Diego Falconi [Cuento] «Desplazamiento de rótula»

Desplazamiento de rótula

¿Qué implica protestar por el sufrimiento, que sea diferente de reconocerlo?

Susan Sontag

Al pobre le empezó a doler la rodilla derecha poco después de graduarse de la universidad. Mientras caminaba de prisa para llegar a la oficina, al nadar en la piscina del gimnasio o cuando tenía las lecciones de tango los días viernes, sentía el dolor que se clavaba en la zona rotulocartilaginosomeniscal. Se sentaba en el escritorio del trabajo, se duchaba quitándose el cloro de encima de la piel o tomaba un coctel con la chica que esa precisa noche había sido su pareja de baile en clase y el dolor se iba, se esfumaba completamente de su cuerpo. Al volver a caminar, a nadar, a bailar el cimbrón volvía con intensidad, como si éste martillase la pierna desde el epicentro rotular, como si lo mordiese suavemente con unos extraños dientes, justo ahí, en el delicado y precioso cartílago. Y así, como quien camina todos los días para llegar a un lugar que se desconoce, él –poco a poco, paso a paso– se fue habituando a la existencia de la aflicción, a su presencia que se activaba cronométricamente con el movimiento del cuerpo.

Pasaron tres años en los que la molestia de su rodilla se volvió cotidiana. De nada sirvió la revisión del médico deportólogo, la fisioterapia de una hora diaria, la brionia del médico homéopata, las clases de tai-chi para fortalecer el menisco, el ritual chamánico que ortigaba espiritualmente toda su pierna, las sesiones de psicoanálisis que insistían en que el suyo era un problema mental que se exteriorizaba en la rodilla. La única verdad, esa que a él le servía, era que esa perenne molestia estaba destinada a su anatomía. Se convirtió en algo así como su compañera de la cotidianeidad que estaba con él siempre en la alegría y la tristeza, la mañana y la noche, la idealización y la realidad, recordándole que la vida era un prolongado concierto de vicisitudes.

Las cosas cambiaron levemente el día en que conoció a Marta en las clases de merengue. Está claro (lo estaba para él) que un inicial acercamiento al cuerpo femenino en la pista de baile tenía una serie de ventajas. Permite, principalmente, que desde el principio sea posible conocer cuáles son las virtudes y, en especial, las torpezas corporales de quien se tiene en frente. En su primera pieza de baile, por ejemplo, él notó que ella tenía el hombro izquierdo menos elevado que el derecho, que las articulaciones de la mano diestra de la joven eran en exceso dóciles y que sus pies estaban siempre en la primera posición del ballet –dándose la espalda el uno al otro– no porque fuesen pies trabajados desde la técnica sino porque ella seguramente tenía alguna extraña formación ósea.

Esas imperfecciones lo dejaron encantado. Fueron lo más parecido al amor a primera vista, al flechazo de Cupido, al momento estelar de una de las varias comedias románticas que había observado con sus antiguas novias. Por arte de la simbiosis humana (basada siempre en la armonía de las deficiencias recíprocas) su rodilla derecha no percibió ningún roce con la rodilla izquierda de ella, ni con ninguna otra parte de su cuerpo. Una vez constatado esto y mientras su corazón palpitaba rápido –para ser exacto, al compás de dos cuartos de la canción que tocaba de fondo– él miró a Marta y analizó su no fealdad, su desesperación por encontrar un hombre, su coordinación proficiente. ¡Una mujer que estando tan cerca no molesta! ¡Una mujer que puede intuir mi dolor pero que calla al respecto! ¡Una mujer que en clase de baile hará que me retire para siempre de las clases de baile! Pensaba, mientras sus caderas musculadas se meneaban de modo forzado. Y a partir de ese viernes por la noche, después de invitarla a beber un margarita, se juntaron, se emparejaron, se hicieron compañeros inseparables, aunque por precaución él siempre mantuvo su rodilla lejos, protegida de cualquier roce que pudiera dañar su relación.

Él era una persona muy amable y comportada, cuestión casi inevitable si se considera que fue un niño de la clase media, bien educado por su madre y los salesianos, que se había licenciado en el conflictivo campo del derecho pero que se había especializado en el entrañable territorio de la mediación. Un hombre muy mesurado y correcto, decía su madre, henchida de orgullo frente a sus amigas en el té de cada viernes. Una persona preventiva y aún así determinada, era en cambio el argumento esgrimido por su jefe, que por tercera vez consecutiva lo nominaba en la empresa para la elección de mejor trabajador del año.

