J.C. Pino: Naturaleza fantástica

El pintor venezolano cree en el poder renovador del arte, en su fuerza mística y en su misión humanística.

por Betty Aguirre-Maier
Entremares Magazine

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Vale la pena tomar una frase de la obra clásica del escritor Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, y sacarla de contexto para ilustrar el diálogo del pintor venezolano J.C. Pino con su lienzo: “Las cosas vuelven al lugar de donde salieron”. Y es que la obra pictórica de Pino — rica, en color y textura — dialoga con una naturaleza fantástica poblada de flores, mujeres, mitos, seres alados, bestias en permanente huida; todo incrustado en la niebla de la memoria, de los recuerdos de mundos generosos, brillantes y exuberantes como los de su hogar: Venezuela.

Desde ahí, desde ese espacio alquímico y onírico donde todo se transforma, Pino extrae preciosismos y a veces algunos fantasmas. En esta última colección, casi 60 cuadros de varios formatos, Pino experimenta una técnica nueva, el uso de pintura de vidrio que le otorga a cada lienzo un potente juego de luz y fantasía. En tema de soportes y pigmentos, Pino es capaz de lograr una sinfonía de tonos y matices, que van desde colores vibrantes a diáfanos pasteles. Los trazos, en muchos de sus cuadros son indefinidos e inacabados, causando un efecto de derretimiento, como si los recuerdos no se concretaran.

El mundo pictórico de Pino está influenciado por varios maestros, como: Gustav Klimt, Velázquez, Monet, Degas,Tiffany, Trompiz, entre otros, lo cual podemos apreciar en algunas obras, sobre todo en las varias Meninas de espléndidos trajes y rostros abstraídos o enigmáticos. Menina 14, por ejemplo, evoca poderosas emociones de sensualidad, pasión, coquetería.

Hay en la obra de Pino una búsqueda intensa de imágenes que hagan de puentes entre el paisaje árido y agreste de Utah y aquel del sur septentrional y caribeño de su primer hogar. Búsqueda necesaria para recuperar memorias, transformarlas y  plasmarlas sobre un lienzo.

jcpinoJuan Carlos Pino (Venezuela, 1963). J.C. Pino, como se lo conoce, reside en Salt Lake City, Utah. Tiene una maestría en administración y publicidad. Ha expuesto en varias ciudades norteamericanas y la mayoría de sus obras están en colecciones privadas.

John K. Lawson: De las ruinas, un renacer

Después de que el huracán Katrina devastase su hogar y su obra, el pintor británico le da nueva vida a los vestigios.

por Betty Aguirre-Maier
Entremares Magazine

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En agosto de 2005, el huracán Katrina arrasó con la ciudad de Nueva Orleans, dejando bajo dos metros de agua y durante seis semanas la casa y el estudio del artista británico John K. Lawson. Este acontecimiento trágico cambió su vida, marcando un antes y un después cargado de optimismo por la vida y el arte.

Lawson creció en la Inglaterra rural en donde vio ir y venir a gitanos y vagabundos que se detenían en la casa familiar para intercambiar trabajo por comida y algo de calor. En ellos descubrió y se fascinó por las texturas de su piel desgastada a la intemperie y la rústica, pero a la vez fascinante, confección de sus trajes. De ellos aprendió su sentido de espacio y lugar y su pensamiento nomádico de poseer muy poco. Todo aquello tendría un enorme efecto en su vida, como cuando tomó la decisión de mudarse a Estados Unidos a una de las ciudades más diversas del país, la sureña Nueva Orleans, heredera de tradiciones francesas y afroamericanas, en donde confluyen saberes, signos y subjetividades. O cuando más tarde y con muy poco o casi nada, debió rehacer su vida y continuar su arte en lugares completamente diferentes.
Antes del huracán Katrina, Lawson era conocido, entre otras cosas, por su laborioso trabajo de cuentas de colores recicladas de collares usados durante la celebración de Mardi Gras. Después de cada celebración carnavalesca, mientras Nueva Orleans dormía, Lawson salía a St. Charles Avenue a recogerlas, reciclarlas y luego usarlas, para crear con ellas extraordinarios objetos de arte; entre ellos impresionantes pianos completamente cubiertos con ellas. En medio de su belleza estética, estos objetos están poblados de símbolos y de temas de connotación política, social y económica.
Después del huracán, Lawson se mudó al norte del país, en donde alterna entre la vida metropolitana de Nueva York y la vida rural de su casa de campo en Massachusetts, iniciando así una nueva etapa, un recolectar de memorias, de personajes y de situaciones, que se plasman en los collages que aquí se publican.
Durante los últimos cinco años, Lawson ha invertido tiempo y material en estas obras. Cada una de ellas está envuelta en un aura casi mística, de santos y patronos, empapada de vibrante energía, de detalles bellamente intrincados. Papel pintado, recortes de periódicos, revistas, catálogos, etc., son el material fundamental para dar vida a personajes casi tridimensionales que se transforman, aparecen y desaparecen en este juego fragmentario de formas y colores en constante movimiento.
Personajes del mundo del jazz como Ella Fitzgerald, John Coltrane y Charlie Parker parecen surgir del fondo de una interminable fiesta, de un perpetuo carnaval que celebra la vida. Otros personajes, como los que aparecen en la colección “Life”, nos presentan a seres extraordinarios que parecieran estar en cualquier esquina o rincón de Nueva Orleans, Nueva York o Londres, ahi, en donde la mirada se posa y los demás sentidos se regocijan.

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JL PhotoJohn K. Lawson (Birmingham, England, 1962). Creció en la campiña inglesa hasta que su familia se mudó a Londres. Estudió en Louisiana State University. Absorto en la cultura del sur de los Estados Unidos, pronto pasó a formar parte de la escena undergorund de Nueva Orleans, trabajando en varios campos como el tatuaje y el grafiti. Llegó a ser muy conocido por su trabajo artístico con cuentas recicladas que recogía después de las frenéticas noches de Mardi Gras en el French Quarter. Después del huracán Katrina, en el que perdió su casa y su estudio, se mudó al norte del país en donde continúa trabajando. Ha ganado entre otros el premio Pollack Krasner Foundation.

Apuntes de viaje a Nurdu

The silver track of time empties into the distance

(La vía plateada del tiempo descansa en la lejanía)

-Sylvia Plath

 

Una canción barata en la radio del bus que me lleva a Nurdu
“la ciudad más antigua de la tierra”
Allá tienen dioses más benignos que los nuestros
-Escuchan todo lo que se les dice y obran-
Dicen que ayudan a devolver las cosas a su lugar

_Ojalá puedan con mi corazón
El tiempo es una barrita de chocolate que masticamos
/para entretenernos en cada estacionamiento.

pasamos

Muluncay, el pueblito de los malabaristas, con sus hombres y mujeres de vida airada;
todos aficionados a la desnudez y decir claro -hablan en agua. No están cartografiados

pasamos

Soapacá, en una colina. Ahora que es la noche, muy arriba, parpadean hachones de /luz; de día es el bosque de Payanchillos lo que arde. De cuando en cuando se encuentran huesos de pájaros bajo las ramadas; pero huesos de humanos, nunca.

Llegado el momento ¿sabremos que también ellos han muerto para nosotros?

pasamos

Guambi, la del viejo silabario para escapar con vida de los ataques de los lobos cuando llega la nieve. Poco se conoce de sus habitantes –“los de pies pardos”-, solo que se alimentan de setas y creen, aún, en el Dios de la Madrugada. Les es fiel.

anoto:

“El barro entiende que lo durable pasa en el breve remezón de un grito”

pasamos

Este es, debe ser, Chanduy -en los bajos de la cordillera de Jorupe-, donde se trafica con las curas de agua y se vive sin aprensiones porque nada perece. El amor tiene aquí su herbolario y su Casa de Citas –de muchos sexos.

Anoto:

“¿Dónde la piedra de mi inscripción?
¿En qué caligrafía dirá mi nombre?”

pasamos

Muey, al filo del Mar de las Despedidas. Se ven embarcaderos, canoas, un yate, una carabela, tropezando con el mar, a su suerte. Oímos decir que un animal repta por los sueños de la gente, borrando todo lo que encuentra a su paso

pasamos

Guayaymi, sin una hierba; puro viento y ruido de preguntas, secos. Un poco más al fondo, Sabanay, perdido por la infección del oro; un hervor de gente mala. Espero que al chofer no se le ocurra hacer un alto por ahí –llevo mis ofrendas.

anoto:

Sangra este momento:
es la hondura del amor
-su cara de pez feroz-

Más abajo

una

boca

llama

Jama, la de venar nacarado. Los viandantes no dialogan-desecharon las palabras por corruptas hace años-, y clarividentes, han represtigiado la rosa y el abrazo. Ciega, un tiempo ardió como yesca, pero guarda aún un listón de barro y piedra en la memoria al que protege con leyes severas. Hoy se sabe de una facción de crueles que urden planes para que cunda el fuego –se hacen llamar “los cofrades de lo puro”. Ya han atentado contra todos los Observatorios de Vientos y la Casa de las Atadoras de Nubes.

anoto:

“Los cuyes escuchan el florecimiento del Arupo –el sountrack del arribo del tiempo.”

“La boca zem que dice cosas inalcanzables
ay la huesería de los días y las noches,
perdida en la Zona de los Charcos,
sin nombres,
sin fechas;
esa memoria enaltecida por las sangres.

Arribará el aliento de lo claro,
crecerá la Era de los Inocentes”.

De un momento a otro, la radio dejará de sonar; entonces estaremos, quizás, en la ciudad de las Puertas de Ceniza, en cuyo pórtico deberíamos leer:

EL DESEO ES UNA PREGUNTA CUYA RESPUESTA NADIE SABE*

*”No decía palabras”. Luis Cernuda

 

Roy S Foto2Roy Siguenza es un poeta ecuatoriano. Ha publicado Cabeza quemada, Ocúpate de la noche, Tabla de mareas, La hierba del cielo, Cuatrocientos cuerpos, y el libro antológico Abrazadero y otros lugares. Sus poemas están incluidos en varias antologías –textuales y virtuales– de poesía ecuatoriana y latinoamericana. Ha sido traducido al inglés, portugués y catalán. Ha sido invitado a ferias de libros, festivales y lecturas de poesía en su país y fuera de él. Es destacable su participación en la obra multimedia SINERARIA del artista Tomás Ochoa, que fue exhibida en la Bienal de Venecia en 2006. Hoy, además de continuar con la poesía, coordina talleres en su país.

Por un Índice de Desarrollo Humano con sentido humano

Una mirada a un indicador que va más allá de lo económico y que, por ende, puede ser la forma más adecuada de representar y diagnosticar fielmente la calidad de vida de las personas.

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NOTA DEL EDITOR: Cuando el mundo se debate en encontrar maneras de solucionar los problemas de desempleo de la fuerza laboral como herramienta fundamental para mejorar la calidad de vida, Entremares Magazine presenta este ensayo de Miguel Ángel Guerrero Ramos, sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia, que pone de relieve dos fallas que a su juicio tiene el Índice de Desarrollo Humano (IDH) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU): «el poco alcance de las dimensiones que se valoran en el IDH y la de considerar erróneamente la sociedad como algo homogéneo».

Para el autor el empleo es una dimensión que no contempla la ONU en su IDH y es allí » en donde se encuentran hoy por hoy en su máxima expresión los temas de la desigualdad, la inclusión y la exclusión social».

Para una publicación que, como Entremares, tiene su punto de partida en el desplazamiento, es importante mostrar el enfoque de Guerrero Ramos, ya que, a fin de cuentas, las fallas estructurales en los países relacionadas con la calidad de vida y con el pleno ejercicio de las libertades (que son elementos que subyacen en el IDH) se constituyen en los principales generadores de los movimientos migratorios, desplazamiento y desubicación que, de alguna manera, son caldo de cultivo en el que nace el material presentado en esta plataforma.[/alert]

por Miguel Ángel Guerrero Ramos

Desde la década de los noventa la Organización de las Naciones Unidas (ONU) utiliza un indicador de desarrollo basado en los trabajos del Premio Nobel de Economía, Amartya Sen. Se trata del Índice de Desarrollo Humano (IDH), un indicador que busca medir el bienestar de las personas teniendo en cuenta factores como la educación, el acceso a los recursos y la expectativa de vida. Es decir, un indicador que no sólo se concentra en el ingreso mensual de las personas o en su capacidad adquisitiva, sino también en el modo de vida que en realidad las personas llevan en la práctica. Quiere decir esto que dicho indicador se aleja de un enfoque economicista del desarrollo y pone su mirada en el pleno ejercicio de las libertades y, en general, en todo aquello que bien podríamos entender como “la calidad de vida”.

