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Emilio Storytelling

Para mis nietos Adriana y Lewis Eduardo.

Cuando tenía diez años, mis padres tuvieron que emigrar a aquel lugar de la costa sur de Ecuador, nuestro país. Aunque tenían que dejar por tiempo indefinido a su querida y reseca Loja, la actividad bananera, camaronera y aurífera de esa región los había tentado a probar suerte. Ya instalados en aquel barrio de la ciudad de Machala, cerca de una escuela, los amigables vecinos nos ayudaron a integrarnos en su comunidad. Yo tenía amigos con quienes jugábamos a la pelota,  íbamos al río o a los esteros de mar. Fue en uno de esos paseos que nos acompañó Don Emilio, quien iba a bañarse al río porque en la ciudad había escasez de agua.

Tenía algo más de sesenta años, una esposa y ningún hijo; él era nuestro mejor vecino. Se preocupaba por nosotros. Además, llevaba los rechazos de banano, arroz, y otras cosas cultivadas en su finca para repartirlo entre los pobres y en las escuelas. Todos lo queríamos por eso y por su especial forma de ser: tenía alma de niño alocado, nos enseñaba a nadar, a andar en bicicleta y nos cuidaba… aunque lo hacía de aquella manera tan suya: de un solo empujón.

Un día en La Primavera, una playa del río Jubones, lo vimos lavándose las manos y fue esa la última vez que supimos de él. Cuando quisimos regresar,  en su lugar solamente  encontramos su bolso perfectamente ordenado, lleno de pastillas de jabón y toallas relucientes. Se nos acercó una señora de un poblado cercano y dijo que nos fuéramos porque había un lagarto cebado. Corrimos llorando y gritando por aquel camino que nos llevaba directamente a nuestro barrio y contamos lo ocurrido: que Don Emilio había desaparecido y que tal vez un lagarto se lo había tragado. La ciudad entera fue al río: las autoridades, la policía, hombres y mujeres de todas las edades, especialmente niños y niñas,  sus amigos. Buscamos por mucho tiempo y hallamos solamente al lagarto, que era hembra y descansaba en su nido hecho con jirones de ropa del desaparecido. Se terminó la búsqueda, lo dieron por muerto.

Esa noche no pude dormir. Estuve recordando a Don Emilio y mi cabeza estaba llena de imágenes e historias, como la de aquella vez afuera de su casa, cuando se miró las manos y, según él, estaban inmundas. Se las había lavado algunas veces con abundante agua y jabón, sin embargo, repitió la operación unas tantas más y cerró la muy usada llave del agua  —que antes había sido cuidadosamente lavada—  sólo con las puntas de tres dedos de su mano derecha.

Ese era un ritual que yo había visto muchas veces. Igual atención, aunque menos tiempo, le dedicaba al secado de las manos, que luego frotaba con abundante alcohol. Eso lo obligaba a no tocar nada que él considerara sucio, es decir, todo lo que lo rodeaba o que él no hubiera limpiado escrupulosamente.

Esa mañana,  al salir de casa rumbo al trabajo se encontró con uno de sus tantos conocidos, quien muy efusivamente estrechó su mano y con un gran  abrazo le demostró todo el aprecio que le tenía. Correspondió de igual manera, pero cuando quedó solo al pie de la puerta le oí gritar:

-¡¡¡Pillyyyyyyyyyyyy!!!

Ese era el apodo que me había dado por pillín. Corrí a abrir el portón y lo encontré con los codos doblados y alzando sus manos, como siempre que las sentía sucias. Cuando eso ocurría se  negaba a entrar a la casa; había que asistirlo porque entraba en pánico. Don Emilio enloquecía y se creía fuente de la más grande contaminación  mientras en una llave del patio volvía a lavarse por horas.,   Yo  —un tanto conmovido y también hastiado— permanecía junto a él para abrir y cerrar la puerta; igual cosa con la llave del agua,  sosteniendo o dándole mil veces el jabón y finalmente la toalla.

Sin atreverme a decir palabra, lo observaba bajo la luz del sol  y podía ver bien su traje nuevo de casimir color gris desteñido. Él siempre usaba trajes arrugados, con bordes retorcidos que dejaban ver los colgajos de los tornasolados forros de sus sacos. En el patio de su casa ponía a hervir toda su ropa en una gran olla con agua colocada  sobre leña encendida; ahí había sumergido ese fin de semana el traje recién comprado y otras prendas de vestir, ya lavadas. Así, a pesar de ser un hombre distinguido no le quedaba nada que pudiera lucir bien, y menos con el rociado con alcohol que compraba todas las semanas por galones, lo que le aseguraba la perfecta limpieza de todo lo que quería desinfectar. Ya sus limpísimas manos habían adquirido un color blanquecino, como empolvado por algún talco, no sé si por resequedad de la piel, efecto del exceso de jabón, del alcohol o de los dos juntos. Es así como lo recuerdo, con su obstinada lucha contra los microbios.

Don Emilio sabía toda clase de historias, reales y fantásticas y a todos nos gustaba oírlas. A mí especialmente me gustaban las de fantasía, porque contándolas se transformaba: los ademanes y sonidos fluían por todo su cuerpo, encarnando  a todos aquellos personajes de leyendas y cuentos improvisados por  él en las oscuras y calurosas noches de mi niñez. También eran muy solicitados los cuentos de terror, que basados en historias reales se convertían en escalofriantes e inolvidables narraciones que nos causaban pánico, especialmente cuando era de noche y lo contado le “había ocurrido” a personas y  lugares cercanos a nosotros. Muchas veces lo recuerdo cuando cansado de contar tantas historias desaparecía con cualquier pretexto y regresaba despacito a asustarnos con una calavera, que usualmente en aquella época se utilizaba en las casas para espantar a los intrusos. Con eso lograba que todos huyéramos a nuestras respectivas casas.

Después de su muerte, muchas veces me parecía oírlo. Esta vez era de noche y me estaba llamando clara y largamente, con aquel silbido que él me creó:

-Piiiiiiiiiiiiillylliiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnnnnnn.

Un escalofrío recorrió mi espalda hasta los pies, pero salí… y lo vi, era él. Había venido a contarme su propia y nueva historia: alzó sus brazos, y yo perplejo descubrí que no tenía manos. Me dijo que estuviésemos tranquilos, que estaba feliz sin el motivo de su obsesión.

cecilia 01Cecilia Manzo Rodas (Machala 1958). Doctora en Química con estudios en Género y Desarrollo. Se ha desempeñado en trabajos de investigación y apoyo dentro del área social. Actualmente incursiona en la escritura. Ha difundido en digital su primer libro de cuentos Cincuenta y tantas Lunas y pronto a publicarse el libro en prosa poética La Jaula del Amor.

Juguetes de niños ricos

Por Betty Aguirre-Maier

(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)

Al estruendo que sacudió los árboles, le siguió un bullicio de pájaros sin destino fijo que huían por un cielo gris y pegajoso. A ese emigrar en círculos le siguieron gritos agudos y graves que opacaron las campanadas de la iglesia llamando a la misa de once. Finalmente, un profundo silencio ahogó las voces de todos. Los ladridos de los perros y el ruido de los pocos autos que circulaban por las angostas calles también se ahogaron en el mutismo, paralizando la ciudad por varios días.