A pesar de tener un ecuánime currículum de vida y buenas referencias él era inflexible e intransigente respecto a una cuestión: la independencia y protección que merecía su rodilla. Por eso dormía de espaldas a Marta, incluso en las noches de frío y melancolía. Debido a ello jamás manejaba un carro, aunque tuviesen el aniversario número cuarenta de los padres de ella, en un poblado a cuatro horas de la ciudad, al que sólo se podía acceder en auto privado y aún cuando ella hubiese estado con tacones altos embragando, frenando y acelerando en medio de polvorientos y perdidos chaquiñanes, durante tres horas y media. Eso explicaba por qué él evitaba todo tipo de situaciones colectivas cursis en espacios reducidos, como aquellas reuniones de amigos en los que a falta de sillas las mujeres se sentaban en las rodillas de sus hombres. Y ese inviolable principio permitía entender por qué cuando tenía sexo con ella, incluso en esas ocasiones que raramente y de verdad se ejecuta éste con amor, la penetraba por detrás y de pie, aunque ella insistiese (por múltiples motivos) que quería cambiar de posición. Marta y él, juntos pero separados, acordaron ese pacto en el que la diligencia hacia esa rodilla lastimera era sagrada. Un contrato en el que el objeto central y lícito era la convivencia pero en el que la causa única para rescindirlo (sin posibilidad a negociación o arbitraje) era la negligencia o el descuido de la rodilla del hombre, epicentro de su malestar y su equilibrio.

Marta debió aprender en esta compleja triangulación del deseo una particular y tácita homilía que consistía en la imposibilidad de aumentar o disminuir la intensidad del dolor existente. Cuando un soleado domingo en una exposición de muebles él se golpeó la rodilla con la puntiaguda esquina de una de aquellas mesitas de centro hechas en precioso vidrio, tomó una silla (también transparente) y la estrelló contra la mesa, que bajita y víctima de la inacabable torpeza humana, contemplaba impávida su autodestrucción. Él mientras daba sillazos a diestra y siniestra le gritaba a la mesa, ante el estupor de todos los presentes (que corrían para evitar ser alcanzados por un pedazo de vidrio y aún así insistían en quedarse para ver la performance de aquel loco). Y le vociferaba con lágrimas en los ojos que era una mesa estúpida, una mesa inútil, una mesa vaga, una mesa ridícula.

Ya en casa, Marta, la agente oficiosa de la intimidad, aún avergonzada y estremecida por el arrebato de locura de su equilibrado amado puso un anti-inflamatorio y un calmante en su té, y una vez que finalmente él cayó rendido en la cama, colocó una bolsa de hielo en su lastimada rodilla, fregó suavemente el voltarén sobre su piel y dio un par de besos sobre esa infame articulación que desarticulaba a su hombre. Cuando poco después él se despertó y no sintió el dolor en su rótula por el efecto adormecedor del hielo y las drogas lanzó –enajenado– la bolsa con el hielo contra el espejo que se destrozó, nuevamente, en mil pedazos. Inmediatamente y como si fuera una entrenada bulímica se metió –intuitivo– los dedos de la mano derecha en la garganta intentando vomitar las drogas, queriendo alcanzar su alma con el índice. Sin dejar de hacerlo –determinado– empezó a gritarle a Marta, mientras se masticaba los dedos y el vómito, elucubrando más o menos los mismos insultos que le había vociferado a la mesa horas antes. Marta desde entonces fue más cuidadosa y entendió que en el dolor entre su hombre y sus partes la mujer debía ser un agente pasivo. Debía quedarse delicada y transparentemente a cuatro patas aguantando sus embestidas, soportando sus pulsiones, entendiendo su imposibilidad de quedarse quieto. Ella era una mujer moderna, había ido a la universidad y repartía los quehaceres domésticos con su pareja. Marta, sin embargo, sabía que el amor en este mundo requiere de ciertos eventuales exorcismos en los que el hombre saca su enemigo interior y que ella con su hombro caído, su mano lánguida y sus pies chuecos no podía frenar en tanto que sacerdotisa que ejecuta el ritual sanador. Por el contrario debía ser cauta apelando al silencio que siempre habla, a la paciencia que es la virtud de virtudes, al sacrificio que trae sus recompensas, pues otros ejercicios espirituales, escapaban a su posibilidad de acción.