«El Índice de Desarrollo Humano, tal y como lo ha venido manejando la ONU, es un indicador en el que la preocupación se centra o bien en las personas o bien en la sociedad en su conjunto, dejando por fuera el hecho de que la sociedad actual no es homogénea y que, por ende, también se puede hablar del bienestar de grupos sociales humanos diferenciados».

Ahora bien, entender el desarrollo desde su perspectiva más humana, y no sólo desde una perspectiva economicista, es sin duda uno de los mayores avances teóricos de la historia. Puede ser también el avance más significativo para el bienestar de la humanidad. No obstante, la manera en la ONU ha venido empleando dicho indicador en la comprensión de la realidad social, bien podría suscitar un gran cúmulo de críticas y revisiones conceptuales. Entre dichas críticas se puede mencionar, a manera de ejemplo, el acento que se le pone al bienestar individual como componente de un todo social aparentemente homogéneo. Es decir, el IDH, tal y como lo ha venido manejando la ONU, es un indicador en el que la preocupación se centra o bien en las personas o bien en la sociedad en su conjunto, dejando por fuera el hecho de que la sociedad actual no es homogénea y que, por ende, también se puede hablar del bienestar de grupos sociales humanos diferenciados. Casi que la única diferenciación social sobre la cual se trabaja en el IDH, o al menos la más predominante, es la que tiene que ver con la medición de dicho indicador en los distintos países. Una forma de medición que oculta la verdadera heterogeneidad de las actuales sociedades. Además de ello, también se puede criticar el poco alcance de las tres dimensiones que se valoran en el IDH.

Estas dos críticas, o más bien estas dos ideas, es decir, la del poco alcance de las dimensiones que se valoran en el IDH y la de considerar erróneamente la sociedad como algo homogéneo en el aspecto conceptual, se desarrollarán un poco más a fondo en las siguientes líneas. Esto, cabe decir, con el fin de destacar la importancia de la dimensión laboral y ocupacional en el pleno desarrollo del bienestar humano y en el pleno ejercicio de las libertades. Una dimensión ampliamente ignorada en el IDH y en donde se hace en gran parte evidente la heterogeneidad de las actuales sociedades.

Dimensión laboral y ocupacional humana

Lo que persigue la ONU a través del indicador llamado IDH, o del indicador llamado Índice de Pobreza Multidimensional, es mejorar la calidad de vida de las personas. De esta manera, se entiende que un buen lugar de vivienda, por ejemplo, es aquella en la que no exista hacinamiento, que sea digna y posea servicios básicos funcionando de forma adecuada. Ello, sumado a buena alimentación y a oportunidades de educación que les permitan adquirir a las personas ciertas “capacidades” para desenvolverse laboralmente, constituye lo que es un óptimo nivel o calidad de vida. Al menos, por supuesto, en la forma de comprender la realidad social que posee desde hace unas dos décadas la ONU.

Hay que aclarar, antes de seguir adelante, que no es mi intención decir que la ONU ha descuidado lo social, o que el IDH no lo contemple en lo absoluto. Lo que pretendo decir en el presente texto es que al IDH aún le falta bastante análisis en el terreno de lo social y más aún en el relacional entre grupos humanos. Aun así, hay que reconocer ciertos logros. Hay que reconocer que desde el informe de 2009, la ONU ha venido privilegiando una mirada no economicista del desarrollo, no desde un abstracto concepto de bienestar o libertad, sino desde las prácticas sociales mismas.

El Informe 2009 se centra en el análisis de las prácticas sociales, las que son definidas como modos de actuar y de relacionarse en espacios concretos de acción, articulando las orientaciones y normas de la sociedad, instituciones y organizaciones con las motivaciones y aspiraciones particulares de los individuos (PNUD, 2009). En el modo en que se despliegan las prácticas sociales inciden, por tanto, las fuerzas que pueden complementarse o colisionar entre sí: las instituciones (conjunto de normas formales que definen lo que se debe o no hacer en un espacio de prácticas), la subjetividad (conjunto de aspiraciones, expectativas, motivaciones con las que cada actor encara una práctica específica) y el conocimiento práctico (mapas que guían los cursos de acción individuales) (González, S: 2010, p. 33).

El IDH abarca tres dimensiones. Según el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo): “El desarrollo humano es un proceso en el cual se amplían las oportunidades del ser humano”, en pos de disfrutar de una vida prolongada y saludable, adquirir conocimientos y tener acceso a los recursos necesarios para lograr un nivel de vida decente (Romero: 2009). Esas son las tres dimensiones u oportunidades esenciales, las cuales no dejan de estar respaldadas por otros enfoques complementarios como el de derechos humanos.

No obstante, hay que decir que una visión desde las prácticas sociales sigue siendo poco relacional y aun cuando salva el escollo de que el IDH no centre su atención en las formas simbólicas de los distintos grupos humanos, un terreno en el que aún falta bastante por hacer, el verdadero problema de lo relacional es aún más intrincado. El verdadero problema, más allá de un enfoque que contemple las prácticas culturales, es que, además de un enfoque social lo más adecuado posible, el IDH todavía requiere, a mi modo de ver, siquiera de una dimensión más.

Sin embargo, considero que …” la igualdad de condiciones para los distintos tipos de oficios y profesiones y un buen entorno de oportunidades laborales adecuadas para quienes recién están ingresando en el ámbito laboral”, mencionada por el PNUD, es una dimensión de vital importancia, o por lo menos tan esencial como las anteriormente mencionadas. Es decir, el no ser rechazado por estratificación social o por carecer de experiencia en un campo determinado, e incluso por carecer de un título de especialización o doctorado al momento de ingresar o desenvolverse en el campo laboral, ayuda significativamente al bienestar en general y a desaparecer la pobreza. Dicha dimensión podría entenderse como la dimensión empleo.

El empleo, en este marco de ideas, es una dimensión de gran importancia para entender el desarrollo humano en un sistema asalariado, porque de él depende que se tenga una amplia expectativa de vida, los recursos necesarios para una vida feliz e incluso las oportunidades necesarias para manifestar la ciudadanía y ejercer una democracia participativa. Es, además, una dimensión en donde se encuentran hoy por hoy en su máxima expresión los temas de la desigualdad, la inclusión y la exclusión social, debido a los focos de economía sumergida que existen a lo largo y ancho del mundo.

Sobre el tema de la inclusión social, la ONU la restringe a algunos cuantos aspectos. Se habla de inclusión, por ejemplo, en el plano de la educación pero no en el laboral. Dicha institución supranacional también habla de inclusión de género, de ahí que haya adoptado un indicador llamado Índice de Desarrollo Humano Relativo al Género. No obstante, a pesar de que es un gran avance el preocuparse por la inclusión, por ejemplo, de personas de avanzada edad o de sectores deprimidos de la sociedad en el ámbito educativo, o de las personas en contextos con exclusión de género o de las personas discapacitadas, también en el mismo ámbito, es decir, en el educativo, es necesario que la misma preocupación se lleve al campo laboral.

El desarrollo humano y la segmentación social

El problema es que aun con una excelente salud, con una buena educación y una vivienda digna, muchas veces no se puede adquirir un buen empleo, no por falta de vacantes sino por un rechazo, algunas veces más directo y explícito que otras, en un sistema con un alto grado de desigualdad. El asunto, visto de esta forma, es realmente preocupante.

Amartya Sen, uno de los grandes teóricos del desarrollo más allá de las perspectivas economicistas, entiende el concepto de desarrollo humano no sólo en cuanto a los factores que se necesitan para adquirir un mayor grado de bienestar, tales como el ingreso, la salud o los recursos, sino en el grado de libertad que se requiere para lograr los objetivos que una persona se fija en su vida (Chamorro, 2013). Hasta aquí, dicha idea concuerda con lo que se plantea de fondo en el presente artículo. El problema es que aun con una excelente salud, con una buena educación y una vivienda digna, muchas veces no se puede adquirir un buen empleo, no por falta de vacantes sino por un rechazo, algunas veces más directo y explícito que otras, en un sistema con un alto grado de desigualdad. El asunto, visto de esta forma, es realmente preocupante. Es preocupante, ya que en una sociedad monetaria como la nuestra, el carecer de un empleo o de ingresos fijos, no les permite a las personas poder conseguir, como bien cabe suponer, los distintos objetivos que ellas se han fijado en sus respectivos proyectos de vida. De ahí que dicho asunto, es decir, el asunto del empleo, no deje de estar íntimamente ligado al tema de la pobreza y el bienestar social.

Ahora bien, para ciertas personas inmersas de lleno en las actuales desventajas de la doctrina neoliberal que rige por estos tiempos el capitalismo, el poder hacerse con un empleo digno es un verdadero milagro. Ello es así, en gran parte, debido a que nuestras sociedades se hallan enormemente segmentadas y que aun con unos niveles adecuados de estudio se puede ser víctima de exclusión y con ello perder oportunidades laborales por pertenecer, por ejemplo, a un barrio o a una zona residencial con cierto grado de segregación a causa de la estratificación social. Es decir, a pesar de que una persona cuente con las tan mencionadas “oportunidades” de las tres dimensiones del IDH, a la hora de la verdad es muy probable que no se contrate a dicha persona si llega a formar parte de ciertos estereotipos. Y sin empleo, por más que no se le quiera dar una visión economicista al desarrollo humano, hay que aceptar que disminuye significativa y potencialmente la calidad de vida.

Pero las sociedades actuales, hay que decir, no solo están segmentadas por estratos socioeconómicos, sino por una gran cantidad de factores que muchas veces llevan a la exclusión, a la segregación y a nuevas formas de racismo. Es decir, muchas veces, a manera de ejemplo, no se examina siquiera la hoja de vida de ciertos postulantes a una vacante laboral. No se hace por el mero hecho de ser personas de diferente raza o grupo étnico o, incluso, por no simpatizar abiertamente con una determinada idea. Y aun cuando se habla y hay una gran preocupación por la incorporación laboral de las personas discapacitadas, hay que ver qué clase de empleos son los que se les están dando realmente a ellas.

De esa forma, cabe decir, se entiende el mundo actual de una forma bastante dicotómica. Se entiende que hay que sacar a las personas de la pobreza, y, al mismo tiempo, que los grandes empleos son para las personas con grandes influencias. Resultado de ello es que se crean contrageografías de la globalización o sectores de trabajo precario y deprimido en donde se facilita la explotación de las personas sin influencias

Considerado así el asunto, se podría decir que el Índice de Desarrollo Humano, el Índice de Pobreza Multidimensional del PNUD, e incluso la propuesta de Desarrollo a Escala Humana formulada por el Centro de Alternativa para el Desarrollo (CEPAUR), sirven no sólo para obtener ciertos resultados comparativos, sino para esconder factores sociales trasversales al problema de la pobreza. Dichos indicadores esconden, más que nada, en su entendimiento del desarrollo humano, y entre otros factores, el importantísimo campo de lo laboral. De esa forma, cabe decir, se entiende el mundo actual de una forma bastante dicotómica. Se entiende que hay que sacar a las personas de la pobreza, y, al mismo tiempo, que los grandes empleos son para las personas con grandes influencias. Resultado de ello es que se crean contrageografías de la globalización o sectores de trabajo precario y deprimido en donde se facilita la explotación de las personas sin influencias, como nos dice la socióloga estadounidense-holandesa Saskia Sassen (2003).

Basándome en lo anterior, bien podría atreverme a afirmar que uno de los objetivos del milenio debería ser el de lograr la plena incorporación laboral de las personas — una incorporación que se lleve a cabo de una forma lo más igualitaria posible, y según las capacidades adquiridas y los talentos de cada quien, más que por sobre el patrón de las influencias o los estereotipos sociales—. No obstante, podría decirse que la preocupación de la elite cualificada que maneja los altos cargos e incluso el terreno de la creación simbólica en nuestras actuales sociedades, es que eso traería luego una situación un tanto indeseada. La situación de que haya trabajos que nadie quiera realizar por ningún motivo, razón por la cual, por horrible que suene, al sistema parece convenirle mantener focos de desigualdad, exclusión y segregación.