Es abril, llueve casi todo el día y todos los días. Es una lluvia leve que lo moja todo lentamente y que se cuela por la ropa, los zapatos, los tejados y las rendijas de las ventanas. La noche es larga y fría y se nos prohíbe encender la radio o el televisor. El luto está en todas partes, presente como una sombra que lo oscurece todo. Cuando nos hemos ido a la cama y las luces se han apagado, en esa total oscuridad y como una tormenta que llega y arrasa, lo escuchamos llorar. Su llanto estruendoso y pausado atraviesa las paredes, las puertas y ventanas; recorre las plazas y esquinas y finalmente llega hasta nuestras camas y nos taladra los oídos.

Al día siguiente a pesar de nuestro cansancio y las ojeras, nadie lo comenta. Solo Mercedes me dice en voz baja, mientras me pone el suéter, que ore por él y su hermanita muerta. Luego me lleva con ella a la cocina y me prepara un chocolate caliente e insiste en que ore, pero Marina que pica cebollas y llora a borbotones, dice entre cada corte que ya no importa, que la muerta, muerta está y que él ya tiene su lugar en el limbo.

Pido explicaciones: -¿Qué es el limbo Marina? ¿Por qué allá?

Mercedes y Marina discuten a gritos sobre el limbo. Mercedes acusa a Marina de maldad, de desearle el mal a un niño. Marina le dice que no es tan niño, que sabía lo que hacía.

– No importa, la muerta, muerta está– repito como un eco mientras juego con Carlota, mi muñeca de trapo. Tomo una cuchara de madera con la que Mercedes revuelve la sopa y la uso como un fusil; pretendo que disparo y que mato a Carlota. Carlota vuela por los aires y cae en el patio, de donde el perro se la lleva en el hocico. Mercedes me mira con ojos de reproche. Yo salgo en busca de Carlota avergonzada por haberla matado, pero la encuentro intacta junto al jardín.

Mi madre me llama y arregla las cintas grises con las que Mercedes ató mis trenzas y me pide que me comporte y que no haga preguntas cuando estemos en el funeral. Pero insisto y le pregunto sobre el limbo. Mi madre dice que los niños que mueren sin haber sido bautizados llegan hasta allá y ahí permanecen por una eternidad. Esta respuesta me confunde aún más y quiero una aclaración, pero los López, vecinos de la casa contigua han venido a buscarnos y ya nadie me presta atención.

Cerramos la casa y vamos al funeral en la calle de los Turcos. Marchamos en silencio por las angostas veredas. La llovizna es más densa en la mañana y una niebla espesa que baja de las montañas se dispersa lentamente por la ciudad. Su llanto no nos ha abandonado, lo llevamos detrás de las orejas, está pegado en las ventanas y en los postes de luz, en los chales y velos de las mujeres y en los pesados abrigos de los hombres. Marina se ha puesto algodón con cera en los oídos.

Pienso en él, en lo alto y fuerte que es; en lo bien que le queda esa boina roja que lleva muy orgulloso. Sus redondos ojos claros siempre atentos bajo espesas cejas. Siempre muy gentil con nosotros y siempre sonriendo. No me lo puedo imaginar en el limbo, flotando entre nubes como un pájaro sin alas y por una eternidad.

Mi hermano va contando los adoquines de la vereda de tres en tres. Lleva meses haciendo esto. Yo lo sigo en silencio y cuando se equivoca lo ayudo y continúa. Mi hermana pequeña va de la mano de Mercedes y mis padres van al frente, tomados del brazo y vestidos de negro, hablando en clave con los López que dicen no salir del asombro. Camino detrás de mi hermano y junto a Marina. Intento sacarle más información sobre el limbo; tiro de sus dedos:

-Marina, cuéntame más por favor. ¿Cómo es el limbo? ¿Es verdad que los niños que no se bautizan también van allá?
Pero Marina no me responde, está molesta, ella no quiere ir al funeral. Me ignora.

Poco a poco otras familias aparecen por las esquinas, vestidos de negro y gris como nosotros y con esa misma mueca de tristeza y tragedia. Algunos y con disimulo van cubriéndose los oídos cuando sin anticipar el llanto llega como los vientos alisios. Saludamos y continuamos. Todos vamos en silencio o hablando bajito. A poca distancia veo la casa y su portón de madera adornado con lazos blancos y morados y un enorme florero dorado con rosas blancas junto al umbral. Qué diferente se veía el portón hace pocas semanas, cuando asistimos al cumpleaños de la muerta. Había globos de colores, lazos rosados y un payaso que nos daba una golosina al llegar.

Había música por toda la casa y en el comedor principal un enorme pastel en forma de panal y decorado con pequeñas abejas, colocado primorosamente sobre una mesa repleta de dulces y bocaditos. Ella se veía linda con su vestido corto de punto abeja, sus zapatos blancos y su bonete de cumpleañera. Sus perfectos rizos miel colgaban de una colita de caballo, tenía los mismo redondos y vivos ojos de su hermano.

Él siempre cerca de ella, se aseguraba de que no se lastimara o que pudiera alcanzar la ollita encantada, a la que inútilmente intentaba romper, sosteniéndola por las piernas. Al momento de soplar las velas se paró junto a ella y nos advirtió con su fuerte voz que nadie más lo haría. Cuando bailamos la cuidaba de cerca con ojos de halcón. Hoy, todo es tan gris, tan frío, como si la casa también hubiera muerto. Aun las plantas del jardín lucen marchitas y un cortante frío da vueltas por los corredores y las habitaciones.

A pocos pasos de la casa, otra pregunta aparece en mi mente y me dirijo de nuevo a Marina:

– Marina, si él está en el limbo, ¿Dónde está ella?.

Pero Marina se coloca el dedo índice en la boca y me indica que guarde silencio, a la vez que saca sus grandes ojos fulminantes. Me callo.

Quiero ver a la muerta en su ataúd, que según mi madre será blanco y de satín, y que ella estará vestida con el atuendo de Primera Comunión que nunca llegó a ponerse. Estoy nerviosa pero también emocionada, nunca he visto un muerto. Entramos. Mi padre se queda con sus amigos en el primer patio en donde los hombres beben café o licor, fuman y hablan de política. Hay mucha gente dispersa por las habitaciones, patios y jardines. Mercedes se va con otras empleadas a la cocina, pero antes, mientras me quita el abrigo, me explica que morirse es desprenderse del cuerpo para volver al cielo.

-Eso me causa miedo – le explico. Y añado: -yo no quiero abandonar mi cuerpo. ¿Cómo puedes existir sin cuerpo Mercedes? –

Ella me mira con ternura y me pide portarme bien. Mi madre se va con otras madres, tías y abuelas al salón principal para rezar el rosario y acompañar a los padres de la niña muerta.

A los pequeños nos dejan en una habitación cuidada por niñeras, entre ellas Marina, quienes nos cuentan historias tenebrosas mientras bebemos leche con galletas. De rato en rato escuchamos su llanto que lo estremece todo, pero eso no altera nada y las niñeras continúan y se encargan de asustarnos con tales historias que muchos terminan llorando. Marina es la última en contar una historia que ya conozco, lo hace con gracia mientras se fuma un pucho y se enrosca sus largas trenzas negras. Esta vez ha sustituido el personaje por la de la niña muerta, lo que ha puesto a todos los otros niños a temblar. Al final Marina ríe a carcajadas y me guiña un ojo.