Una mañana mientras él nadaba ocurrió algo increíble. Su rodilla izquierda dejó de dolerle. En aquel estado errático que se genera al estar bajo el agua, pensó que sería una equivocación y empezó a perder el oxígeno. Salió del agua y en efecto comprobó que podía flexionar la rodilla derecha, que podía ponerse de puntillas, que podía arrodillarse sin sentir esa congoja que lo atribulaba siempre. Descubrió entonces y para asombro de su propia estupidez que vivir sin ese dolor no sólo que era posible sino que era justo. Se dio cuenta de la cierta veracidad que tenía su antiguo psicoanalista pues cayó en cuenta que él no se merecía ese dolor, que no era un destino, un mandato ineludible para su existencia. La molestia que había sido como su sombra no era fruto de ningún castigo. E incluso si fuese así, esta milagrosa sanación era la prueba de que existía una recompensa en vida por acatar estoicamente el dolor. Mientras se secaba con la toalla entendió que la suya era una vida como cualquier otra y que por tanto no existía ningún sistema cósmico de calificación y medida sobre sus actos en el mundo. Y en medio de esta epifanía, que coincidió con el momento en que se ponía el calzoncillo, recordó que la rodilla no empezó a dolerle desde que terminó la universidad. ¡La rodilla le había dolido siempre! Y sin embargo fue solamente en esa época, en la que él se hacía independiente de sus padres, que se hizo evidente el pequeño calvario que ahora, años después, por alguna misteriosa razón terminaba y le permitía poder descifrar su lugar existencial en el planeta.

Llegó a casa ansioso a darle la noticia a Marta. Se imaginó abrazándola, dándole una vuelta, como si estuviesen en medio de la pista bailando swing; y finalmente, después de un gracioso pasito que solamente él conocía imaginó su sonrisa al ver cómo el caía de rodillas, alzaba la mirada y le pedía matrimonio de una vez por todas. ¡Por qué no se lo pedí antes!, pensaba y volvía a imaginar su sonrisa, el faro de su relación que permanecía intermitente debido a un bien negociado mal humor que él había heredado de su padre. Pero al abrir la puerta ella que lo estaba esperando al otro lado se tiró sobre él. Estaba descontrolada por la alegría pues cargaba consigo una noticia aún más importante y feliz que la de él. Noticia rabiosamente dichosa e infame que terminó opacando lo que acababa de ocurrirle en aquella piscina mágica hace una hora. Lo miró y le dijo la buena nueva de modo cortado, como si se tratase de un telegrama. Estaba embarazada de 8 semanas. Se había enterado esta mañana. No había dejado de llorar y de reírse. Iban a ser padres. Y entonces él, mudo por el estupor y la alegría, solo atinó a decir que le dolía la rodilla izquierda. Al enunciar sus propias palabras en voz alta se dio cuenta (una vez más en el día) que sí, era cierto, la rodilla derecha había quedado sana, pero que con la alegría de la noticia había ignorado que la otra rodilla empezaba a emanciparse contra la impávida naturalidad corporal, contra la relajación de los músculos y la piel.

A lo largo de los meses mientras la barriga de Marta crecía, el dolor de la rodilla izquierda de él se acentuaba. Por primera vez la molestia no se calmaba cuando se detenía el movimiento corporal. Estaba presente todo el tiempo. Al sexto mes de gestación cuando ella tenía los pies hinchados, cuando secretaba el calostro, cuando empezaba a dibujarse en su abdomen un voraginoso pentagrama él descubrió que el dolor, su dolor, además, se había vuelto nómada y se escurría por los tejidos de algunas partes clave del cuerpo. Para seguirle el rastro él se inventó una tabla. En las casillas superiores, y de modo horizontal, puso las partes del cuerpo por donde el astuto pasaba: garganta, estómago, cabeza, hígado, riñones, codos, genitales, rodillas. En las casillas verticales del lado izquierdo, en cambio, colocó el modo a través del cual se ejecutaban las pequeñas torturas a lo largo y ancho de la carne: picor, escozor, pinchazo, temblor, inflamación, lesión, estremecimiento, desgarre. En esa cartografía del dolor fue posible detectar el método del suplicio y su reacción en la carne. Este intento de ordenación orgánica le permitía al desgraciado negociar su desconsuelo consigo mismo.