Perspectiva más social e incluyente

Es un hecho que hoy en día los distintos autores y analistas de lo social que hablan del desarrollo humano, así como las instituciones que se encargan de dicho concepto, son totalmente conscientes de la complejidad que encierra su comprensión y medición. De esa forma se entiende que:

El desarrollo humano es un proceso multidimensional, que tiene como fin y medio el desarrollo de la libertad del ser humano para atender sus capacidades. Los acercamientos realizados en torno al concepto sobre desarrollo humano comulgan con la búsqueda de construcciones teóricas y metodológicas que rebasan la visión estrecha del desarrollo como crecimiento económico (Pérez Magaña y otros: 2010, p. 87).

Pero asimismo también es cierto que la naturaleza local del desarrollo humano requiere examinar dicho tipo de desarrollo en una circunscripción espacial concreta y con atribuciones de representatividad política (Pérez Magaña y otros: 2010). La propuesta del presente texto, en torno al desarrollo humano, por tanto, es, en primer lugar, la de tratar de incorporar la dimensión empleo a su comprensión y medición, la cual estaría constituida por cierto número de variables. Un número de variables clave cuya búsqueda, es preciso aclarar, escapa a los fines de estas breves y reflexivas líneas a un problema de tal envergadura y relevancia como el desarrollo humano.

Por otra parte, recordemos que el PNUD, define hoy al desarrollo humano en base a un concepto muy específico. Dicho concepto, a saber, es el que lo distingue como un «proceso de expansión de las capacidades de las personas que amplían sus opciones y oportunidades» (Wikipedia, Desarrollo humano). De ahí que la segunda propuesta del presente texto esté directamente dirigida a la ampliación de dicho concepto. Lo que quiero decir, es que asimismo sería importante entender en el desarrollo humano “el proceso de expansión del entorno social (es decir, no solo el de las personas) o de los distintos grupos humanos que amplían sus opciones y oportunidades”, como lo conceptúa el PNUD.

Desde mi punto de vista, el PNUD le confiere un enfoque individual al desarrollo humano, por lo cual también se podría pensar en añadirle lo que bien se podría llamar una “perspectiva de grupos diferenciados”. Esa no sería sino una perspectiva que se ocupe de las oportunidades que tienen los distintos grupos humanos para poder llevar a cabo el libre ejercicio de las capacidades adquiridas. Esto, bajo la premisa de que no todos los grupos humanos tienen las mismas oportunidades en una determinada sociedad, ya que en cada una, al menos hoy en día, existe un alto grado de segmentación social.

El IDH, por tanto, no sólo debe preocuparse por el bienestar subjetivo de las personas sino por el bienestar psicosocial y por la forma en la que nos relacionamos los unos con los otros

Se trataría de una perspectiva que reconozca no sólo el bienestar individual sino también el bienestar social de un grupo humano determinado en una sociedad específica. Una perspectiva que reconozca, por ejemplo, el bienestar de las personas de un barrio deprimido de una ciudad, a pesar o más allá de que sean profesionales y posean una vivienda con servicios básicos, pues por el mero hecho de vivir en aquel barrio pueden ser excluidos de oportunidades laborales e incluso de otros ámbitos de la vida social. El IDH, por tanto, no sólo debe preocuparse por el bienestar subjetivo de las personas sino por el bienestar psicosocial y por la forma en la que nos relacionamos los unos con los otros.

Es decir, hoy en día se entiende el desarrollo humano como libertad para lograr ciertos objetivos básicos y vitales, pero todavía hay que ponderar cómo se debe entender realmente el concepto de libertad, hasta dónde debe llegar y cuánto abarca

Para finalizar, cabe decir, en cuanto a algunos aspectos un tanto más técnicos, que este artículo no tuvo su énfasis en cómo se han de interpretar las variables o los indicadores, por ejemplo, a través del tiempo (el problema de no construir indicadores constantemente o el de cómo entender el desarrollo anual de un territorio en el que se emplean varios indicadores distintos y de forma aleatoria). El énfasis estuvo puesto en el indicador de desarrollo humano como realidad conceptual. Es decir, hoy en día se entiende el desarrollo humano como libertad para lograr ciertos objetivos básicos y vitales, pero todavía hay que ponderar cómo se debe entender realmente el concepto de libertad, hasta dónde debe llegar y cuánto abarca. Lo que quiero decir es que entender el IDH desde una perspectiva de grupos sociales, y no sólo desde el bienestar individual, amplía el marco conceptual del término y, con ello, la forma en la cual se entiende el desarrollo.
Si el entramado conceptual que existe tras un indicador a nivel global nos lleva a entender o no el desarrollo y el bienestar tácitamente de cierta forma, lo ideal sería que dicho indicador estuviera lo más completo posible. Y si no, lo ideal sería que dicho indicador estuviera acompañado por otros indicadores que, mediante una visión más amplia de lo humano, lo hagan lo más completo y abarcador posible.

Todo lo que atañe a lo humano y a su excesiva complejidad debe escapar a los reduccionismos. De la misma forma, todo fenómeno social debe ser pensado desde mil perspectivas distintas.

Conclusión

Dos fueron las propuestas fundamentales del presente artículo, una fue la de incluir la dimensión empleo en los análisis del IDH, y la otra la de observar no sólo la perspectiva individual sino la social que subyace tras el desarrollo humano. Es claro que no se le pueden agregar una gran cantidad de variables engorrosas a un indicador, o sobresaturarlo de ellas, pero sí se podría diseñar uno o varios índices de desarrollo humano complementarios, una suerte de índices A, B y C, que vistos en conjunto le agreguen al IDH actual la dimensión laboral humana para tratar de acabar o siquiera de menguar un poco las exclusiones que se presentan en dicho campo.

Se podría hablar incluso de un Desarrollo Humano y Emocional, que contemple la forma en la cual se sienten los distintos grupos humanos, por ejemplo, los hinchas de un determinado equipo de fútbol. Una tarea que debe realizarse de forma práctica, claro está, y sin demasiadas variables que puedan ser vistas como poco relevantes. Con esto podríamos acercarnos a una adecuada perspectiva de grupos diferenciados. Es decir, una perspectiva que reconozca no sólo el bienestar individual sino también el bienestar social de un grupo humano determinado en una sociedad específica.

Ahora bien, para finalizar, hay que aceptar que es un error el creer que un indicador o un gran número de indicadores puedan sintetizar el desarrollo referente a algo tan complejo y dinámico como lo es lo humano. No obstante, es de gran ayuda considerar el mayor número de variables de lo que comprende la vida cotidiana y, puede que más importante aún, considerar no un único indicador para entender siquiera un poco el bienestar de la especie humana, sino varios indicadores que se complementen unos a otros en lugar de excluirse o usarse estrictamente por separado.

Pero de poco sirven los indicadores, complementarios o no, si no se utilizan para que, de alguna forma, se pueda lograr de este un mundo mejor para todas las personas que en él viven.

Referencias bibliográficas

  • González, S., Campos, M., Cea, P. y Parada, C. (2010). Desarrollo humano, oportunidades y expansión de las subjetividades: Reflexiones a partir del informe de desarrollo humano (2009) en Chile. Psicoperspectivas, 9 (1), 29-58.
  • Pérez Magaña, Andrés, Macías López Antonio y Jiménez, Juan Morales. (2010). ANÁLISIS TEÓRICO Y METODOLÓGICO DEL DESARROLLO HUMANO: SU APLICACIÓN A LA ENTIDAD POBLANA Y LOS SISTEMAS DE RIEGO. Ra Ximhai, enero-abril, año/Vol. 6, Número. Universidad Autónoma Indígena de México. Mochicahui, El Fuerte, Sinaloa. pp. 87-103.
  • Romero, Alberto y Vera Colina, Mary. (2009). El proceso de globalización y los retos del desarrollo humano, Revista de Ciencias Sociales (RCS) Vol. XV, No. 3, Julio – Septiembre 2009, pp. 432 – 445. FACES – LUZ _ ISSN 1315-9518.
  • Sassen, Saskia. (2003). Contrageografías de la Globalización. Género y ciudadanía en los circuitos transfronterizos. Madrid: Traficantes de sueños. Capítulo 2: “Contrageografías de la globalización: la feminización de la supervivencia”.

Referencias estriadas de Internet:

Miguel Ángel GuerreroMiguel Ángel Guerrero Ramos es sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Ha trabajado como estudiante pasante en el Comité Departamental Para la Lucha Contra la Trata de Personas de la Gobernación de Cundinamarca y como docente preuniversitario. Como escritor, ha sido ganador de los Premios Limaclara de Ensayo 2013 y finalista en múltiples certámenes literarios internacionales en los géneros de cuento, poesía y palíndromos. Ha publicado novelas como Cuando el demonio ama, Al fondo de las pupilas del tiempo infinito, La secreta geometría de una hoja que cae y La mística fragancia de los sueños de amor. En poesía: Una mirada encalada en el pétalo de una flor y Algunos esbozos de cielo en el fondo de una copa. También ha publicado el libro de ensayos La inmediatez de las emociones al estar desnudas. Breves ensayos sobre género, historia, política y posmodernidad, el libro El mundo de hoy y los entornos virtuales.

Madrid después de la fiebre

[show_hide title=»‘…al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver’»]“Peces de ciudad”, letra de Joaquín Sabina. [/show_hide]

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Hace cuatro años, días después de mi regreso de Madrid, un sueño recurrente confortaba mi resaca: caminaba por la polvorienta Calle Beire, bajaba con el sol seco por la angosta acera, las casas chatas y viejas parecían sonreirme, y un piano adolescente desembocaba por un balcón. Yo, cansada y sudorosa, lamía un cono de gelato de vainilla. Una brisita sin ton ni son jugueteaba sin aliviar.

No soy de tener sueños recurrentes ni complicados. Estaba claro: extrañaba Madrid, quería regresar. Cuatro años después, provista de algunas excentricidades más, por un impulso —retardado— regresé. No tenía plan concreto, sólo quería caminar por Beire, divagar por el Retiro, bailar tango, revivir mi sueño.

En agosto, Madrid se parecía tanto a la de mi sueño, tanto que me parecía estar viendo las fotografías que había barajado repetidamente. El polvo, el mismo polvo. Quería decir “hola” a las caras en el metro. Tararear las notas del bandoneón subterráneo. Merodear por los callejones bajo el dulce zumbido del vino. Mi fascinación ardía igual. Sentí que los años no pasaron. Yo quedaba intacta.

Mas el espejismo se fue disipando como se iba derritiendo mi maquillaje en el calor madrileño. No hubo un momento crucial ni una epifanía. Sólo la vi. Tal vez ella se mostraba al fin ante ojos más cansados, con menos brillo, más carnal.

Lejos de los días soleados de mi memoria, la vi de noche (¿cómo no me había fijado en su oscuridad?), la vi amiga y callada mientras, sobre una motoneta, aferrada a la espalda de un tanguero, surcamos su vientre en busca de más noche. Empanadas, sonámbulos, rocas rotas, rumano de ojos vidriosos, aire plata, bandoneón hermético, curva peligrosa, Santa Rita. ¿Tenía que ser un argentino quien me mostrara la Madrid oscura? Tal vez, desde nuestra extrañeza, nuestra otredad, la veríamos más cercana. Quizá uno sólo ve las heridas ajenas cuando uno las porta.

Excavé, urgué las raíces. No más sueños.

Madrid: desde la sombra la veo mejor.

La revolución de la alegría

La organización humanitaria Payasos Sin Fronteras lleva sonrisas y siembra esperanzas a poblaciones desplazadas por el conflicto armado o golpeadas por desastres naturales.

[alert type=»yellow»]Para conocer más sobre la organización Payasos Sin Fronteras, sus proyectos y cómo hacerles aportes, visite su sitio Web clowns.org. Si desea conocer más sobre el trabajo del fotógrafo Samuel Rodríguez, puede visitar el sitio http://srodriguezphoto.blogspot.com.[/alert]

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Sonrisas de oreja a oreja. Campos polvorientos y grisáceos salpicados de carpas blancas. Piruetas y malabares. Un poco de alegría en vidas marcadas por el desplazamiento forzado.

Con cada espectáculo en regiones golpeadas por la violencia o el embate de los desastres naturales, Payasos Sin Fronteras demuestra que ningún lugar es yermo de sonrisas.

Las imágenes captadas por Samuel Rodríguez, fotógrafo español y director de comunicaciones de Payasos Sin Fronteras, son prueba de que la alegría perdura en regiones y condiciones donde reina la desesperanza.