Luego de que se acaban las historias, las niñeras nos dejan solos y se agolpan junto a la ventana que da al huerto en donde hablan de sus cosas. Estamos aburridos y algunos se duermen, otros escapamos para estar entre los grandes o ver a la muerta.

Mi hermano y yo atravesamos la casa en busca del salón principal en donde está el ataúd blanco cubierto de flores blancas. En el trayecto vemos una habitación pequeña con la puerta entreabierta e iluminada con una luz muy tenue. Es una biblioteca. Nos acercamos con cuidado y espiamos con sigilo. Ahí está él, sentado en un sofá de terciopelo azul, vestido con un traje gris y corbata. Está inmóvil, parece no respirar y mira al vacío con ojos desorbitados. De la boca torcida como una mueca le sale un quejido constante y un hilo de saliva le rueda por la quijada hasta el cuello. Sus zapatos negros de charol brillan reflejando la tenue luz de la bombilla, tiene los pies pequeños, muy pequeños para su tamaño. A su lado está el padre Vicente, quien reza con los ojos cerrados mientras sostiene una Biblia entre las manos.

Metemos la cabeza un poco más y divisamos al otro lado de la habitación a sus abuelos y al Juez. Discuten qué hacer con él, a dónde enviarlo, o si deberían encerrarlo en un sanatorio. La abuela dice que lo importante es hacer algo para que la gente olvide lo sucedido o por lo menos no se vuelva a hablar de ello. El abuelo menea la cabeza que casi toca el pecho y suspira. De pronto y sintiendo algo extraño, lo descubrimos mirándonos con sus enormes ojos vacíos y en pocos segundos lanza otro llanto tan estremecedor que rompe la bombilla y todo queda a oscuras. Corremos aterrorizados cruzando la casa hasta llegar al salón principal.

A pesar de la advertencia de los adultos que charlan cerca del salón, nos acercamos poco a poco. Nadie nos ve entrar. Las mujeres están ocupadas en los rezos. Finalmente cruzamos el salón y nos sentamos sobre un sofá casi oculto en la esquina. Vemos el ataúd y está cerrado. Nos sentimos decepcionados pero quedamos a la espera de que alguien levante la tapa para poder verla. Pasan los minutos y nadie lo hace. Casi a punto de irnos un niño se sienta a mi lado.
–No la van a abrir. No lo harán porque no tiene cabeza. -Dice, mientras sonríe.

Mi hermano y yo nos tomamos de la mano, compartiendo el miedo. -¿Cómo? ¿Dónde está su cabeza?– le pregunto.
–En pedazos, en una bolsa junto al cuerpo pero sin los ojos; los perros se los comieron cuando le explotó la cabeza por el disparo. Luego mataron a los perros con el mismo fusil.- Nos cuenta emocionado y en voz baja, con un sádico brillo en los ojos que nos deja perplejos.

Al poco tiempo llega mi madre y muy enojada por haber entrado ahí, nos lleva al patio principal en donde nos entrega a Mercedes, quien tiene a mi hermana dormida entre sus brazos. Marina sostiene los abrigos y nos los pone con una mueca de cansancio. Caminamos de vuelta a casa lentamente y en silencio bajo una llovizna pesada y perseguidos por su llanto.

Algo en mí tiembla, puedo imaginar su cabeza volando por los aires en pedazos y a los perros lanzándose a sus ojos. La cálida mano de Mercedes sobre mi cabeza me calma. Mi hermano no dice nada, llora calladamente. Cuando llegamos a la casa y cruzamos el umbral, mientras no quita los abrigos, Marina nos mira con tristeza y ladeando la cabeza, dice:

–Juguetes de niños ricos.

FIN

[alert type=»blue»]Este cuento fue seleccionado por la revista literaria mexicana de cuento fantástico Penumbria, para su ANTOLOGÍA 22 – VER EN ISSUU[/alert]

Pequeñas mujercitas

Un cuento de la escritora ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe

por Solange Rodríguez Pappe
Entremares Magazine

Mientras llenaba cajas y cajas con basura sacada de la casa de mis padres, vi a la primera mujercita correr hasta el sofá y escabullirse bajo sus patas con un grito de alegría eufórica. Tampoco es que me sorprendiera demasiado encontrármela. Ser hija de una pareja de acumuladores que durante toda su vida no habían hecho más que almacenar bolsas vacías de papel, recipientes plásticos y bichos de porcelana, aumenta la posibilidad de que si haces una exploración profunda, darás con cosas muy extrañas escondidas en el hogar de tu infancia.

Una de las actividades preferidas de mi aburrida niñez era revisar cajones para hurgar su contenido, pero desafiándome a dejar las cosas tal como las encontraba. Así di con una colección de llaveros de la segunda guerra mundial, unos portavasos pornográficos y con el puñal de plata que guardaba celosamente mi padre entre las tablas de la cama. “Ya has estado trasteando entre las cosas”, vociferaba mi madre si notaba algún leve cambio de orden entre alguno de los cientos de objetos recolectados y luego de eso me daba unos buenos bofetones con la mano abierta o un golpe de cinturón en las palmas. “Aprende de tu hermano, que jamás da que hacer”. Obvio, desde que tenía memoria Joaquín había pasado jugando en la calle, con sus carritos, con su bicicleta, con sus patines, con su pandilla, con sus noviecitas. Se había negado a ser uno de los tantos adminículos de colección de mi madre.

Una vez en el asilo, mis padres no necesitarían nada más que lo esencial, así que llevaba casi una semana separando en pilas lo que donaría a la caridad, lo que regalaría, vendería y subastaría a buen precio y también con lo que iba a quedarme para observarlo y ponerle las manos encima, pero primero había que deshacerse de toda la suciedad. Entre los cachivaches de la cocina hallé algunas lagartijas, una rata y hasta un murciélago muerto, incluso si lo pensaba, la rata parecía ser el cadáver de un viejo hámster de la infancia que perdimos. Mientras perseguía con el zapato a unas arañas fue cuando vi a la mujercita desnuda atravesar el salón en pleno grito de guerra. Entre todas esas rarezas, una pequeña mujer salvaje corriendo por ahí, no me parecía tan increíble.

Miré bajo el sillón y tal como me lo había imaginado, existía toda una civilización de diminutas mujeres haciendo su vida. Algunas estaban sentadas en grupos muy juntas peinándose el cabello entre ellas, contándose cosas y riendo; unas más fumaban tumbadas trozos de hojas arrancadas a un helecho cercano al sofá y otras se trenzaban en guerras de placer lamiéndose el sexo y los pechos por turnos, mientras se mordían los dedos de sus minúsculas manitos o emitían agudos gemidos de gozo. Estos ejercicios que cuento, lo hacían a la vista general de toda la población sin ningún pudor o recato. No vi hijos o embarazos entre las mujercitas, todas jóvenes y magras. Lo que sí, me parecieron bastante hedonistas por no decir indecentes.