Con la tabla en mano y después de varios años decidió volver al médico. Hace tiempo había perdido la fe en la medicina pero el dolor errante y su posible rastreo lo habían animado a darle una segunda oportunidad. El galeno le hacía peguntas como en qué parte sentía el dolor o cómo podía describirlo. Y él intentaba esbozar alguna respuesta, con la tabla que había elaborado y que leía desatinadamente. Temblor/garganta, quemazón/hígado, cosquilleo/testículos. Pero su cuerpo era metástasis binaria, era un vía crucis infructuosamente ordenado. Por tanto su autoanálisis resultó confuso e incómodo para el doctor. Describir ese daño que mutaba y se movilizaba por todo el cuerpo, que era tan vivo como él y que tenía trayectorias propias e insondables era una epopeya que sobrepasaba a la ciencia.

El dolor es caótico, tiene su propia agenda que no es negociable. No se puede entender el dolor sino sentirlo, pensó el hombre, para reconfortarse a sí mismo. En lo que no pensó nunca es que en su precaria tabla faltaba un casillero adicional que hablase de los momentos en los que él sentía esos quejidos del cuerpo. Pero él no era un hombre que se centrase en los instantes. Y por eso el doctor le recetó varias medicinas que curaban el dolor momentáneo y que por ende su cuerpo jamás asimilaría.

En medio de estos derroteros él intentaba darle todo el cariño posible a Marta. Iba a sus clases de preparto, discutía con ella los beneficios y desventajas de ser padres marsupiales, masajeaba su estómago para aliviar su estreñimiento. Pero el dolor seguía su tránsito poniendo a prueba su capacidad de resistencia, su aptitud profesional de prevenir y relajar el conflicto, que silenciosamente se generaba respecto a su mujer. Solamente cuando el dolor volvía a las rodillas podía calmarse, podía soportar, podía entender adecuadamente el castigo corporal perenne. Cuando el dolor volvía a las rodillas podía lidiar con esa perturbadora alegría de Marta, con esa tristeza de Marta, con esa depresión de Marta que nuevamente se volvía la alegría de Marta y que devenía después en el antojo de Marta. ¡Cómo ignora esa mujer las penurias de su hombre! ¡Con cuánto egoísmo lidia con la protegida maternidad!, pensaba. A pretexto de cargar ese pequeño ser en su vientre, desconoce que existían otros cuerpos cambiantes, doloridos, que gritaban en voz baja buscando ayuda sin la empatía de la mujer embarazada, se repetía. Y mientras, él seguía frotando los pies y el estómago de su amada. Ella en cambio reía, lloraba, gritaba y comía.

Una noche la molestia empezó a trasladarse por la zona de la nuca, de los hombros, de la espalda. Y llegó hasta el coxis. Se quedó allí, deambulando por la zona de los glúteos. Entonces Marta gritó. Le dijo que era hora de ir al hospital, que las contracciones habían empezado y que tenía un terrible dolor en la baja espalda. Tomaron un taxi ante la queja de la embarazada de que él no fuese capaz de manejar. Tu enfermedad es enfermiza, le gritó. Y él se mantuvo en silencio, cargando la pañalera, sintiendo calambres por toda la columna. Llegaron al hospital y al bajar él descubrió que su cuerpo se estremecía del dolor, tanto como el de ella, que sus dientes no dejaban de chocarse unos con otros.

Ambos fueron ingresados al mismo tiempo. Estuvieron en distintas camas, gritando sus dolores, pariendo diferentes criaturas. Sin embargo, ella al final de la noche entregaría vida a este mundo. Él solamente evidenciaría ese dolor sin sacarlo, como una plañidera que repite, repica y resuena su desconsuelo. Entendió allí el alumbramiento. La posibilidad de que el dolor se transforme en algo distinto, la posibilidad de no quedarse en la inmanencia del sufrimiento humano.