Fundada en Barcelona en 1993 por Jaume Mateu, la organización sin fines de lucro está formada por payasos y artistas que montan espectáculos dirigidos a niños y jóvenes cuyas vidas han sido impactadas por conflictos bélicos o catástrofes naturales. Así, el grupo humanitario ha llevado su alegría y despertado carcajadas a países como Haití, Kosovo y la República Democrática del Congo.

Las fotografías presentadas aquí documentan la más reciente expedición de Payasos Sin Fronteras a Líbano y Jordania en noviembre y diciembre de 2013 en colaboración con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Montaron espectáculos en campos de refugiados sirios y palestinos, que han sido desplazados de sus hogares por los conflictos armados en sus respectivos países. Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), existen más de medio millón de refugiados sirios en Jordania, y más de dos millones de refugiados palestinos entre Jordania y Líbano.

A través del juego y del humor blanco, la organización apunta a no sólo proveer un momento de escape sino también a dar esperanza. «En lugares castigados por la guerra las acciones de Payasos aportan una visión inocente y sin malicia”, afirma la organización, “que es imprescindible para dejar una puerta abierta a la esperanza».

~ Entremares Magazine

[alert type=»blue»]Nota del editor: Estas fotografías fueron publicadas originalmente en CNN.com.[/alert]

Samuel_RodríguezSamuel Rodríguez is a freelance photographer based in Barcelona, Spain. His works have appeared in major newspapers in Spain, such as El Mundo and La Vanguardia. He is the communications director of the nonprofit Clowns Without Borders.

Pequeñas mujercitas

Un cuento de la escritora ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe

por Solange Rodríguez Pappe
Entremares Magazine

Mientras llenaba cajas y cajas con basura sacada de la casa de mis padres, vi a la primera mujercita correr hasta el sofá y escabullirse bajo sus patas con un grito de alegría eufórica. Tampoco es que me sorprendiera demasiado encontrármela. Ser hija de una pareja de acumuladores que durante toda su vida no habían hecho más que almacenar bolsas vacías de papel, recipientes plásticos y bichos de porcelana, aumenta la posibilidad de que si haces una exploración profunda, darás con cosas muy extrañas escondidas en el hogar de tu infancia.

Una de las actividades preferidas de mi aburrida niñez era revisar cajones para hurgar su contenido, pero desafiándome a dejar las cosas tal como las encontraba. Así di con una colección de llaveros de la segunda guerra mundial, unos portavasos pornográficos y con el puñal de plata que guardaba celosamente mi padre entre las tablas de la cama. “Ya has estado trasteando entre las cosas”, vociferaba mi madre si notaba algún leve cambio de orden entre alguno de los cientos de objetos recolectados y luego de eso me daba unos buenos bofetones con la mano abierta o un golpe de cinturón en las palmas. “Aprende de tu hermano, que jamás da que hacer”. Obvio, desde que tenía memoria Joaquín había pasado jugando en la calle, con sus carritos, con su bicicleta, con sus patines, con su pandilla, con sus noviecitas. Se había negado a ser uno de los tantos adminículos de colección de mi madre.

Una vez en el asilo, mis padres no necesitarían nada más que lo esencial, así que llevaba casi una semana separando en pilas lo que donaría a la caridad, lo que regalaría, vendería y subastaría a buen precio y también con lo que iba a quedarme para observarlo y ponerle las manos encima, pero primero había que deshacerse de toda la suciedad. Entre los cachivaches de la cocina hallé algunas lagartijas, una rata y hasta un murciélago muerto, incluso si lo pensaba, la rata parecía ser el cadáver de un viejo hámster de la infancia que perdimos. Mientras perseguía con el zapato a unas arañas fue cuando vi a la mujercita desnuda atravesar el salón en pleno grito de guerra. Entre todas esas rarezas, una pequeña mujer salvaje corriendo por ahí, no me parecía tan increíble.

Miré bajo el sillón y tal como me lo había imaginado, existía toda una civilización de diminutas mujeres haciendo su vida. Algunas estaban sentadas en grupos muy juntas peinándose el cabello entre ellas, contándose cosas y riendo; unas más fumaban tumbadas trozos de hojas arrancadas a un helecho cercano al sofá y otras se trenzaban en guerras de placer lamiéndose el sexo y los pechos por turnos, mientras se mordían los dedos de sus minúsculas manitos o emitían agudos gemidos de gozo. Estos ejercicios que cuento, lo hacían a la vista general de toda la población sin ningún pudor o recato. No vi hijos o embarazos entre las mujercitas, todas jóvenes y magras. Lo que sí, me parecieron bastante hedonistas por no decir indecentes.

A media tarde sonó el teléfono. Contesté con una mezcla de coraje y desconcierto por las mujercitas que ahora dificultaban mi limpieza de la sala. Era mi hermano Joaquín pidiéndome un espacio en la casa para pasar la noche porque su esposa lo había echado otra vez a la calle. “Se dio cuenta que no terminé la relación con Pamela, como le prometí. Tú sabes que mamá siempre me daba una mano en ese asunto y me dejaba dormir en el sofá”. “Estoy aseando la casa, todo está revuelto y lleno de polvo, pero si crees que puedes soportarlo, pues ven”. “Gracias”, me dijo. “No sé qué ha tenido siempre ese sofá, que me hace dormir muy bien”. Entonces sentí escalofríos.

Armada con una escoba fui a barrer la ciudad de las mujercitas. Con la fuerza de mis escasos kilos, le di la vuelta al sillón empleando todo el peso de mi cuerpo y cuando estuvo patas arriba, a escobazo limpio como una ama de casa experta en matar insectos rastreros, dispersé, sacudí y victimicé a las que pude. No fue fácil, pelearon lo suyo y tenían dientecitos filudos, pero en menos de una hora ya habían desalojado el sofá. Una que otra se escapó en dirección de los dormitorios, pero estaba segura que sólo había sido un pequeño número comparado con todas las que eliminé. Justo cuando volví a colocar el mueble en posición original, sonó el timbre. Joaquín me sonrió encantador como un Clark Gable desde el otro lado de la mirilla. Juntos pusimos en la vereda las fundas llenas de mujercitas que yo ya tenía listas para que se las llevase el camión recolector.

Tomamos una cena rápida hecha con sopa de sobre. De vez en cuando la vista se me iba al piso al ver pasar a una que otra mujercita correteando mientras se tiraba de los cabellos o lloraba con la boca abierta, vagando sin rumbo, pero yo procuraba no prestarles atención mientras mi hermano me contaba los detalles de su sofisticada vida como asesor de un político internacional, de los viajes que realizaba, de las personas que conocía, mientras yo apartaba de un puntapié discreto a las mujercitas que intentaban subirse por mi pierna.

“Yo no quiero tener que elegir a ninguna mujer porque la impresión que tengo es que ellas, más bien, quieren que elija para tener pretextos para sus batallas. Los hombres somos para las mujeres un motivo más para su guerra, y no. Yo me niego a ese juego: estoy feliz con las dos, con las tres, con las cuatro en mi vida”, y yo fingía un picor en la pierna para espantar a la mujercita que me clavaba una flecha vengativa en la rodilla. Sí que era miserable Joaquín que había vuelto de la infidelidad contumaz una postura filosófica personal. Lo pensé, no lo dije. Más bien le sonreí con la paciencia de siempre muy parecida a la complacencia. Tal como lo hacía mamá.

Antes de dormir, mientras yo llevaba los trastos a la cocina, lo vi sacarse la ropa en la penumbra de la sala, iluminado sólo con la electricidad de la calle. Mi hermano era un hombre muy bello. Alto, de musculatura firme, con una sólida nuez de Adán atravesándole el cuello recio, y un par de brazos vigorosos, fraguados en el gimnasio y en las competencias de pulso con otros hombres tan cosmopolitas como él. Mientras se lanzaba al sofá, semidesnudo, listo para entrar al mundo de los sueños, buscando seguir también allá la conquista de mundos y de hembras, las pequeñas mujercitas se agrupaban en el suelo y armaban una estrategia de defensa.

Una de ellas escaló temerariamente al sofá y exploró con curiosidad el cuerpo de mi hermano. No sé si había hombres pequeñitos en su mundo, pero dar con uno bastante grande, la tenía extrañada: olisqueaba y mordía la piel de ese terreno mientras Joaquín se rascaba aquí y allá. Más mujercitas lograron trepar y fueron a pararse en su pecho peludo, agazapándose y rodando entre el vello y otras tantas inspeccionaron el bulto que se adivinaba entre sus pantalones. Se las veía cómodas en esa tierra reciente que habían descubierto.

Antes de salir, dejé la pila de platos sucios en el lavadero y la luz de la cocina encendida. Me acerqué en silencio a Joaquín que respiraba con un ritmo pesado, mientras numerosas mujercitas armadas se empeñaban en trepar con escándalo a su entrepierna. Él exhibía una desparpajada sonrisa de placer que venía desde el fondo de su cerebro de varón satisfecho. Sentí un fastidio profundo. Tomé sin hacer ruido las llaves de su coche de la mesita mientras más y más mujercitas despelucadas y feroces llegaban a revisar el estado de su nueva colonia. Cuando cerré la puerta y le eché doble llave, atrancando la salida, me pregunté si los gemidos de mi hermano, que alcancé a escuchar del otro lado del dintel, serían de dolor o de placer.

Iñaki Ariztimuño y la comedia de la vida

El co-creador de la exitosa serie de TV ‘Aquí no hay quien viva’ habla sobre la génesis de historias, la TV en una España golpeada por la crisis y las posibilidades — y peligros — de las nuevas tecnologías.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Madrid • Sentado en un atiborrado café del barrio de Aravaca durante un soleado día de estío madrileño, Iñaki Ariztimuño observa el entorno a través de sus gafas de sol. “Las imágenes siempre se [me] han grabado”, cuenta el co-creador de la exitosa serie televisiva “Aquí no hay quien viva”, que durante sus cinco temporadas batió récords de audiencia alcanzando a 10 millones de espectadores. “Veo a las personas como personajes”.

Quizá sea esta habilidad que lo ha acompañado desde la niñez el ingrediente que lo llevó a construir esa (a)típica y adorable comunidad de vecinos cuyas desventuras constituían el corazón de la serie más vista de la primera década del siglo XXI en España, según datos de la Entidad de Gestión de Derechos de los Productores Audiovisuales.

Y es que “Aquí no hay quien viva”, encabezado por un elenco de lujo con actores de larga trayectoria como Loles León, Luis Merlo y José Luis Gil, captó con un humor ácido y ojo crítico la idiosincrasia madrileña (por no decir española). “Fue un exitazo porque el espectador veía que los personajes se asemejaban a su propia realidad, a lo que ellos vivían en su entorno”, dice Ariztimuño.

Prueba de la vigencia y la relevancia de la serie es que casi 10 años después de la emisión de su último capítulo, el programa no sólo sigue cultivando altos de niveles de audiencia en sindicación sino que también ha captado la atención de la cadena de televisión estadounidense ABC, que está en negociaciones para adaptarla.

Sobre todo, “Aquí no hay quien viva”, que con otros programas de ficción contemporáneos, demostró que la producción nacional podía competir con — y muchas veces desplazar a — programación extranjera en el gusto de los televidentes. Transmitida en decenas de países en Europa y Latinoamérica, la serie coral de personajes cementó no sólo un tono y un ritmo característicos sino que también creó frases que se han enraizado en el decir popular como el “un poquito de por favor” del portero Emilio (Fernando Tejero) o el “punto en boca, ¡hombre ya!” de Paloma (León), la esposa del presidente de la comunidad, ávida de poder.

Con series como “Periodistas” y “Médico de familia” en su repertorio de realizador y guionista, Ariztimuño sigue lleno de proyectos, nunca perdiendo de vista y siempre observando el mundo que lo inspira. En una conversación con Entremares Magazine, Ariztimuño habla de la actualidad de la televisión española, la importancia de la narrativa en un mundo de nuevas tecnologías y la traducción del humor en una pantalla chica cada vez más globalizada.

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Entremares Magazine (EM): Tu trayectoria en la televisión lleva más de dos décadas con series como “Periodistas”, “Médico de familia” y, por supuesto, “Aquí no hay quien viva”. ¿Qué te atrajo a la televisión, al mundo audiovisual?