A media tarde sonó el teléfono. Contesté con una mezcla de coraje y desconcierto por las mujercitas que ahora dificultaban mi limpieza de la sala. Era mi hermano Joaquín pidiéndome un espacio en la casa para pasar la noche porque su esposa lo había echado otra vez a la calle. “Se dio cuenta que no terminé la relación con Pamela, como le prometí. Tú sabes que mamá siempre me daba una mano en ese asunto y me dejaba dormir en el sofá”. “Estoy aseando la casa, todo está revuelto y lleno de polvo, pero si crees que puedes soportarlo, pues ven”. “Gracias”, me dijo. “No sé qué ha tenido siempre ese sofá, que me hace dormir muy bien”. Entonces sentí escalofríos.

Armada con una escoba fui a barrer la ciudad de las mujercitas. Con la fuerza de mis escasos kilos, le di la vuelta al sillón empleando todo el peso de mi cuerpo y cuando estuvo patas arriba, a escobazo limpio como una ama de casa experta en matar insectos rastreros, dispersé, sacudí y victimicé a las que pude. No fue fácil, pelearon lo suyo y tenían dientecitos filudos, pero en menos de una hora ya habían desalojado el sofá. Una que otra se escapó en dirección de los dormitorios, pero estaba segura que sólo había sido un pequeño número comparado con todas las que eliminé. Justo cuando volví a colocar el mueble en posición original, sonó el timbre. Joaquín me sonrió encantador como un Clark Gable desde el otro lado de la mirilla. Juntos pusimos en la vereda las fundas llenas de mujercitas que yo ya tenía listas para que se las llevase el camión recolector.

Tomamos una cena rápida hecha con sopa de sobre. De vez en cuando la vista se me iba al piso al ver pasar a una que otra mujercita correteando mientras se tiraba de los cabellos o lloraba con la boca abierta, vagando sin rumbo, pero yo procuraba no prestarles atención mientras mi hermano me contaba los detalles de su sofisticada vida como asesor de un político internacional, de los viajes que realizaba, de las personas que conocía, mientras yo apartaba de un puntapié discreto a las mujercitas que intentaban subirse por mi pierna.

“Yo no quiero tener que elegir a ninguna mujer porque la impresión que tengo es que ellas, más bien, quieren que elija para tener pretextos para sus batallas. Los hombres somos para las mujeres un motivo más para su guerra, y no. Yo me niego a ese juego: estoy feliz con las dos, con las tres, con las cuatro en mi vida”, y yo fingía un picor en la pierna para espantar a la mujercita que me clavaba una flecha vengativa en la rodilla. Sí que era miserable Joaquín que había vuelto de la infidelidad contumaz una postura filosófica personal. Lo pensé, no lo dije. Más bien le sonreí con la paciencia de siempre muy parecida a la complacencia. Tal como lo hacía mamá.

Antes de dormir, mientras yo llevaba los trastos a la cocina, lo vi sacarse la ropa en la penumbra de la sala, iluminado sólo con la electricidad de la calle. Mi hermano era un hombre muy bello. Alto, de musculatura firme, con una sólida nuez de Adán atravesándole el cuello recio, y un par de brazos vigorosos, fraguados en el gimnasio y en las competencias de pulso con otros hombres tan cosmopolitas como él. Mientras se lanzaba al sofá, semidesnudo, listo para entrar al mundo de los sueños, buscando seguir también allá la conquista de mundos y de hembras, las pequeñas mujercitas se agrupaban en el suelo y armaban una estrategia de defensa.

Una de ellas escaló temerariamente al sofá y exploró con curiosidad el cuerpo de mi hermano. No sé si había hombres pequeñitos en su mundo, pero dar con uno bastante grande, la tenía extrañada: olisqueaba y mordía la piel de ese terreno mientras Joaquín se rascaba aquí y allá. Más mujercitas lograron trepar y fueron a pararse en su pecho peludo, agazapándose y rodando entre el vello y otras tantas inspeccionaron el bulto que se adivinaba entre sus pantalones. Se las veía cómodas en esa tierra reciente que habían descubierto.

Antes de salir, dejé la pila de platos sucios en el lavadero y la luz de la cocina encendida. Me acerqué en silencio a Joaquín que respiraba con un ritmo pesado, mientras numerosas mujercitas armadas se empeñaban en trepar con escándalo a su entrepierna. Él exhibía una desparpajada sonrisa de placer que venía desde el fondo de su cerebro de varón satisfecho. Sentí un fastidio profundo. Tomé sin hacer ruido las llaves de su coche de la mesita mientras más y más mujercitas despelucadas y feroces llegaban a revisar el estado de su nueva colonia. Cuando cerré la puerta y le eché doble llave, atrancando la salida, me pregunté si los gemidos de mi hermano, que alcancé a escuchar del otro lado del dintel, serían de dolor o de placer.

La lección

Un cuento del escritor ecuatoriano Juan Pablo Castro Rodas

Por Juan Pablo Castro Rodas

Desde que nació, Luis –Lucho, como le decía su mamá una vez llegado a este mundo– mostró un temperamento impetuoso, incontrolable. Era como si su espíritu no fuese humano sino animal. Su padre, al mirar su rostro, creyó que era obra del demonio. Es tu culpa, le dijo a su esposa. Los ojos del bebé eran delgados y amarillos como los de un gato, la nariz puntiaguda, de ratón, la boca: apenas una línea roja de carne, y los caninos (cosa completamente inusual en los recién nacidos que, igual que los viejos, tienen por boca una cavidad parecida a un molusco, sin rastro óseo), los caninos eran como dos reproducciones en miniatura de aquellos famosos dientes que consagraran la imagen del Conde Drácula.

Su cuerpo, todavía envuelto en la ternura aromática de recién nacido, no obstante, ya mostraba las señales de lo que sería meses después: piernas y brazos largos de lémur, tórax prolongado como una quilla, y, aquello que más llamó la atención del aterrorizado padre, la cabellera lacia, plateada, alienígena. “Pérfida”, gritó a su mujer, y en la noche, con las ondas violáceas de la borrachera marcándole el rostro, se contuvo para no partirle la cara. Debería ir al hospital, pensaba, y meterle una paliza, tal vez marcarle la frente con una cruz al rojo vivo. Lloró. Era una noche de luna llena y, por unos segundos, con la piel crispada y un desconsuelo que le prensaba el alma, creyó que debía aullar. Pero no lo hizo. Tomó la vieja maleta de madera de sus tiempos de conscripción militar, la llenó con unas cuantas prendas, y, mientras en su cabeza se repetía la imagen de su hijo junto al seno generoso, mestizo de su mujer, pensó que quizá debería regresar al hospital.

Bebió un sorbo más del aguardiente que llevaba en el bolsillo de su pantalón, y, de entre el cajón de la ropa interior de su mujer, extrajo la alcancía con forma de chanchito. Era el tesoro mayor de Rosa. Cada día, a pesar de los pocos ingresos que obtenía lavando ropa, se daba modos para depositar una moneda, o un billete, en el mejor de los casos. Ahorrar era su obsesión. Depositar metódicamente dinero le imprimía una dosis de esperanza. Era una forma de reafirmar la idea de que el futuro, en efecto, podía ser mejor.

El día que comprobó su embarazo, luego de salir del hospital del Seguro Social, se dirigió hasta el mercado mayorista y escogió un chanchito de reluciente barro barnizado. Al llegar a casa lo colocó junto a la imagen de la Virgen María sobre un estante al lado del televisor y de varios afiches de divas de la tecnocumbia. Cuando su marido llegó le contó la noticia. Los dos celebraron el acontecimiento con un suculento pollo a la brasa que comieron en una fonda cercana a La Marín. Al llegar a casa –la única construcción apenas visible entre el follaje que crecía salvajemente sobre el apestoso río Machángara– miraron la telenovela de la noche y se durmieron enredados como dos serpientes.

