritor y profesor universitario. Sus artículos sobre cine y literatura han aparecido en las revistas Diners, El Búho, La Casa, Caracola, Kipus, SoHo, Casa de las Américas, Revolución y cultura, y en algunos periódicos. Algunos de sus cuentos han sido publicados en las revistas Casa de las Américas, Barcelona Review y Omnibus. Es autor del poemario El camino del gris, las novelas Ortiz, La estética de la gordura, La noche japonesa, Las niñas del alba, Carnívoro, Los años perdidos, el libro de cuentos Miss Frankenstein, el libro de teatro Los invitados y del ensayo Las mujeres malas. Forma parte también del libro de ensayos Quadrilátero, y de la antología “Latitud cero: doce narradores ecuatorianos”.