Iñaki Ariztimuño (IA): Desde pequeño lo que sabía era que yo estudiaba y no me quedaba con el texto [sino] que me quedaba con las imágenes fotográficas de lo que estaba pasando en mi clase de tal forma — no sé si me aburría mucho en clase o no — que me dedicaba como un pájaro a saltar de cada esquina a cada esquina de la clase. Era como tener una cámara en cada esquina y verlo como si fuese un fotógrafo o un arquitecto. Me imaginaba la perspectiva: si estoy aquí ahora, si me coloco allá, cómo nos veíamos a nosotros mismos. Entonces jugaba a eso y me abstraía de tal forma que lo retenía en mi cabeza con una fuerza increíble. Y entonces me decía el profesor “¡Iñaki!” Y no me había enterado de nada de la clase (ríe). Por eso siempre he sido mal estudiante. Pero las imágenes siempre se me han grabado.

Durante muchos años era increíble porque yo veía a una persona en un ascensor en un hotel bajando dos minutos y si esa persona me asustaba, me llamaba la atención, de repente pasaban cinco años y me encontraba con la persona y me quedaba así mirando y titititi como si fuera un ordenador y me acordaba que lo he visto. Ahora ¿qué me pasa? Me he hecho mayor o ya tengo tantas [memorias] de estas que no retengo ya, mi disco duro lo expulsa (ríe). Pero me ha pasado durante muchos años: Veo a las personas como personajes.

EM: ¿Fue así como surgieron los personajes de “Aquí no hay quien viva”, por ejemplo?

IA: Sí. Así surgen: en la convivencia, de convivir en distintos pisos o casas con compañeros de trabajo. Lo que me pasaba era que como yo venía de una ciudad más pequeñita a la gran capital me encontraba con una persona y aparte de fijarme físicamente cómo era, me imaginaba la vida de esa persona …y yo me creaba una película. Como yo trabajaba en series de ficción y todos los días iba a grabar 10, 12, 14 horas en unos estudios de ficción, yo pensaba que los personajes que yo me encontraba [en la vida real] eran más interesantes que los que me escribían en los guiones. ¿Por qué? porque en la ficción en esa época en España se reflejaba lo que se creaba en las series americanas. Y las series americanas eran personajes que no tenían maldad, eran personajes blancos, el personaje no podía decir un insulto, un taco, o decir algo que agrediese al espectador. Eran series muy infantiles. ¿Y qué pasó? que cuando yo empecé a escribir las personas que yo me encontraba en mi vida diaria eran mucho más humanas: uno escupía, el otro insultaba — porque en España se insulta mucho (ríe) y se es muy maleducado—. Todo eso lo iba poniendo en un papel y en ese recorrido se generaron unos personajes y en ese recorrido también conocí a Alberto Caballero, que es el que escribe los guiones actualmente de la serie que continúa [“La que se avecina”] y que es el sobrino de un productor de televisión muy importante en España.

A Alberto le conté el proyecto, le gustó y empezamos a darle más forma porque él era un guionista profesional, o empezaba a serlo. Entre Alberto y yo perfilamos esos personajes y la diferencia entre lo que existía en ese momento en la tele y lo que nosotros hicimos es que los personajes eran políticamente incorrectos. Es decir, había dos homosexuales porque en la vida real hay homosexuales, había unas señoras mayores que arremetían contra todo porque ya estaban en sus últimos años de vida y ya no tenían miedo, ya decían lo que les daba la gana, había profesionales que estaban en edificios antiguos en Madrid en donde se aunaban las generaciones. Era como un pequeño laboratorio de personajes. Y de ahí fuimos sacando a los personajes que luego se hacían en la serie.

Tuvimos la suerte de estar en el sitio adecuado en el momento adecuado porque el tío de Alberto, José Luis Moreno, se asoció con la Editorial Planeta y Planeta compró parte de Antena 3. Entonces le pidieron contenido a este productor y este productor le preguntó a su sobrino qué teníamos por ahí. Y teníamos este proyecto que ya estaba bastante desarrollado. Se firmaron cuatro capítulos y tenía que pasar [el análisis] de audiencia y si no pasaba se lo cargaban y si pasaba lo de audiencia continuaba.

Y al final se hicieron 90 capítulos y fue un exitazo porque el espectador veía que los personajes se asemejaban a su propia realidad, a lo que ellos vivían en su entorno.

A partir de allí… todas las series que han tenido éxito nadie se podía creer que los personajes (en series policíacas o lo que sea) son personajes perdedores que al público le generan ternura. Allí yo creo que está la clave: que tú generes personajes que te emocionen, que te puedes reír, pasar la aventura con los personajes independientemente de si es guapo, feo, alto, rubio o si es médico, policía. Lo mismo pasa con la literatura: si te emocionas con los personajes y te engancha el ritmo pues tienes al lector ganado.

EM: Uno de los aspectos que me enganchó de la serie es su especificidad: retrata con precisión y por ello con inevitable humor (a mi parecer) la idiosincrasia madrileña, el día a día de la vida en un edificio de la ciudad. “Aquí no hay quien viva” parece remitir o aproximarse a lo que es esencialmente, particularmente español.

IA: Esta serie se ha emitido en países latinoamericanos donde la cultura y la idiosincrasia [son] diferentes, es decir, ya empezando por el lenguaje, el español de un colombiano o panameño o peruano es español pero son matices diferentes y palabras diferentes para no decir más cosas. Aquí en España hay una cosa que se repite mucho y es que parece que estáis enfadados cuando habláis, parece que es una cosa anecdótica pero es real. España es una multitud de muchas comunidades donde las características son totalmente diferentes por la geografía de montaña, el Mediterráneo donde se aglutina la personalidad de una comunidad, una forma de entender las cosas, de hacer las cosas. Es una riqueza importante. Los romanos decían que la Península Ibérica era un conjunto de pueblos siempre en disputa entre ellos y seguimos así (ríe). Entonces cuando llegas a la capital y todas esas personas que se han criado en distintas comunidades se juntan se produce un efecto de miedo, de conocimiento y desconocimiento, de cómo se comporta el otro. Cuando se juntan en la capital y tienen que convivir es un choque, es una explosión de distintas formas de entender las cosas, de hablar, y la forma de decir las cosas es bastante agresiva. Y luego creo que hay una socarronería — una palabra igual muy española — que es como la flema inglesa pero con más mala leche, o sea un humor más negro. Eso que se da en la serie, se da en la comunidad de vecinos de “Aquí no hay quien viva” porque yo te digo algo siempre con segundas o te las lanzo y más que sutilmente como igual pasa en otros países (por ejemplo, en México yo te estoy diciendo una cosa y el subtexto de esa cosa es que quiero decir otra, o sea, si te estoy diciendo: “Qué pelo más bonito, qué bonito”, te estoy diciendo: “Me quiero ir contigo”). Aquí es más directo, no hay tanta sutileza, hay más ironía, más acidez. Y por eso parece que estamos todo el día enfadados, estamos todo el día uno cagándose en el otro (ríe). Somos así.

EM: La serie tuvo bastante éxito en Latinoamérica.

IA: Sí, pero más en unos [países] que en otros. Creo que en Argentina, en Chile tuvo mucho éxito. Pero, por ejemplo, en México (no tengo los datos o las estadísticas) no tuvo tanto éxito. Es interesante analizar el porqué y es una cosa cultural. Sería interesante analizarlo, por ejemplo, para crear proyectos audiovisuales que sean posibles de venderlos en todo el mundo, para intentar hacer un proyecto más global. Al final la cultura audiovisual se está globalizando entonces sí que creo en productos que se pueden vender o ver en todo el mundo porque realmente todo el mundo ya tiene acceso a las distintas culturas y a las distintas claves de las culturas.

EM: Uno de los aspectos fundamentales que tienen las series de televisión de éxito es que a pesar de utilizar elementos globales y universales no corren el riesgo de diluir el contenido. ¿Cómo afecta globalización el contenido de la televisión?

IA: Lo estandariza. Por ejemplo, en el mundo la gastronomía española es la número uno. Una de las formas que está funcionando y que se está instalando en el mundo es el concepto tapas o pintxos. La gente lo recibe porque se adapta a la vida moderna, la rapidez, etc. Con el [mundo] audiovisual está pasando lo mismo. Internet lo está globalizando todo. La gente joven no tiene tiempo y quiere sintetizarlo todo en productos cortos como los pintxos en que tú veas lo que te guste, rápidamente —que es lo que hace la publicidad—. La gente prefiere degustar muchas cosas pequeñas y diferentes que [degustar] una grande porque ya no tiene paciencia. Por eso me parece muy interesante el mundo del Internet y el mundo del video industrial — al que yo ahora me dedico mucho — en el que se aglutinan elementos que son muy interesantes porque está el lenguaje audiovisual, del spot publicitario, del videoclip, de las películas, de las emociones, eso aunado con el cliente [y tener] que contar historias con humor para vender su producto.

Todo esto de la globalización es lo que más me interesa, me interesa más que hacer proyectos, y como está la economía a nivel televisivo cuesta mucho dinero y mucho tiempo y esfuerzo en sacarlos adelante. Me interesa la inmediatez de Internet que puedes hacer cosas muy creativas, no tienes límite y tienes un escaparate mundial. Internet me parece la nueva ventana al mundo para que todo el mundo tenga la posibilidad de ser creativo — ese creativo de niño que todos tenemos dentro — y que cada uno pueda desarrollarlo al nivel que quiera.

EM: Pero al final de cuentas, Internet es sólo una plataforma. La necesidad de contenido que vale la pena es aún muy importante.

Iñaki Ariztimuño ha sido guionista y realizador de series de televisión como “Médico de familia” y “Periodistas”. Junto a Alberto Caballeró, creó la icónica serie “Aquí no hay quien viva”, la serie más vista de la primera década del siglo XXI en España, según datos de la Entidad de Gestión de Derechos de los Productores Audiovisuales. – Foto de Jon Ariztimuño

IA: Sí, tú no puedes cocinar un plato por muchos elementos de cocina y tecnología [que tengas] … Tú no puedes cocinar un plato si no tienes la buena materia prima y una idea clara de hacer un plato con unos buenos ingredientes. Pasa lo mismo [en el mundo audiovisual]. Tú por muchas plataformas, tecnologías que tengas, si no tienes un buen contenido vas a morir, y eres efímero. Es importante el contenido, tener algo que contar y que luego sepas llegar al punto. Sí que estamos en un período de confusión de tantas nuevas cosas que parece que una cosa solapa a la otra o que oscurece a la otra, pero está.

EM: “Aquí no hay quien viva” salió en 2003 y tuvo cinco temporadas. Si hubiese salido ahora, cuando el país está atravesando por una crisis económica, ¿crees que tendría el mismo éxito que tuvo?

IA: Nunca se puede saber, porque las cosas han cambiado mucho, han surgido más televisiones, el público está más fraccionado a nivel audiencia porque hay más contenidos y posibilidades con lo cual es más difícil canalizar al público como en ese momento.

[Pero] yo creo que sí, yo creo que al final es un contenido que dentro de todos los platos que tú tengas de posibilidades está muy bien. Está muy bien que tú puedas comer caviar una noche o dos, o toda la semana, pero si lo comes todos los días te cansas, entonces quizá un día a la semana te interesa comer una tortilla de patatas que es «Aquí no hay quien viva». «Aquí no hay quien viva» es una tortilla de patatas con productos españoles sabiéndolo hacer con nuestro humor, idiosincrasia, cultura española. Muchas series que han querido hacer hamburguesa han fracasado porque la hamburguesa la hacen bien los americanos. Los españoles cuando quieran hacer hamburguesas tienen que hacerla pero con variación.

EM: ¿Cuál es el estado actual de la televisión en España?

IA: [Existe] una forma muy industrial de hacer televisión. [Antes era] muy artesanal, porque lo que hacían era contratar a un director, y este director contrataba a guionistas que escribían sobre un proyecto. [La productora de televisión] Globomedia [instaló] un modelo muy americano de trabajar e industrializó [el medio], lo que condicionó los guiones. Por ejemplo, si tú eres una escritora y yo soy un escritor de “Lost”, tú escribes un capítulo y yo otro, cada uno le dará un toque diferente [a la serie]. Lo que ha hecho Globomedia y como se trabaja en Estados Unidos es que nosotros somos equipos, [eso es] yo escribo un guión contigo pero luego tenemos otros equipos que supervisan nuestro trabajo al final. Lo que pasa es que lo unifican, dándole la misma forma, no que tenga mi personalidad o tu personalidad sino la personalidad global del creador de la serie o los que deciden.