Los meses de embarazo transcurrieron con relativa normalidad: Rosa lavando ropa de las familias de los militares del frente Eplicachima, y Washo dedicado de lleno a la construcción de uno de los tantos edificios que se alzaban en la zona de la Coruña. Aunque todavía no era maestro mayor, sus dotes como albañil le avizoraban un futuro prometedor. El único acontecimiento que rompía esa monótona pero feliz espera del primer vástago era el deseo frecuente, irreprimible de Rosa por comer carne cruda, sobre todo alas de pollo. Cada día, luego de la jornada laboral, Washo pasaba por el mercado y compraba una docena de alas. Rosa las devoraba sin remordimiento, masticando frenéticamente la fría piel, los músculos y cartílagos. Al final, apenas satisfecha, se limpiaba la boca con el dorso de la mano y se adormecía sobre la mesa del comedor.

Desde el río ascendía una onda caliginosa de nauseabundos olores: una pócima ácida de la que surgían glóbulos dulzones y oleadas de toda la mierda que producían los habitantes de Quito. Sin embargo, Rosa y Washo habían logrado bloquear el sistema olfativo lo suficiente como para disimular la contaminación, de tal suerte que la vida fuese llevadera. Además, la casa –una suma de tablas y pedazos de zinc, plásticos y unos cuantos ladrillos, a los que Washo, gracias a su habilidad, había podido dotar de cierta armonía y seguridad– estaba levantada en un terreno que nadie quería y al que había accedido con la facilidad que permiten las invasiones. La casa estaba en un hueco del espacio. Nadie parecía conocerlo. Nadie quería mirar hacia el techo que relucía entre las matas de polvorosa vegetación.

Al principio, los olores del río, ascendiendo en espirales de calor, eran insoportables. Marido y mujer sufrían de mareos y náuseas. Sin embargo, poco a poco, empezaron a soportarlos. Rosa prendía incienso y sahumerio y al menos dentro de la casucha la fetidez parecía disiparse.

Washo solía reunirse los domingos con algunos colegas para beber cerveza y jugar vóley. Esas tardes, con el sol crepitando en el cielo, Rosa se sentaba en una silla mecedora que su marido había rescatado de la basura, para mirar el cielo con los ojos adormilados. Se acariciaba la barriga, y pensaba en su hijo. Respiraba acompasadamente, mientras escuchaba el rumor del río: un soporífero y constante murmullo quebradizo. Solamente cuando la tarde se crispaba en letanías brumosas, anuncios seguros de aguacero, regresaba a la cama, y prendía la televisión. De un día para otro, cerca del octavo mes de gestación, Rosa se dio cuenta de que le era imposible continuar lavando pues la barriga, inmensa como un óvalo puntiagudo, le producía un intenso dolor en la cintura. Decidió que se quedaría en casa, esperando la llegada del primogénito: Luis debía llamarse, como el abuelo cariñoso al que recordaba con enorme amor.

Todo parecía resultar como lo habían planeado: tenían un techo seguro, ingresos frecuentes y, sobre todo, después de tanto tiempo de espera, la llegada del hijo. De hecho, el embarazo de Rosa, terminó por sofocar las bromas de los amigos de Washo que, cada vez y con mayor frecuencia, ponían en duda el vigor de su masculinidad. A la pareja, además, la presencia del feto creciendo en el útero de la mujer, le otorgó una cuota adicional de alegría. Y hasta pensaban en la mujercita, dos años más tarde. No obstante, el día del alumbramiento, luego de que Washo descubriera el pequeño monstruo que emergió del vientre de su mujer, las cosas cambiaron radicalmente: el padre, con los pocos ahorros de la alcancía y la seguridad de que su mujer era un ser infiel, demoníaco, desapareció para siempre, y la madre, a pesar de hallarse en la plenitud de su juventud, empezó a envejecer a ritmo acelerado. Era como si el hijo, con cada chupón de sus senos, la secara por dentro. Debió doblar el consumo de alimentos ricos en proteínas para satisfacer las exigencias cada vez mayores de su hijo.

Al descubrir que su marido había huido, Rosa se sumergió en un pozo oscuro y silencioso. Llamó por teléfono a su hermano que vivía en Italia, y, después de contarle los acontecimientos –omitiendo las características físicas del Lucho, y acentuando la partida de Washo–, le rogó que le diera una mano. El hermano, conmovido con la historia de su hermana menor, le envió unos cuantos euros, pocos, pero lo suficiente como para que ella pudiera mantenerse en los primeros meses. Luego, con el niño envuelto en una manta y colgado sobre su espalda, retomó las jornadas agotadoras de lavado de ropa. Una de las esposas de los militares le dijo que necesitaba una empleada doméstica y ella, sin pensarlo dos veces, aceptó la oferta. Con ese sueldo, y las docenas de camisas y pantalones que lavaba en uno de los lavadores municipales, poco a poco, empezó a creer que el futuro podía ser mejor. Compró otra alcancía y, luego de agradecer a la Virgen por todas sus bendiciones, puso unas cuantas monedas. Qué dichosa se sintió al escuchar el golpe menudo de las monedas cayendo al fondo del chanchito.

A pesar de la figura animal de su hijo, Rosa descubría cada día los dotes excepcionales de su Lucho. Aprendió a caminar antes de los seis meses, y a pesar de que sus piernas todavía estaban frágiles, el pequeño se daba modos para desplazarse de un lado para otro. Enroscaba sus uñas a las patas de las sillas y, soportado en sus gigantes pies, daba un pasito y luego otro.

En un ser como Lucho la vida parecía sucumbir a la paradoja del espacio-tiempo. Aunque la vida continuaba con su tránsito monótono entre la sombra y la luz, el mundo del niño, encarnado en su propio cuerpo, se movía a otro ritmo. Un día –todavía en los primeros meses de vida– podía parecer un bebé tierno, descubriendo el mundo con sus ojitos abiertos, fulgurantes; y otro día –como si dentro de ese mismo cuerpo otro ser luchara por salir– Luis parecía más grande, dos, tres años mayor. Así, cada día suponía para la madre un nuevo acontecimiento incomprensible. Mientras su hijo dormía parecía que las células se reproducían a la velocidad de la luz. Y otro día, esas mismas células se contraían, retrotrayendo el cuerpo del hijo. El cuerpo de Luis: masa de plastilina, se alargaba y acortaba: fuelle de acordeón. Era imposible precisar la edad del niño. Desde los seis meses, cuando empezó a caminar, la mutación no se detuvo. Rosa optó, por ello mismo, en prescindir del vestido para su hijo –pantalones, camisetas o medias, valían un día sí, otro no– y cubrió a su hijo con un poncho que, unos días, le cubrían apenas el pecho y otros, le llegaba hasta los tobillos.

Sin embargo, quizás hacia el sexto año, el ritmo frenético paró.

Luis dejó de extenderse y enrollarse: la materia gomosa que parecía formar su cuerpo dejó su consistencia plástica para convertirse en carne humana: las células, por fin, parecieron encontrar respiro. Y el niño, igual que una mariposa que emigra de su capullo, salió a la luz.