Al tiempo que ella empezaba a expulsar al bebé de su cuerpo, en el caso del hombre el dolor había bajado al ano que le picaba y que empezó a sufrir calambres. Su dolor debió ser obra del maligno, pensó, mientras los espasmos se encasquetaban de modo virulento en su sistema digestivo. Caminando a cuatro patas y con lágrimas en los ojos se dirigió hacia el baño y se sentó en el bidé. Introdujo con furia su dedo en el recto y a pesar del rechazo de éste empezó a menearlo en el interior como buscando donde estaba la molestia endemoniada, para agarrarla y estrangularla de una vez por todas. Consciente de que era la primera vez que se introducía en sí mismo rastreó las paredes anales que le parecieron mucho menos escabrosas de lo que alguna vez imaginó serían. Pero no encontró lo que buscaba. El pérfido tampoco estaba allí, se había escondido. Afortunadamente las molestias se redujeron considerablemente y aterrizaron finalmente en su reconfortante rodilla derecha. Se levantó, se lavó las manos y salió a ver a su esposa y a su hijo con ese, su dolor, a cuestas.

Algunos días después y ya en casa el fervor y la paranoia venidas con el nacimiento habían terminado dando paso a la odisea paternal. El niño por desgracia se rehusaba a quedarse solo, como si necesitase de los brazos de sus padres para poder tener una existencia humana. Gritaba desesperadamente cuando lo dejaban solo como si perdiese parte de su propio cuerpo. La pobre Marta llevaba casi diecisiete horas despierta y entregó al pequeño Julián a su padre diciéndole que intentara hacerlo dormir. Marta se tumbó en la cama boca abajo y se durmió inmediatamente. Mientras tanto él agarró al pequeño, lo abrazó suavemente y lo puso sobre su pecho. Se sentó en la mecedora que había sido de su madre y con el plácido arrullo ambos se quedaron dormidos, como si el mundo estuviese exento de dolor.

Él despertó y vio que su esposa continuaba durmiendo a su lado, que su hijo reposaba sobre su pecho. Sobrecogido por la belleza de la escena sonrió con verdadera alegría, pues además de estas bendiciones recibidas, desde que Julián había nacido, el dolor se había quedado afincado en la rodilla derecha y, nuevamente, despertaba solamente con el movimiento del cuerpo.

Entonces, para probar que la carne no tiene destinos decidió hacer un experimento. Puso al pequeño, y en contra de las indicaciones del pediatra, boca abajo, sobre la espalda de la madre, como si ésta fuera el colchón de su cuna. Ubicado en medio de la espina dorsal, con la piel fungiendo de sábana que acariciaba su cuerpo Julián descansó. Y milagrosamente, pensó el hombre, el niño renunció a los brazos paternales. Se quedó tranquilo, independiente en ese espacio que le pareció absolutamente natural y que en lo sucesivo sería su favorito.

Julián apoyado sobre su madre. Julián apoyado sobre sus propios brazos. Julián apoyado sobre su propia cabeza. Julián apoyado sobre su propio tronco. Y Julián apoyado sobre sus propias rodillas, que desde entonces empezarían a desgastarse por la postura de sus piernas. Poco a poco, de modo imperceptible las articulaciones empezarían a dolerle y por la curvatura del omóplato de la madre se desviarían hacia la derecha, causando aquella invisible fisura que ningún médico, chaman o psicoanalista encontraría. Esa fisura, ese desplazamiento de rótula imperceptible para la ciencia y sus métodos afines, que lo acompañaría siempre. Y aquel dolor se alimentaría de las quejas eternas y aún equilibradas del padre, del silencio de la madre que callaría estratégicamente. Julián descansaba y sin saberlo se convertía en la nueva clausula del contrato entre sus progenitores, que ahora sólo podría ser rescindido por la falta de atención hacia los dolores del hijo.

Y a su padre le dieron ganas de sentarse, de no moverse más, de que su rodilla descanse. Y mientras miraba a su mujer y a su hijo, eso hizo.

L’Aquila, marzo 2013

Diego Falconí Trávez

Diego FalconiDiego Falconí Trávez  es abogado con enfoque en derechos humanos y doctor en teoría de la literatura y literatura comparada. Sus líneas de investigación giran en torno al comparatismo y análisis literario, a los estudios gays, lésbicos y queer, las teorías pos/decoloniales, los estudios andinos y el derecho y la normatividad, temas de los que ha publicado algunos libros y artículos en revistas especializadas. Es profesor del Área de Letras en la Universidad Andina Simón Bolívar, del Colegio de Jurisprudencia de la Universidad San Francisco de Quito y de la Universitat Autónoma de Barcelona. Es escritor de ficción y poesía y vive entre Quito y Barcelona.