Ese módulo industrial lo he vivido personalmente, y ha condicionado que se han hecho series más al modelo americano de trabajar y eso no ha hecho que haya un genio que te haga un capitulo genial pero sí que ha unificado un nivel de producción de la serie estándar muy bueno. En ese recorrido también se ha conseguido un nivel de producción porque los costes económicos no se pueden permitir al llegar a hacer las series de ficción americanas, entonces se ha conseguido equipos de grabación muy eficientes que son capaces de hacer una serie de una hora y media, una hora en una semana y narrar como lo narran los americanos a una cuarta parte de los gastos de los americanos. Eso tiene mucho mérito.

El nivel de ficción en España creo que está, en cuanto al lenguaje audiovisual, al nivel de cualquier serie americana, salvando un poco las distancias, por las facilidades económicas que supone que yo quiera poner…

[En cuanto al] contenido creo que se ha conseguido llegar al público igual que puedes llegar con una serie americana. Yo creo que en muy pocos años España se ha puesto al nivel que podría ser competitivo con cualquier país. Pero ahora lo que pasa es que estamos en una crisis y si la industria fuese normal e inviertese dinero para la televisión podríamos ser un país competitivo que exporte contenido…. Hay talento y se han generado profesionales que son capaces.

EM: La cadena de televisión ABC ha estado interesada en adaptar “Aquí no hay quien viva”. ¿Cómo crees que sería desplazar esta serie española a la cultura estadounidense?

IA: Se ha valorado la posibilidad en la cadena ABC de hacer la serie en Estados Unidos. Pero, claro, tendrá que ser una comunidad donde la idiosincrasia cultural de los personajes sea americana. Es difícil porque allí no todas las ciudades son como Nueva York donde la gente vive en edificios, en comunidades. No es lo mismo.

Por ejemplo, en la serie “Mujeres desesperadas” [“Desperate Housewives”] que era en una residencia de chalets pero que había humor y que a los personajes les pasaban cosas graciosas. El público americano lo entiende más porque viven en una urbanización que todos tienen la misma casa, los vecinos hablan mal del otro… puede ser lo más parecido al concepto de “Aquí no hay quien viva”.

Pero creo que es muy difícil adaptar un proyecto. Hay que ser muy habilidoso para saber qué elementos sí [incluir] y qué elementos no. Es complicado. Los humanos sí tenemos cosas que nos unifican pero luego hay que perfilar mucho.

EM: Después de dos décadas en la televisión y en el mundo de la ficción audiovisual, ¿tienes alguna interrogante o incógnita que aún te persiga?

“Una vez me dijeron algo muy bonito: ‘Tus sueños han sido parte de tu realidad’. Mi abstracción — el tiempo que he estado abstraído en mi mundo — es parte de mi mundo, de mi realidad. Y eso me parece bonito”, dice Iñaki Ariztimuño, co-creador de la exitosa serie de televisión “Aquí no hay quien viva”. – Foto de Jon Ariztimuño

IA: ¿Dónde están los límites de los sueños y la realidad? [Una película que me marcó de joven fue] “Birdy” de Alan Parker [que trataba] de un hombre que se creía un pájaro y acaba en la cárcel; [era] un poco la historia de lo que me pasaba a mí. Cuando era niño sufría porque yo no quería abstraerme tanto; quiero estar más con la realidad, y todo lo que me pasaba yo no lo controlaba. Pero una vez me dijeron algo muy bonito: “Tus sueños han sido parte de tu realidad”. Mi abstracción — el tiempo que he estado abstraído en mi mundo — es parte de mi mundo, de mi realidad. Y eso me parece bonito.

La lección

Un cuento del escritor ecuatoriano Juan Pablo Castro Rodas

Por Juan Pablo Castro Rodas

Desde que nació, Luis –Lucho, como le decía su mamá una vez llegado a este mundo– mostró un temperamento impetuoso, incontrolable. Era como si su espíritu no fuese humano sino animal. Su padre, al mirar su rostro, creyó que era obra del demonio. Es tu culpa, le dijo a su esposa. Los ojos del bebé eran delgados y amarillos como los de un gato, la nariz puntiaguda, de ratón, la boca: apenas una línea roja de carne, y los caninos (cosa completamente inusual en los recién nacidos que, igual que los viejos, tienen por boca una cavidad parecida a un molusco, sin rastro óseo), los caninos eran como dos reproducciones en miniatura de aquellos famosos dientes que consagraran la imagen del Conde Drácula.

Su cuerpo, todavía envuelto en la ternura aromática de recién nacido, no obstante, ya mostraba las señales de lo que sería meses después: piernas y brazos largos de lémur, tórax prolongado como una quilla, y, aquello que más llamó la atención del aterrorizado padre, la cabellera lacia, plateada, alienígena. “Pérfida”, gritó a su mujer, y en la noche, con las ondas violáceas de la borrachera marcándole el rostro, se contuvo para no partirle la cara. Debería ir al hospital, pensaba, y meterle una paliza, tal vez marcarle la frente con una cruz al rojo vivo. Lloró. Era una noche de luna llena y, por unos segundos, con la piel crispada y un desconsuelo que le prensaba el alma, creyó que debía aullar. Pero no lo hizo. Tomó la vieja maleta de madera de sus tiempos de conscripción militar, la llenó con unas cuantas prendas, y, mientras en su cabeza se repetía la imagen de su hijo junto al seno generoso, mestizo de su mujer, pensó que quizá debería regresar al hospital.

Bebió un sorbo más del aguardiente que llevaba en el bolsillo de su pantalón, y, de entre el cajón de la ropa interior de su mujer, extrajo la alcancía con forma de chanchito. Era el tesoro mayor de Rosa. Cada día, a pesar de los pocos ingresos que obtenía lavando ropa, se daba modos para depositar una moneda, o un billete, en el mejor de los casos. Ahorrar era su obsesión. Depositar metódicamente dinero le imprimía una dosis de esperanza. Era una forma de reafirmar la idea de que el futuro, en efecto, podía ser mejor.

El día que comprobó su embarazo, luego de salir del hospital del Seguro Social, se dirigió hasta el mercado mayorista y escogió un chanchito de reluciente barro barnizado. Al llegar a casa lo colocó junto a la imagen de la Virgen María sobre un estante al lado del televisor y de varios afiches de divas de la tecnocumbia. Cuando su marido llegó le contó la noticia. Los dos celebraron el acontecimiento con un suculento pollo a la brasa que comieron en una fonda cercana a La Marín. Al llegar a casa –la única construcción apenas visible entre el follaje que crecía salvajemente sobre el apestoso río Machángara– miraron la telenovela de la noche y se durmieron enredados como dos serpientes.

Los meses de embarazo transcurrieron con relativa normalidad: Rosa lavando ropa de las familias de los militares del frente Eplicachima, y Washo dedicado de lleno a la construcción de uno de los tantos edificios que se alzaban en la zona de la Coruña. Aunque todavía no era maestro mayor, sus dotes como albañil le avizoraban un futuro prometedor. El único acontecimiento que rompía esa monótona pero feliz espera del primer vástago era el deseo frecuente, irreprimible de Rosa por comer carne cruda, sobre todo alas de pollo. Cada día, luego de la jornada laboral, Washo pasaba por el mercado y compraba una docena de alas. Rosa las devoraba sin remordimiento, masticando frenéticamente la fría piel, los músculos y cartílagos. Al final, apenas satisfecha, se limpiaba la boca con el dorso de la mano y se adormecía sobre la mesa del comedor.

Desde el río ascendía una onda caliginosa de nauseabundos olores: una pócima ácida de la que surgían glóbulos dulzones y oleadas de toda la mierda que producían los habitantes de Quito. Sin embargo, Rosa y Washo habían logrado bloquear el sistema olfativo lo suficiente como para disimular la contaminación, de tal suerte que la vida fuese llevadera. Además, la casa –una suma de tablas y pedazos de zinc, plásticos y unos cuantos ladrillos, a los que Washo, gracias a su habilidad, había podido dotar de cierta armonía y seguridad– estaba levantada en un terreno que nadie quería y al que había accedido con la facilidad que permiten las invasiones. La casa estaba en un hueco del espacio. Nadie parecía conocerlo. Nadie quería mirar hacia el techo que relucía entre las matas de polvorosa vegetación.

Al principio, los olores del río, ascendiendo en espirales de calor, eran insoportables. Marido y mujer sufrían de mareos y náuseas. Sin embargo, poco a poco, empezaron a soportarlos. Rosa prendía incienso y sahumerio y al menos dentro de la casucha la fetidez parecía disiparse.

Washo solía reunirse los domingos con algunos colegas para beber cerveza y jugar vóley. Esas tardes, con el sol crepitando en el cielo, Rosa se sentaba en una silla mecedora que su marido había rescatado de la basura, para mirar el cielo con los ojos adormilados. Se acariciaba la barriga, y pensaba en su hijo. Respiraba acompasadamente, mientras escuchaba el rumor del río: un soporífero y constante murmullo quebradizo. Solamente cuando la tarde se crispaba en letanías brumosas, anuncios seguros de aguacero, regresaba a la cama, y prendía la televisión. De un día para otro, cerca del octavo mes de gestación, Rosa se dio cuenta de que le era imposible continuar lavando pues la barriga, inmensa como un óvalo puntiagudo, le producía un intenso dolor en la cintura. Decidió que se quedaría en casa, esperando la llegada del primogénito: Luis debía llamarse, como el abuelo cariñoso al que recordaba con enorme amor.

Todo parecía resultar como lo habían planeado: tenían un techo seguro, ingresos frecuentes y, sobre todo, después de tanto tiempo de espera, la llegada del hijo. De hecho, el embarazo de Rosa, terminó por sofocar las bromas de los amigos de Washo que, cada vez y con mayor frecuencia, ponían en duda el vigor de su masculinidad. A la pareja, además, la presencia del feto creciendo en el útero de la mujer, le otorgó una cuota adicional de alegría. Y hasta pensaban en la mujercita, dos años más tarde. No obstante, el día del alumbramiento, luego de que Washo descubriera el pequeño monstruo que emergió del vientre de su mujer, las cosas cambiaron radicalmente: el padre, con los pocos ahorros de la alcancía y la seguridad de que su mujer era un ser infiel, demoníaco, desapareció para siempre, y la madre, a pesar de hallarse en la plenitud de su juventud, empezó a envejecer a ritmo acelerado. Era como si el hijo, con cada chupón de sus senos, la secara por dentro. Debió doblar el consumo de alimentos ricos en proteínas para satisfacer las exigencias cada vez mayores de su hijo.

Al descubrir que su marido había huido, Rosa se sumergió en un pozo oscuro y silencioso. Llamó por teléfono a su hermano que vivía en Italia, y, después de contarle los acontecimientos –omitiendo las características físicas del Lucho, y acentuando la partida de Washo–, le rogó que le diera una mano. El hermano, conmovido con la historia de su hermana menor, le envió unos cuantos euros, pocos, pero lo suficiente como para que ella pudiera mantenerse en los primeros meses. Luego, con el niño envuelto en una manta y colgado sobre su espalda, retomó las jornadas agotadoras de lavado de ropa. Una de las esposas de los militares le dijo que necesitaba una empleada doméstica y ella, sin pensarlo dos veces, aceptó la oferta. Con ese sueldo, y las docenas de camisas y pantalones que lavaba en uno de los lavadores municipales, poco a poco, empezó a creer que el futuro podía ser mejor. Compró otra alcancía y, luego de agradecer a la Virgen por todas sus bendiciones, puso unas cuantas monedas. Qué dichosa se sintió al escuchar el golpe menudo de las monedas cayendo al fondo del chanchito.

A pesar de la figura animal de su hijo, Rosa descubría cada día los dotes excepcionales de su Lucho. Aprendió a caminar antes de los seis meses, y a pesar de que sus piernas todavía estaban frágiles, el pequeño se daba modos para desplazarse de un lado para otro. Enroscaba sus uñas a las patas de las sillas y, soportado en sus gigantes pies, daba un pasito y luego otro.

En un ser como Lucho la vida parecía sucumbir a la paradoja del espacio-tiempo. Aunque la vida continuaba con su tránsito monótono entre la sombra y la luz, el mundo del niño, encarnado en su propio cuerpo, se movía a otro ritmo. Un día –todavía en los primeros meses de vida– podía parecer un bebé tierno, descubriendo el mundo con sus ojitos abiertos, fulgurantes; y otro día –como si dentro de ese mismo cuerpo otro ser luchara por salir– Luis parecía más grande, dos, tres años mayor. Así, cada día suponía para la madre un nuevo acontecimiento incomprensible. Mientras su hijo dormía parecía que las células se reproducían a la velocidad de la luz. Y otro día, esas mismas células se contraían, retrotrayendo el cuerpo del hijo. El cuerpo de Luis: masa de plastilina, se alargaba y acortaba: fuelle de acordeón. Era imposible precisar la edad del niño. Desde los seis meses, cuando empezó a caminar, la mutación no se detuvo. Rosa optó, por ello mismo, en prescindir del vestido para su hijo –pantalones, camisetas o medias, valían un día sí, otro no– y cubrió a su hijo con un poncho que, unos días, le cubrían apenas el pecho y otros, le llegaba hasta los tobillos.