Tenía una habilidad sobrenatural con las manos: sentado afuera de la casa, luego de que la lluvia hubiese terminado de caer, dejando la tierra húmeda, lodosa, tomaba un poco de tierra y empezaba a formar figuras. No eran las torpes masas amorfas que hacían los niños de su edad, sino delicadas representaciones de humanos, árboles y animales. En especial, le encantaba diseñar gatos, gallinas y monos. Miraba en la televisión algún programa donde aparecían estos animales y luego los reproducía con el barro. En su memoria prodigiosa se impregnaban los registros concretos de las formas y colores. Hablaba con soltura adulta, cualidad que empezó a mostrar desde los primeros meses cuando las palabras –igual que el cuerpo gelatinoso– se desplazaban en un ir y venir como un filamento de queso mozzarella. De bebé –tal vez antes del primer año de vida– emitía oraciones completas, lógicas y sugestivas, a veces monólogos delirantes, y al día siguiente, al ritmo de su cuerpo que se contraría, apenas podía pronunciar monosílabos o gemidos torpes. Pero a los seis años o más, cuando cesó el crepitar acelerado de su cuerpo, también las palabras encontraron su medida.

La madre, a pesar de su poca educación, estaba segura de que su hijo era especial, pero no se atrevió a comentar con nadie sobre sus capacidades singulares. Nadie le creería. Por el contrario, luego de que el pequeño empezara a caminar, a crecer y reducirse el mismo tiempo, decidió que el único sitio seguro para él era la casucha donde vivían. Dejó de llevarlo a la casa de los señores López, donde estaba empleada, y lo encerró. Todas las mañanas, luego de que su hijo comiera abundantes porciones de alas de pollo –herencia directa de su madre– y bebiera dos buenas tazas de humeante café, cerraba la casa y ponía candado a la puerta. El sol brillaba sobre la superficie del candado. El ruido de los autos –una ola trémula de motores y cláxones, de sirenas de ambulancia y escapes dañados– inundaba el ambiente desde la avenida que se hallaba a trescientos metros de la casa rodeada por un espeso follaje.

Rosa al regresar a casa encontraba a su hijo inquieto, con los ojillos desorbitados y un hambre feroz. Le calentaba los restos de comida que había tomado de la casa de los López y le preguntaba qué había hecho. Lucho devoraba arroz, carne, plátanos fritos, apenas respirando después de cada bocado, y, al mismo tiempo, le contaba a su madre que había moldeado su figura: una réplica asombrosa de su madre, en miniatura, que a Rosa, contrariamente a lo esperado, le produjo desconcierto y miedo.

Día tras día, el encierro le resultaba asfixiante. Una tarde, cerca de las seis, cuando en el cielo se tejía una constelación de apremiantes nubes cenizas, Rosa descubrió que su hijo había escapado de la casa. En una de las paredes se divisaba un hueco lo suficientemente grande como para que el cuerpo de Lucho –brazos y piernas largas, cabeza redonda y pecho desprendido en una amelcochada giba– pudiera salir. No tardó mucho en descubrir dónde se hallaba la criatura pues una serie de estruendos, como los de un pájaro silbador, le dieron la señal. Lucho estaba encaramado en uno de los árboles que crecían a mitad de camino entre la casa y el río. El niño, al mirar el desconcierto de su madre, rió y empezó a descender colgándose de las ramas, como un mono.

Rosa lo reprendió, le dijo que no podía romper las paredes de la casa, y escapar como un loco, debía hacer caso a lo que ella dispusiera. Lucho le dijo que no podía aguantar ahí adentro, tantas horas, pero que le prometía que si ella le dejaba quedarse fuera de casa, él, como un niño bueno, obedecería todas las disposiciones que ella, como su santa madre, le recomendara. Rosa cedió. Era imposible otra respuesta. Lucho se acercó donde su madre y parándose sobre sus piernas le abrazó cándidamente. La noche cayó. En el cielo era posible contemplar un cúmulo insondable de estrellas y constelaciones. Cómo habría querido Rosa conocer historias sobre navegantes galácticos para contárselas a su hijo, pero apenas podía reconocer la Cruz del Sur. Le contó que, hacía tiempo, en su juventud, un enamorado le había mostrado en el cielo estrellado aquella forma singular que recordaba la cruz donde murió nuestro querido señor Jesucristo.

No obstante, las promesas de Lucho resultaron solamente eso.

Cada tarde, al regresar de su trabajo, Rosa encontraba nuevos destrozos. El niño abría huecos en las paredes, arrancaba las láminas del zinc, quemaba las ollas. Lo peor de todo –que es mucho decir, pues la casa parecía haber soportado los embates feroces de un tornado– era que el Lucho se había aficionado por coleccionar todo tipo de cadáveres de animales: ratas, pájaros y perros. Para ello fabricaba trampas con sogas, cajas de madera y palos de escoba y afilaba también un platinado cuchillo de cocina. Incluso había tomado algunos de los cables de luz que su madre usaba para colgar la ropa con el fin de fabricar sus trampas.

Afuera de la casa, junto a la puerta de entrada, el niño, luego de rondar por las trampas dispuestas en los perímetros colindantes coleccionando los animales cazados, se sentaba en cuclillas y con el cuchillo terminaba de matar a las víctimas, luego las trasquilaba hasta dejarlos como bebés recién nacidos, y los colgaba en filudos palos clavados en la tierra. Para Rosa era un espectáculo terrorífico, pero, a pesar de los intentos de negociar con su hijo, nada podía hacer. También continuaba esculpiendo hermosas figuras de barro: ángeles y vírgenes, cisnes y tucanes, sirenas y unicornios. La madre no terminaba de asombrarse cada vez que su hijo la tomaba de la mano y la llevaba detrás de la casa donde, como si fuese el jardín de las delicias, estaban sus esculturas. “¿Dónde viste esto, hijito?”, preguntaba la madre, al descubrir frente a sus ojos a un gigante unicornio. “No sé, mamá”, le respondía Lucho, “me aparecen en la mente”.

No obstante la admiración que le producía, ella ya no podía controlar a su hijo. En varias ocasiones, al encontrarlo sentado en el suelo, con la luz de la tarde cayendo sobre su cabeza como un chorro de aceite, rodeado de los cadáveres de los animales cazados, perdió los estribos y luego de gritarle que dejara de hacer eso, se sorprendía a sí misma pegando a su hijo, primero nalgadas, y luego cachetadas o golpes de puño. Rosa –que provenía de una familia en la que la madre había hecho de la violencia contra su hija un acto normal, obligatorio– se había prometido a sí misma, a los quince años, mientras su madre le pegaba en la cabeza con la escoba, que cuando fuese madre jamás haría lo mismo con sus hijos, ahora, al tiempo que descargaba su furia contra su hijo, creía que Dios la castigaría por su comportamiento.

Incluso llegó a creer que su hijo, así, monstruoso, desafiante y salvaje, era un castigo divino por una vida llena de licencias y pecados. ¿Pero cuáles, mi Dios padre –le preguntaba–, si ella había sido tan devota y cristiana, durante toda la vida? En su mente, cruzada por la neblina y el desconcierto, apenas podían vislumbrarse imágenes imprecisas del pasado. Quizás aquella vez que perdió la virginidad detrás de unos matorrales en su pueblo. O, pocos años antes, cuando la sangre de la primera menstruación le pareció un acto impuro que enterró junto con el estropeado calzón junto a un árbol. Tal vez el hecho de gozar su cuerpo al sentir las caricias de aquel enamorado con el que, luego de hacer el amor sobre el pasto verde de la quebrada de Lloa, creía que el mundo era hermoso, apostada sobre su pecho, mientras él le hablaba de la Cruz del Sur.

