Betty Aguirre [cuentos]

por Betty Aguirre

Relatos

  1. La mujer reloj
  2. Grata

La mujer reloj

Son las cinco de la tarde. Lo sé porque Mercedes lo repite una y otra vez para que lo escuchen todos. No grita, no levanta la voz. Va de arriba a abajo por la casa dando la hora. Esa es su particular manera de llamarnos para tomar el café con pan fresco. Luego va presurosa hasta la cocina, en donde todo está en perfecto orden: tazas con sus platos y cucharas respectivas. Canastos de pan y jarritas con leche. Los demás salimos de nuestros rincones como una fila de hormigas; llevados por el aroma del café nos dirigimos al comedor.

Así lo hace todo, con la hora y los minutos. Es como si fuera un reloj viviente, como si hubiera nacido para ordenar el tiempo. En las mañanas, cuando nos despierta, no dice “buenos días” o “¡arriba!”. Va por la casa repitiendo “son las seis y media, son las seis y media, son las seis y media”. Lo más extraño es que no tiene reloj y el único reloj es uno de pared que está en el salón, al cual casi nadie entra. Los pequeños lo tenemos prohibido y si uno de nosotros viola esta ley se nos castiga con un buen azote.

— El salón no es para los niños, es para los invitados — repite y repite.

Al mediodía Mercedes alza la vista al cielo y busca el sol. La he visto hacerlo tantas veces que ya puedo imitarla. Entonces empieza de nuevo su caminar por la casa, va de patio en patio y de cuarto en cuarto.

— Son las doce, son las doce, son las doce. No grita, no levanta la voz.

Nuevamente las hormigas se encaminan al almuerzo.

Esta mañana llegó del mercado con las otras empleadas. Todas sudorosas y cansadas después de varias horas negociando las verduras, las frutas y la carne en ese mercado lodoso que huele a col. Después de descargarlo todo fueron hasta el tanque de agua para refrescarse. Entonces la vi subirse sobre unos ladrillos cerca del muro que da a la casa vecina, espiar con cuidado a través de un agujero y dirigirse a las demás con un “son casi las once”. Todas regresaron a sus labores y yo busqué algo en qué subirme y mirar lo que ella miraba. Los ladrillos no me sirvieron. Tomé un banquillo de la casita de la huerta. De puntillas logré llegar hasta el agujero y espiar. Vi a mi padre terminar de atarse la corbata y despedirse de la vecina con un beso en la boca. Varios besos.

Bajé del banquillo a toda prisa y lo regresé a la casita de la huerta. Corrí hasta el primer patio a esperarlo. Sabía que en tres minutos llegaría para levantarme en el aire y darme un beso. Varios besos. Al verlo atravesar el portón, Mercedes y yo dijimos con calma y sin alzar la voz:
— Son las once, son las once.

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Grata

A veces uno se marcha de uno mismo

Se quitó los guantes muy despacio, desenroscó la bufanda de su cuello y la depositó junto a la cartera sobre la mesita gris. Se miró en el espejo y se vio pálida y cansada, con esas ojeras que cada vez eran más oscuras. No dormía mucho en general, su vida era una vida de trabajo e insomnio. Los domingos, cuando podía tomar una siesta después del almuerzo, prefería quedarse en el balcón fumando un cigarrillo y mirando a los niños jugar en el área comunal. Se quitó las botas y se desplomó en el sofá. Cerró los ojos y sintió que el sueño la alcanzaba; la noche anterior se la había pasado en vela.

Lo había llevado bien el día entero. En el trabajo habló poco y nadie le preguntó cómo se sentía. Además no había ni tiempo ni lugar para hablar. Los pocos minutos de almuerzo o descanso eran suficientes para comer un bocadillo e ir al baño. Ahora en su departamento podía pensar mejor en la llamada telefónica a la medianoche que la dejó sin sueño. Y no tanto por la magnitud de la noticia; sabía que aquello pasaría de un momento al otro. Pero la dejó despierta pensando en el posible viaje, en el funeral y en el pueblo. Le parecía todo tan lejano y ya casi inexistente. Habían pasado ya muchos años y se había convencido de que ella ya no existía para nadie en aquel lugar.

Con un gran esfuerzo se levantó, se preparó un té y prendió el televisor. Las noticias no decían nada interesante. A veces se hablaba de guerras, de muertes, de la pobreza, de la gente famosa, pero nunca se hablaba de su país, peor aún de su pueblo. Quizás nadie más que ella y sus habitantes sabían que existía ese puñado de casas ajadas y olvidadas por el tiempo.

— De un pueblo que no tiene más que unas pocas casas, una pequeña capilla, un galpón que hace de escuela, ¿qué se puede decir? — balbució.

Tampoco había un periódico donde publicar un obituario. Aunque le dijeron que desde hace poco se había instalado una estación de radio en un pueblo cercano y que en ella se podría anunciar el funeral y la misa.

Le dijeron también que ellos podrían pagar por una misa de honras, el ataúd y el nicho. Que cuando llegara, podría cancelar ese dinero. O, a su vez, que podría enviar ese dinero a primera hora de la mañana antes del viaje, ya que en el otro pueblo había una agencia de envíos. Ella no sabía mucho de estas cosas, nunca envió dinero, ni averiguó de los avances del pueblo; tampoco enviaba cartas ni las recibía.

Repasó su vida en el pueblo. No se marchó para sacar a la familia de la miseria, ni por un futuro mejor. Tampoco hizo la promesa ni el sacrificio que consistía en romperse el lomo por unos diez años, trabajando dos o tres jornadas y casi sin dormir para ahorrar y volver. Como los otros, ella no envió dinero para construir la casita para la madre, o para educar a los hermanos pequeños y traer a los más grandes pagando una fortuna a los coyotes. No, ella no hizo nada de eso, ella solo se marchó un día sin saber bien cómo iba a cruzar al otro lado. Una madrugada, en puntillas y con muy poco se fue del pueblo así sin más; sin avisar, sin planear, sin la misa de bendición ni los consejos de la madre. Sin nada.

Subió al autobús y cuando ya estaba muy lejos, cuando el paisaje adquirió otros colores, entendió que se había ido de ella misma, de esa vida que no era más que trabajar de sol a sol desde muy pequeña, con apenas algo que comer. Se había marchado de sus pies sin zapatos, de sus días sin escuela, sin juegos y sin amigos. Había huido de las palizas diarias de su madre y de los abusos de los hombres que iban y venían por la casa. Se había alejado de aquel lugar agreste de caminos de polvo, donde la única abundancia era el licor; de un pueblo donde lo único que despertaba interés eran las muertes, los nacimientos y una que otra boda. Ni su ausencia importó mucho.

Pero sobre todo, había huido de su madre y de sus manos callosas y castigadoras. Huyó de su boca profunda que escupía palabras punzantes que la atravesaban y arrojaban a un oscuro abismo del que salía días después para volver a caer en él nuevamente. Y finalmente, huyó de las burlas, de la indiferencia, de la falta de abrazos y palabras cariñosas, de un pueblo que sabía de su infame vida y que sin embargo nunca la rescató; de ellos también huyó.

Bebió el té y fumó un cigarrillo mientras trataba de organizar algunas ideas sobre todo aquello, que en realidad era muy poco. Ella no tuvo hermanos a quienes traer al norte, ni intenciones de volver un día, ni tampoco gratitud. Apagó el televisor, se metió en la cama y apagó la luz de la lámpara. — Que la metan en un hueco y le echen tierra — pensó y se durmió.

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