Sin embargo, quizás hacia el sexto año, el ritmo frenético paró.

Luis dejó de extenderse y enrollarse: la materia gomosa que parecía formar su cuerpo dejó su consistencia plástica para convertirse en carne humana: las células, por fin, parecieron encontrar respiro. Y el niño, igual que una mariposa que emigra de su capullo, salió a la luz.

Tenía una habilidad sobrenatural con las manos: sentado afuera de la casa, luego de que la lluvia hubiese terminado de caer, dejando la tierra húmeda, lodosa, tomaba un poco de tierra y empezaba a formar figuras. No eran las torpes masas amorfas que hacían los niños de su edad, sino delicadas representaciones de humanos, árboles y animales. En especial, le encantaba diseñar gatos, gallinas y monos. Miraba en la televisión algún programa donde aparecían estos animales y luego los reproducía con el barro. En su memoria prodigiosa se impregnaban los registros concretos de las formas y colores. Hablaba con soltura adulta, cualidad que empezó a mostrar desde los primeros meses cuando las palabras –igual que el cuerpo gelatinoso– se desplazaban en un ir y venir como un filamento de queso mozzarella. De bebé –tal vez antes del primer año de vida– emitía oraciones completas, lógicas y sugestivas, a veces monólogos delirantes, y al día siguiente, al ritmo de su cuerpo que se contraría, apenas podía pronunciar monosílabos o gemidos torpes. Pero a los seis años o más, cuando cesó el crepitar acelerado de su cuerpo, también las palabras encontraron su medida.

La madre, a pesar de su poca educación, estaba segura de que su hijo era especial, pero no se atrevió a comentar con nadie sobre sus capacidades singulares. Nadie le creería. Por el contrario, luego de que el pequeño empezara a caminar, a crecer y reducirse el mismo tiempo, decidió que el único sitio seguro para él era la casucha donde vivían. Dejó de llevarlo a la casa de los señores López, donde estaba empleada, y lo encerró. Todas las mañanas, luego de que su hijo comiera abundantes porciones de alas de pollo –herencia directa de su madre– y bebiera dos buenas tazas de humeante café, cerraba la casa y ponía candado a la puerta. El sol brillaba sobre la superficie del candado. El ruido de los autos –una ola trémula de motores y cláxones, de sirenas de ambulancia y escapes dañados– inundaba el ambiente desde la avenida que se hallaba a trescientos metros de la casa rodeada por un espeso follaje.

Rosa al regresar a casa encontraba a su hijo inquieto, con los ojillos desorbitados y un hambre feroz. Le calentaba los restos de comida que había tomado de la casa de los López y le preguntaba qué había hecho. Lucho devoraba arroz, carne, plátanos fritos, apenas respirando después de cada bocado, y, al mismo tiempo, le contaba a su madre que había moldeado su figura: una réplica asombrosa de su madre, en miniatura, que a Rosa, contrariamente a lo esperado, le produjo desconcierto y miedo.

Día tras día, el encierro le resultaba asfixiante. Una tarde, cerca de las seis, cuando en el cielo se tejía una constelación de apremiantes nubes cenizas, Rosa descubrió que su hijo había escapado de la casa. En una de las paredes se divisaba un hueco lo suficientemente grande como para que el cuerpo de Lucho –brazos y piernas largas, cabeza redonda y pecho desprendido en una amelcochada giba– pudiera salir. No tardó mucho en descubrir dónde se hallaba la criatura pues una serie de estruendos, como los de un pájaro silbador, le dieron la señal. Lucho estaba encaramado en uno de los árboles que crecían a mitad de camino entre la casa y el río. El niño, al mirar el desconcierto de su madre, rió y empezó a descender colgándose de las ramas, como un mono.

Rosa lo reprendió, le dijo que no podía romper las paredes de la casa, y escapar como un loco, debía hacer caso a lo que ella dispusiera. Lucho le dijo que no podía aguantar ahí adentro, tantas horas, pero que le prometía que si ella le dejaba quedarse fuera de casa, él, como un niño bueno, obedecería todas las disposiciones que ella, como su santa madre, le recomendara. Rosa cedió. Era imposible otra respuesta. Lucho se acercó donde su madre y parándose sobre sus piernas le abrazó cándidamente. La noche cayó. En el cielo era posible contemplar un cúmulo insondable de estrellas y constelaciones. Cómo habría querido Rosa conocer historias sobre navegantes galácticos para contárselas a su hijo, pero apenas podía reconocer la Cruz del Sur. Le contó que, hacía tiempo, en su juventud, un enamorado le había mostrado en el cielo estrellado aquella forma singular que recordaba la cruz donde murió nuestro querido señor Jesucristo.

No obstante, las promesas de Lucho resultaron solamente eso.

Cada tarde, al regresar de su trabajo, Rosa encontraba nuevos destrozos. El niño abría huecos en las paredes, arrancaba las láminas del zinc, quemaba las ollas. Lo peor de todo –que es mucho decir, pues la casa parecía haber soportado los embates feroces de un tornado– era que el Lucho se había aficionado por coleccionar todo tipo de cadáveres de animales: ratas, pájaros y perros. Para ello fabricaba trampas con sogas, cajas de madera y palos de escoba y afilaba también un platinado cuchillo de cocina. Incluso había tomado algunos de los cables de luz que su madre usaba para colgar la ropa con el fin de fabricar sus trampas.

Afuera de la casa, junto a la puerta de entrada, el niño, luego de rondar por las trampas dispuestas en los perímetros colindantes coleccionando los animales cazados, se sentaba en cuclillas y con el cuchillo terminaba de matar a las víctimas, luego las trasquilaba hasta dejarlos como bebés recién nacidos, y los colgaba en filudos palos clavados en la tierra. Para Rosa era un espectáculo terrorífico, pero, a pesar de los intentos de negociar con su hijo, nada podía hacer. También continuaba esculpiendo hermosas figuras de barro: ángeles y vírgenes, cisnes y tucanes, sirenas y unicornios. La madre no terminaba de asombrarse cada vez que su hijo la tomaba de la mano y la llevaba detrás de la casa donde, como si fuese el jardín de las delicias, estaban sus esculturas. “¿Dónde viste esto, hijito?”, preguntaba la madre, al descubrir frente a sus ojos a un gigante unicornio. “No sé, mamá”, le respondía Lucho, “me aparecen en la mente”.

No obstante la admiración que le producía, ella ya no podía controlar a su hijo. En varias ocasiones, al encontrarlo sentado en el suelo, con la luz de la tarde cayendo sobre su cabeza como un chorro de aceite, rodeado de los cadáveres de los animales cazados, perdió los estribos y luego de gritarle que dejara de hacer eso, se sorprendía a sí misma pegando a su hijo, primero nalgadas, y luego cachetadas o golpes de puño. Rosa –que provenía de una familia en la que la madre había hecho de la violencia contra su hija un acto normal, obligatorio– se había prometido a sí misma, a los quince años, mientras su madre le pegaba en la cabeza con la escoba, que cuando fuese madre jamás haría lo mismo con sus hijos, ahora, al tiempo que descargaba su furia contra su hijo, creía que Dios la castigaría por su comportamiento.

Incluso llegó a creer que su hijo, así, monstruoso, desafiante y salvaje, era un castigo divino por una vida llena de licencias y pecados. ¿Pero cuáles, mi Dios padre –le preguntaba–, si ella había sido tan devota y cristiana, durante toda la vida? En su mente, cruzada por la neblina y el desconcierto, apenas podían vislumbrarse imágenes imprecisas del pasado. Quizás aquella vez que perdió la virginidad detrás de unos matorrales en su pueblo. O, pocos años antes, cuando la sangre de la primera menstruación le pareció un acto impuro que enterró junto con el estropeado calzón junto a un árbol. Tal vez el hecho de gozar su cuerpo al sentir las caricias de aquel enamorado con el que, luego de hacer el amor sobre el pasto verde de la quebrada de Lloa, creía que el mundo era hermoso, apostada sobre su pecho, mientras él le hablaba de la Cruz del Sur.

Tal vez el odio a ese mismo Dios que no evitó que la puñalada de un asaltante nocturno se llevara a su hombre. Rosa se preguntaba si ahí estaría la raíz de la ira divina, si esa sería la causa, pensaba, de todos sus castigos y acto seguido, mientras observaba a su hijo, sumiso, agarrado a los pies, a los cuales besaba con devoción silenciosa, le tomaba en brazos y lo besaba en las mejillas, una y otra vez, como si así pudiera desprenderse del horror que le causaban sus propios actos.

Luego de estos encuentros, el niño parecía sumirse en un estado meditativo, lejano, apenas susurrando para sí, al tiempo que se acostaba sobre el piso para mirar las formas apelmazadas de las nubes. Así pasaba el día entero hasta que las primeras gotas empezaban a caer. Entonces, rápidamente, se metía en casa. Odiaba el agua. La madre y su hijo, juntaban planchas de zinc o pedazos de plástico para cubrir los agujeros que el propio Lucho había hecho.

La calma parecía regresar.

Sin embargo, de un día para otro, la ley de la ferocidad operaba nuevamente en el cuerpo de Luis. Se levantaba de la cama y luego de que su madre partiera para sus jornadas habituales, empezaba con sus andanzas. Para Rosa era ya un caso perdido. Empezó a contarle a su patrona sobre el comportamiento extraño de su hijo así como sobre sus habilidades para la escultura y la caza de animales silvestres. La señora de López, luego de salir del estupor –una mezcla de incredulidad y asombro– aconsejó a su empleada doméstica que ingresara a su hijo a un instituto mental, quizás ahí, le dijo, podrían encontrar la cura para los males. Rosa le dijo que su hijo no estaba loco. -”Entonces”, respondió la señora de López, -”deberías darle una lección. Dile a un hombre que conozcas que le dé una buena paliza al guambra malcriado para que tome juicio”.

Rosa, mientras la señora le recomendaba, pensó en su compadre Edison. Aunque no lo había visto en mucho tiempo, a raíz de la desaparición de su marido, seguramente podría contar con su apoyo. Durante el trayecto de regreso, sentada en una de las últimas bancas del bus, mientras la ciudad parecía una mancha de formas, apenas visible detrás de la ventana, Rosa creyó que, quizás, no fuese necesario adoptar medidas tan extremas. Su hijo no era tonto, y tarde o temprano debía entrar en razón. Era cuestión de mantener la calma, armarse de paciencia y esperar a que en el Lucho se abriera el entendimiento. Sin embargo, al llegar a la casa se dio cuenta de que, en efecto, era imposible dominar la naturaleza animal de su hijo. Sobre la puerta de la casa, el niño había clavado al menos dos docenas de diminutos cráneos pulidos y lisos –sobre los cuales el sol de la tarde refulgía con sus últimos rayos de luz– de bebés ratas. Rosa no reaccionó como hubiese sido de esperar. Apenas le dijo que tenía unas cuantas alas de pollo que había tomado de la refrigeradora de su patrona y que pronto podría comer.

A la mañana siguiente fue a visitar a su compadre Edison en el edificio que levantaba, junto con treinta albañiles más, frente al parque La Carolina, y le contó todo, sin guardarse ningún detalle. Los dos, apostados debajo de uno de los árboles del parque, se protegían del caliginoso resplandor del mediodía, mientras comían platos de guatita y bebían sorbos de Coca Cola. El compadre le dijo que contara con su ayuda. El fin de semana iría a la casa y le daría una buena zurrada al impetuoso niño de los demonios. Y así lo hizo.