Tal vez el odio a ese mismo Dios que no evitó que la puñalada de un asaltante nocturno se llevara a su hombre. Rosa se preguntaba si ahí estaría la raíz de la ira divina, si esa sería la causa, pensaba, de todos sus castigos y acto seguido, mientras observaba a su hijo, sumiso, agarrado a los pies, a los cuales besaba con devoción silenciosa, le tomaba en brazos y lo besaba en las mejillas, una y otra vez, como si así pudiera desprenderse del horror que le causaban sus propios actos.

Luego de estos encuentros, el niño parecía sumirse en un estado meditativo, lejano, apenas susurrando para sí, al tiempo que se acostaba sobre el piso para mirar las formas apelmazadas de las nubes. Así pasaba el día entero hasta que las primeras gotas empezaban a caer. Entonces, rápidamente, se metía en casa. Odiaba el agua. La madre y su hijo, juntaban planchas de zinc o pedazos de plástico para cubrir los agujeros que el propio Lucho había hecho.

La calma parecía regresar.

Sin embargo, de un día para otro, la ley de la ferocidad operaba nuevamente en el cuerpo de Luis. Se levantaba de la cama y luego de que su madre partiera para sus jornadas habituales, empezaba con sus andanzas. Para Rosa era ya un caso perdido. Empezó a contarle a su patrona sobre el comportamiento extraño de su hijo así como sobre sus habilidades para la escultura y la caza de animales silvestres. La señora de López, luego de salir del estupor –una mezcla de incredulidad y asombro– aconsejó a su empleada doméstica que ingresara a su hijo a un instituto mental, quizás ahí, le dijo, podrían encontrar la cura para los males. Rosa le dijo que su hijo no estaba loco. -”Entonces”, respondió la señora de López, -”deberías darle una lección. Dile a un hombre que conozcas que le dé una buena paliza al guambra malcriado para que tome juicio”.

Rosa, mientras la señora le recomendaba, pensó en su compadre Edison. Aunque no lo había visto en mucho tiempo, a raíz de la desaparición de su marido, seguramente podría contar con su apoyo. Durante el trayecto de regreso, sentada en una de las últimas bancas del bus, mientras la ciudad parecía una mancha de formas, apenas visible detrás de la ventana, Rosa creyó que, quizás, no fuese necesario adoptar medidas tan extremas. Su hijo no era tonto, y tarde o temprano debía entrar en razón. Era cuestión de mantener la calma, armarse de paciencia y esperar a que en el Lucho se abriera el entendimiento. Sin embargo, al llegar a la casa se dio cuenta de que, en efecto, era imposible dominar la naturaleza animal de su hijo. Sobre la puerta de la casa, el niño había clavado al menos dos docenas de diminutos cráneos pulidos y lisos –sobre los cuales el sol de la tarde refulgía con sus últimos rayos de luz– de bebés ratas. Rosa no reaccionó como hubiese sido de esperar. Apenas le dijo que tenía unas cuantas alas de pollo que había tomado de la refrigeradora de su patrona y que pronto podría comer.

A la mañana siguiente fue a visitar a su compadre Edison en el edificio que levantaba, junto con treinta albañiles más, frente al parque La Carolina, y le contó todo, sin guardarse ningún detalle. Los dos, apostados debajo de uno de los árboles del parque, se protegían del caliginoso resplandor del mediodía, mientras comían platos de guatita y bebían sorbos de Coca Cola. El compadre le dijo que contara con su ayuda. El fin de semana iría a la casa y le daría una buena zurrada al impetuoso niño de los demonios. Y así lo hizo.

El sábado llegó cerca del mediodía. Traía atravesada una borrachera a cal y canto. Apenas podía ponerse en pie y, mientras lanzaba improperios contra el mundo, trataba de encender un cigarrillo. Rosa salió de la casa donde a esa hora preparaba una espesa sopa de fideos con pollo. Lucho estaba detrás de la casa diseñando un conjunto de figuras en serie: se trataba de una decena de maltrechos soldaditos estadounidenses de la guerra de Vietnam que el niño había visto en una película el día anterior. Al mirar el estado calamitoso del compadre, Rosa se arrepintió de haberle pedido lo pedido. A la vista era una mala idea y, al tiempo que arrastraba al compadre adentro de la casa, trató de disuadirlo, pero era una misión imposible: Edison, afiebrado por el alcohol que bullía en la sangre, insistía en que si su comadre necesitara de un hombre que pusiera las reglas de la casa, él estaba ahí para eso y para lo que necesitara. Al subrayar las últimas palabras, Rosa sintió una punzada en el estómago. ¿De verdad, era real lo que escuchaba? ¿Podría su compadre, el delgado y sibilino Edison, anidar en su corazón otros sentimientos hacia ella? Y de ser así, ¿eso podría suponer que Dios le diera una nueva oportunidad para ser feliz?

Durante los siguientes minutos, mientras Edison caía desplomado sobre la cama, con la piel cetrina y los ojos hundidos en profundas ojeras, Rosa pensó que, quizás, todo podía arreglarse, aunque, inmediatamente, otra punzada le apuñaló el corazón: tal vez, el borracho Edison, quisiera que ella estuviese, por obra y magia del destino, otra vez soltera y huérfana de hijos. Tal vez, seguía pensando, como si su cerebro fuese una máquina fabril, el compadre suponía que ella quería deshacerse de su hijo para allanar su camino. Eso jamás pasaría, dijo al borracho que empezaba a roncar emitiendo sostenidos hipos apestosos, y fue a encontrar a su hijo. Era un acto instintivo, debía abrazarlo y reafirmar que, pasara lo que pasara, nunca se separarían. Detrás de la casa, amparado por las sombras que formaban las prendas colgadas en los cables de luz, Lucho continuaba con su metódica labor. Alzó la mirada y vio a su madre: le parecía hermosa, casi la réplica perfecta de la Virgen María que los protegía desde la imagen clavada cerca del televisor: pensó que debería moldear la figura de su madre y él en su piernas, apenas despierto. Durante otros segundos la contempló iluminada por los rayos del sol que a esa hora caían desde el cielo, perpendiculares, en un chorro prolongado de luz blanca.

La madre se acercó y, sin rozar siquiera las piezas que su hijo había formado con tanta meticulosidad, le abrazó, le besó en la frente, los ojos y las manos. “Mi amado hijo”, le dijo, y regresó a la casa. El compadre la esperaba bajo el umbral de la puerta, con los ojos vidriosos y trastornados. En la mano derecha blandía el filoso cuchillo que Rosa usaba en la cocina. Rosa se abalanzó hacia él. “¡Está loco!, compadre”, le dijo, “deje eso”. “¡No!,” gritó el hombre, ahora vamos a hacer justicia divina: “hay que matar al engendro de Satanás”. “Deje, deje”, imploró Rosa, tratando de evitar que Edison pudiera dirigirse a la parte trasera de la casa. Pero los intentos fueron vanos: ella no podía competir con la fuerza del compadre quien, con un manotazo preciso en el rostro, la dejó tendida sobre la tierra.

