Crónica de la piel

Una selección de poemas del venezolano Adalber Salas Hernández

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Los poemas pertenecen al libro Salvoconducto.[/alert]

Poemas

  1. Crónica de la piel
  2. Del testigo
  3. Barcelona, 2011
  4. Pasaje de ida

Crónica de la piel

Esta mañana
Caracas amaneció repleta
de muñecos de cera.
Estaban parados en las esquinas
sentados en los techos
echados en los parques
plantados en las puertas de los edificios
en las escaleras de los barrios.
Miles.
La gente miraba sus ojos nublados
la superficie brillante de sus cuerpos
esa inmovilidad como traída
de algún sueño
demasiado viejo para ser recordado.
Miraban y hablaban
la gente a ellos
a los muñecos de cera
les hablaban con voracidad
los atiborraban de palabras
que se pudrían con el sol.
A todos les gustaba
esa manera de callar
que delataba lo espesos que
eran los pensamientos en sus
cabezas
les confesaban sus miserias
las que mordían sus nucas al dormir
les declaraban un amor
sin hervores
sin esa fiebre
que empaña los espejos
y hasta peleaban con ellos
(varios muñecos fueron abatidos
algunos
por la espalda).
Hacia el final de la tarde
ya se habían derretido
casi por completo:
uno podía ver burbujas
sobre esa piel opaca y triste
como si fueran el síntoma
de una enfermedad voraz
y definitiva como todo lo palpable.
Nunca fueron tan amados
como cuando sus rostros
se habían diluido
en una masa
impronunciable.

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Del testigo

No sé cuáles eran sus nombres
al principio.
Se han vuelto borrosos
pasando de una boca a otra
como mercancía de contrabando.
Tampoco conozco sus edades
ni los rasgos que cosían
sus rostros.
Solamente sé
lo que todo el mundo ya sabe
que ellos no tenían
nada que ver que
miraron por error
lo que estaba ocurriendo
allí junto a ellos
y siempre siempre
hay que pagar las miradas que lanzamos.
Solamente recibimos esta ley.
A ellos los ataron
para que no se movieran.
Así pudieron escuchar bien
el ruido de sus propios huesos
al romperse
cuando los patearon.
Escuchar bien sí escuchar bien
hasta que nada más quedara la sordera
el cuerpo haciéndose denso
compacto
olvido.
Los dejaron ahí
y no sé
si sobrevivieron o no.
Sus nombres
irreconocibles
siguen testimoniando.
(Solamente testimonia
lo que se ha vuelto tan ilegible
para sí mismo
que empieza a pertenecer
a la boca de todos
al mundo hambriento y brutal
de los hechos).
Tomo esos nombres
y los pongo ahora bajo mi lengua
como una moneda vieja
y gastada
como un pequeño sol oxidado.

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Barcelona, 2011

Fue en una de esas calles
tan largas y tan estrechas
que parecen un destino.
En la acera derecha
había un sillón rojo
y en el sillón rojo
había un hombre
delgado.
Su pecho subía y bajaba
levemente
dentro de una franela desteñida
llevaba jeans
gorra
y unos zapatos mal dibujados.
Todo él estaba hundido
en esa inocencia que sólo tienen
los minerales.
Junto a su brazo había
una inyectadora
fruto sangriento que permanecía
inmóvil
con una mansedumbre que aún
no me sé explicar.
Estaba solo
completamente
a la deriva en esa calle
demasiado extensa como para ser
otra cosa que la eternidad.
Algunos pájaros
volaban sobre su cabeza
dibujaban grietas
en la triste simetría de sus rasgos.
Eran de esos pájaros que
no entran en la niebla
porque temen ser borrados.
Todavía puedo verlos
o imaginarlos
sobre ese cuerpo
ese reloj roto
del que se habían ido
todas las horas.
Todavía puedo ver
cómo el tiempo se pudría
sobre esos párpados cerrados.

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Pasaje de ida

El tiempo es el hambre
pienso
la brutal música del hambre.
Miramos la
pantalla de salidas
y el próximo vuelo
y el próximo
y el próximo
todos despegando
con la precisión del olvido.
El tiempo es el
hambre
que vacía
las cosas desde adentro
eso que les regala
justo ahora
el paraíso duro de la espera
y la huida.
(¿De quién es este ahora?
¿a quién se lo robamos?)
los relojes no saben nada de esto
no pueden oír su arritmia
los ensordece.
Observamos las filas de gente
maletas bolsos tickets
recuerdos regados como aserrín por el suelo
para que no hagan ruido los pasos.
(¿Contra qué se escriben los pasajes de avión?)
El corazón es un órgano para la fuga
un órgano roído por minutos
por ratas
tercas implacables.
Escuchamos la cadencia
estúpida de los motores
el sonido del tiempo que nos
abre vetas en la carne.
Así suena el hambre
así así
suena como el próximo vuelo
como la música que se escurre
se repite
detrás de las paredes
erosionándolas
(pienso y) miro entonces
tus manos
como frutos
abiertos
enseñando sus semillas sus
carnes blandas
su piel
callada
frutos que ya no pueden
ser arrancados
a la boca del silencio
por nadie.

Adalber el escribienteAdalber Salas Hernández. Caracas, 1987. Poeta, ensayista, traductor. Licenciado en Letras. Ganador del II Premio Nacional Universitario de Literatura con el libro La arena, el vidrio: ascenso en tres movimientos (Caracas, Editorial Equinoccio, 2008), así como autor de los poemarios Extranjero (bid&co. editor, 2010; Común Presencia, 2012), Suturas (bid&co. editor, 2011) y Heredar la tierra (Común Presencia, 2013). Asimismo, ha publicado el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (bid&co. editor, 2013). Han sido publicadas sus traducciones de El hombre atlántico, de Marguerite Duras ( bid&co. editor, 2013), y Elogio de la creolidad, de Bernabé, Chamoiseau y Confiant (bid&co. editor, 2013). Textos suyos, tanto poesía como ensayo, han sido publicados en distintos medios, nacionales e internacionales. Actualmente se desempeña como director de la colección Voces Iniciales en bid&co. editor, como parte del consejo de redacción de la Revista POESIA (Universidad de Carabobo) y cursa como becario el MFA en Escritura Creativa en Español de New York University.