El sábado llegó cerca del mediodía. Traía atravesada una borrachera a cal y canto. Apenas podía ponerse en pie y, mientras lanzaba improperios contra el mundo, trataba de encender un cigarrillo. Rosa salió de la casa donde a esa hora preparaba una espesa sopa de fideos con pollo. Lucho estaba detrás de la casa diseñando un conjunto de figuras en serie: se trataba de una decena de maltrechos soldaditos estadounidenses de la guerra de Vietnam que el niño había visto en una película el día anterior. Al mirar el estado calamitoso del compadre, Rosa se arrepintió de haberle pedido lo pedido. A la vista era una mala idea y, al tiempo que arrastraba al compadre adentro de la casa, trató de disuadirlo, pero era una misión imposible: Edison, afiebrado por el alcohol que bullía en la sangre, insistía en que si su comadre necesitara de un hombre que pusiera las reglas de la casa, él estaba ahí para eso y para lo que necesitara. Al subrayar las últimas palabras, Rosa sintió una punzada en el estómago. ¿De verdad, era real lo que escuchaba? ¿Podría su compadre, el delgado y sibilino Edison, anidar en su corazón otros sentimientos hacia ella? Y de ser así, ¿eso podría suponer que Dios le diera una nueva oportunidad para ser feliz?

Durante los siguientes minutos, mientras Edison caía desplomado sobre la cama, con la piel cetrina y los ojos hundidos en profundas ojeras, Rosa pensó que, quizás, todo podía arreglarse, aunque, inmediatamente, otra punzada le apuñaló el corazón: tal vez, el borracho Edison, quisiera que ella estuviese, por obra y magia del destino, otra vez soltera y huérfana de hijos. Tal vez, seguía pensando, como si su cerebro fuese una máquina fabril, el compadre suponía que ella quería deshacerse de su hijo para allanar su camino. Eso jamás pasaría, dijo al borracho que empezaba a roncar emitiendo sostenidos hipos apestosos, y fue a encontrar a su hijo. Era un acto instintivo, debía abrazarlo y reafirmar que, pasara lo que pasara, nunca se separarían. Detrás de la casa, amparado por las sombras que formaban las prendas colgadas en los cables de luz, Lucho continuaba con su metódica labor. Alzó la mirada y vio a su madre: le parecía hermosa, casi la réplica perfecta de la Virgen María que los protegía desde la imagen clavada cerca del televisor: pensó que debería moldear la figura de su madre y él en su piernas, apenas despierto. Durante otros segundos la contempló iluminada por los rayos del sol que a esa hora caían desde el cielo, perpendiculares, en un chorro prolongado de luz blanca.

La madre se acercó y, sin rozar siquiera las piezas que su hijo había formado con tanta meticulosidad, le abrazó, le besó en la frente, los ojos y las manos. “Mi amado hijo”, le dijo, y regresó a la casa. El compadre la esperaba bajo el umbral de la puerta, con los ojos vidriosos y trastornados. En la mano derecha blandía el filoso cuchillo que Rosa usaba en la cocina. Rosa se abalanzó hacia él. “¡Está loco!, compadre”, le dijo, “deje eso”. “¡No!,” gritó el hombre, ahora vamos a hacer justicia divina: “hay que matar al engendro de Satanás”. “Deje, deje”, imploró Rosa, tratando de evitar que Edison pudiera dirigirse a la parte trasera de la casa. Pero los intentos fueron vanos: ella no podía competir con la fuerza del compadre quien, con un manotazo preciso en el rostro, la dejó tendida sobre la tierra.

Una nube pasajera desdibujó la masa caliente del sol. Se hizo la sombra. Edison caminó todavía zigzagueante hacia el pequeño Lucho. Éste, al mirarlo, se levantó preparado para lo que venía. En su fuero interior sabía que debía defenderse del gigante que, con los ojos ensangrentados de furia, se acercaba. La pelea fue breve, apenas lo suficiente como para que el niño, con un salto impredecible, estuviera sobre el cuerpo del borracho. En la caída, Edison se desprendió del cuchillo y, durante unos eternos segundos, miró la figura demoniaca de Lucho, con los dientes de Drácula y la risa colmándole el rostro. Y luego, al tiempo que sentía cómo el filudo metal ingresaba en su corazón, pudo sentir los estertores de su vida, una vida que se le escapaba entre regurgitaciones de burbujeantes sendas de sangre, y el olor ácido, ligeramente dulzón de la misma sangre. Luego, el silencio. Lo último que miró fueron unas sombras que descendían del cielo como caballos salvajes, y el olor espeso del contaminado río Machángara.

Cuando Rosa despertó corrió hacia la parte trasera de la casa. El corazón le latía con fuerza. Una línea de sangre le surcaba la frente, le dolía la cabeza. Entonces descubrió la escena: el cuerpo sin vida del compadre, con el cuchillo todavía clavado en el corazón, sobre un rojísimo charco de sangre, junto a las ropas en el piso, las mismas que ella había lavado por la mañana y que luego colgara sobre los alambres de luz. Extrajo el cuchillo del cuerpo inerte con un gesto de horror, y empezó a buscar a su hijo por todas partes, gritando su nombre una y otra vez.

Todo estaba en silencio. Era como si el tiempo se hubiera detenido, en una perpetua cámara lenta, tan poderosa que desvanecía los ruidos, los olores, el espacio. Caminó hacia la quebrada que llevaba al río. Ahí, envueltos al árbol descubrió los cables de luz. Gritó, aulló, y se abalanzó hacia su hijo al mirar cómo esos cables, sujetos a la raíz del árbol, envolvían su cuello. Con el cuchillo friccionó sobre la capa de PVC hasta que, por fin, los cables se rompieron. Inmediatamente escuchó como el cuerpo de su hijo se deslizaba por la quebrada. Se imaginó lo peor: el cuerpo de Lucho cayendo sin resistencia hasta el mismo río. Pero, por suerte, mientras el niño se deslizaba entre los matorrales, había podido sostenerse con sus manos. Benditas garras de mono, pensó la madre, y empezó a subir a Lucho. En el cuello le surcaban dos líneas violáceas; de la piel lacerada brotaba un fina capa de sangre; los ojos, todavía desorbitados y la lengua colgando de los labios. Pero estaba vivo. Era un milagro. Durante el resto de la tarde curó las heridas de Lucho y, sentada sobre la silla mecedora, contempló cómo la tarde se perdía detrás de un azulino manto amarillento, renacentista.

Lucho, todavía con los colmillos de la muerte mordiéndole las heridas, pensó que la siguiente escultura que elaboraría sería la de su piadosa madre, vestida como la Virgen María, con su hijo sobre sus piernas, desfalleciente y feliz. “Sí, eso haría”, pensó.

ESCRITOR ECUATORIANO JUAN PABLO CASTRO POR SU NOVELA LOS AÑOS PERDIDOSJuan Pablo Castro Rodas (Cuenca, Ecuador 1971) es escritor y profesor universitario. Sus artículos sobre cine y literatura han aparecido en las revistas Diners, El Búho, La Casa, Caracola, Kipus, SoHo, Casa de las Américas, Revolución y cultura, y en algunos periódicos. Algunos de sus cuentos han sido publicados en las revistas Casa de las Américas, Barcelona Review y Omnibus. Es autor del poemario El camino del gris, las novelas Ortiz, La estética de la gordura, La noche japonesa, Las niñas del alba, Carnívoro, Los años perdidos, el libro de cuentos Miss Frankenstein, el libro de teatro Los invitados y del ensayo Las mujeres malas. Forma parte también del libro de ensayos Quadrilátero, y de la antología “Latitud cero: doce narradores ecuatorianos”.

En el país de “la gente del agua”

El periodista Robert Max Steenkist junto a un grupo de expedicionarios exploran el río Vaupés en el sureste colombiano para conocer a los indígenas wanano.

Durante cinco días un grupo de nueve expedicionarios bogotanos remontamos el río Vaupés hasta la población de Taina en el sureste colombiano para compartir tiempo y actividades con los indígenas wananos o guananos.

Los indígenas wanano son una comunidad de aproximadamente 1.000 habitantes dispersos en poblados como Santa Cruz, Villa Fátima, Macucú, Naná, Yapita y Carurú, a lo largo de la frontera del departamento del Vaupés con Brasil.

Se llaman a sí mismos “Gente del agua”. Su vida gira en torno al río. Son expertos en pesca, que ejecutan usando los cacurís, o trampas para peces que instalan en las cachiberas o los raudales. Viajan preferiblemente en canoas por el sinfín de rutas acuíferas que existen en la zona del Vaupés. Creen que sus antepasados míticos subieron por el río Vaupés en la Canoa Ancestral (también conocida como Pahmoni Busoca) o Canoa Anaconda (Pinoso Busoca) hasta el raudal de Santa Cruz, en donde nosotros comenzamos nuestro recorrido.

Las canoas siguen siendo el principal método de transporte en el Vaupés / Busoca hiro andita ho andita nasone harmare Vaupes. / Robert Max Steenkist

Los primeros humanos que llegaron a Santa Cruz tallaron jeroglíficos en la roca, que aún pueden verse hoy. Ninguno de nuestros acompañantes pudo decirnos con certeza qué noticias traían estos enigmáticos dibujos desde la espesura del pasado.

Los ríos y la memoria / Diare há wacuati / Robert Max Steenkist

Para los wananos existen tres verdades eternas: el agua, la roca y el humo. La primera de ellas es la más potente, cruel y generosa de las tres. El río, como casa de ésta, es la entidad que los protege, los limpia, le otorga la movilidad y el alimento. También se presenta como un poder sin misericordia cuando el invierno llega o cuando se comete alguna imprudencia sobre un raudal.

Al contrario de muchas etnias, los wanano no se consideran superiores a otras etnias o grupos de humanos. Saben, por ejemplo, que la Gente de la Roca (Taa Masa) fue creada por el trueno mucho antes de que ellos estuvieran en los planes de la creación. Por eso, tal vez, preservan un tono respetuoso en la relación que tejen con cerros como el Yavaraté.

Siempre hay un cerro más alto / Padu testua mera yududu hica / Robert Max Steenkist

Los wanano tampoco están de acuerdo con aquellos que creen que a este mundo se viene a sufrir. Motivos para celebrar abundan en el Vaupés: la finalización de la construcción de una maloca, la llegada de algún esperado, la tirada de una nueva canoa al agua, la recolección de una cosecha, una pesca abundante. Para cada acontecimiento se preparan litros de chicha (elaborada de yuca dulce) para todos los adultos. Se ofrece quiñapira (una especie de hogao con pescado, ají, hojas de carurú e incluso hormigas manibara) y casabe, el cual puede ser a base de yuca exprimida en matafrío, en forma de torta, con almidón (ideal para viajes, pues se preserva largo tiempo), entre otros. Ese banquete se acompaña con yaquitaña (ají en polvo) y fariña (gránulos de yuca). La abundancia de platos varía de acuerdo a las temporadas de pesca o caza, pero, sin importar la época del año, los guananos tienen antídotos en contra del cansancio y el hambre del viajero.

Las mujeres y los niños también gozan / Munia hayoo macaraca cu wachera / Robert Max Steenkist

“En raras ocasiones organizamos homenajes a nuestros visitantes”, asegura Gustavo, el capitán de Taina, la comunidad más apartada que visitamos. Un mambucury es una celebración en homenaje a alguien que llega de visita.

La flauta y la corona se ponen en las celebraciones / Turiro hayoa carrizo busenumurire putire / Robert Max Steenkist

Los techos habían sido decorados con cadenas de papeles y en dos tableros de la Maloca, los habitantes de Taina nos daban la bienvenida: “Sean bienvenidos Tomas y sus amigos del trabajo” decía una de ellas; “Tomas y sus compañeros: que ésta no sea la última visita, síganos visitando. Gracias”.

De esta manera sencilla, transparente y sin pretensiones llegamos al momento más emocionante de nuestra expedición. Faltaría aún ascender a cerros espectaculares, en donde las guacamayas son dueñas y señoras de las alturas de piedra, y sobrepasar peligrosos ríos raudales. Quedaría mucho más por descubrir en esta región selvática y cautivante, pero el encuentro con la Gente del Agua sería sin duda la mejor puerta de entrada a la riqueza cultural y natural del Vaupés.

Robert MaxRobert Max Steenkist (Bogotá, 1982) estudió literatura en la Universidad de los Andes de Bogotá y completó una maestría en estudios editoriales en la Universidad de Leiden. Trabajó en el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC/UNESCO) y fue profesor de la Universidad de los Andes. Actualmente divide su tiempo entre el Colegio José Max León, la agencia de fotografía FotoMUST, la agencia de viajes de turismo sostenible BogaTravel y la fundación Bogotham Arte y Cooperación. También trabaja para la Ópera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Ha publicado los libros Caja de piedras (cuentos, 2001) y Las excusas de desterrado (poesía, 2006). Su trabajo ha sido publicado en Alemania, Colombia, España, Grecia, Holanda, México, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela. Vive en Bogotá con su esposa Carolina y su perro Patán.