Una nube pasajera desdibujó la masa caliente del sol. Se hizo la sombra. Edison caminó todavía zigzagueante hacia el pequeño Lucho. Éste, al mirarlo, se levantó preparado para lo que venía. En su fuero interior sabía que debía defenderse del gigante que, con los ojos ensangrentados de furia, se acercaba. La pelea fue breve, apenas lo suficiente como para que el niño, con un salto impredecible, estuviera sobre el cuerpo del borracho. En la caída, Edison se desprendió del cuchillo y, durante unos eternos segundos, miró la figura demoniaca de Lucho, con los dientes de Drácula y la risa colmándole el rostro. Y luego, al tiempo que sentía cómo el filudo metal ingresaba en su corazón, pudo sentir los estertores de su vida, una vida que se le escapaba entre regurgitaciones de burbujeantes sendas de sangre, y el olor ácido, ligeramente dulzón de la misma sangre. Luego, el silencio. Lo último que miró fueron unas sombras que descendían del cielo como caballos salvajes, y el olor espeso del contaminado río Machángara.

Cuando Rosa despertó corrió hacia la parte trasera de la casa. El corazón le latía con fuerza. Una línea de sangre le surcaba la frente, le dolía la cabeza. Entonces descubrió la escena: el cuerpo sin vida del compadre, con el cuchillo todavía clavado en el corazón, sobre un rojísimo charco de sangre, junto a las ropas en el piso, las mismas que ella había lavado por la mañana y que luego colgara sobre los alambres de luz. Extrajo el cuchillo del cuerpo inerte con un gesto de horror, y empezó a buscar a su hijo por todas partes, gritando su nombre una y otra vez.

Todo estaba en silencio. Era como si el tiempo se hubiera detenido, en una perpetua cámara lenta, tan poderosa que desvanecía los ruidos, los olores, el espacio. Caminó hacia la quebrada que llevaba al río. Ahí, envueltos al árbol descubrió los cables de luz. Gritó, aulló, y se abalanzó hacia su hijo al mirar cómo esos cables, sujetos a la raíz del árbol, envolvían su cuello. Con el cuchillo friccionó sobre la capa de PVC hasta que, por fin, los cables se rompieron. Inmediatamente escuchó como el cuerpo de su hijo se deslizaba por la quebrada. Se imaginó lo peor: el cuerpo de Lucho cayendo sin resistencia hasta el mismo río. Pero, por suerte, mientras el niño se deslizaba entre los matorrales, había podido sostenerse con sus manos. Benditas garras de mono, pensó la madre, y empezó a subir a Lucho. En el cuello le surcaban dos líneas violáceas; de la piel lacerada brotaba un fina capa de sangre; los ojos, todavía desorbitados y la lengua colgando de los labios. Pero estaba vivo. Era un milagro. Durante el resto de la tarde curó las heridas de Lucho y, sentada sobre la silla mecedora, contempló cómo la tarde se perdía detrás de un azulino manto amarillento, renacentista.

Lucho, todavía con los colmillos de la muerte mordiéndole las heridas, pensó que la siguiente escultura que elaboraría sería la de su piadosa madre, vestida como la Virgen María, con su hijo sobre sus piernas, desfalleciente y feliz. “Sí, eso haría”, pensó.

ESCRITOR ECUATORIANO JUAN PABLO CASTRO POR SU NOVELA LOS AÑOS PERDIDOSJuan Pablo Castro Rodas (Cuenca, Ecuador 1971) es escritor y profesor universitario. Sus artículos sobre cine y literatura han aparecido en las revistas Diners, El Búho, La Casa, Caracola, Kipus, SoHo, Casa de las Américas, Revolución y cultura, y en algunos periódicos. Algunos de sus cuentos han sido publicados en las revistas Casa de las Américas, Barcelona Review y Omnibus. Es autor del poemario El camino del gris, las novelas Ortiz, La estética de la gordura, La noche japonesa, Las niñas del alba, Carnívoro, Los años perdidos, el libro de cuentos Miss Frankenstein, el libro de teatro Los invitados y del ensayo Las mujeres malas. Forma parte también del libro de ensayos Quadrilátero, y de la antología “Latitud cero: doce narradores ecuatorianos”.

La boca del sapo

Una selección de microrrelatos del escritor mexicano Mariano F. Wlathe.

La boca del sapo

Lo visité poco antes de que muriera. Nunca me agradó. No quise que se fuera sin habérselo dicho. Quise verlo a la cara una última vez y decirle quién era el responsable de todo su mal. Estaba desahuciado y sin poder hablar, apenas pudo hacer unos cuantos gestos. Memoricé cada uno de ellos: la furia con que intentó apretar sus dedos descoordinados y chuecos para formar un puño; su mirada llena de rabia e impotencia; la frustración en sus labios incapaces de insultar o, siquiera, escupirme; sus ojos llorosos llenos de cólera y miedo. Sentí lástima por él. Lástima y asco, la misma sensación que se tiene al matar una rata o un sapo. —¿Qué te ha hecho ese hombre? —Me quitó todo… yo necesitaba el dinero. A la compañía no le afectaba, sólo eran unos miles de pesos. Me acusó. Perdí el trabajo. Por poco me meten a la cárcel. Mi mujer no lo soportó, me dejó y se llevó a los niños. —Tú, ¿lo odias? —Sí, lo odio con todas mis fuerzas. —¿Qué deseas? —Deseo verlo sufrir, madrina. Quiero que sufra y se muera. Llegué a mi casa cargando la pequeña caja de cartón con respiraderos. La coloqué sobre la mesa. Mis piernas temblaban. La ansiedad que recorría mi espalda me provocó escalofríos. Sacudí mis brazos y corrí a la cocina por un vaso de agua. Traté de relajarme, encendí el televisor. Concursos. Una mujer trataba de adivinar la respuesta mientras un globo lleno de harina amenazaba con reventarse sobre su cabeza. Cuando el globo estalló me carcajeé histérico, feliz, y; sin embargo, miraba constantemente, lleno de angustia, la caja encima de la mesa. No podía dejar de pensar en el animal moribundo que contenía. —¿Estás seguro? —Sí, madrina. —¿Te parece justo? —Sí. Él me arrebató mi vida. Ahora yo quiero quitarle la suya. —Escribe su nombre. Escribí en tinta negra sobre un pequeño trozo de papel. Mi madrina se levantó de la mesa y fue a buscar algo en el cuarto de atrás. Esperé. Mi mirada se distrajo entre las velas negras y el terciopelo barato. Ella regresó con una caja de cartón color blanco llena de diminutos orificios. En el interior había un enorme y feo sapo. Ella tomó una aguja e hilo negro. Me pidió doblar el papel e introducirlo en la boca del anfibio. El animal se sacudió con fuerza. Lo sujeté. Ella rezó por mi causa, para que la muerte de mi enemigo llegara con la del sapo y, con el hilo negro, le cosió la boca.

Noé

Hijo, me preguntas si tengo fe en Dios. ¿Qué esperas que te diga? Aquí, atrapado en esta prisión de madera y agua, escuchando el desesperado arañar de las paredes y los gritos de auxilio de toda la humanidad. ¡Por supuesto que creo en Él! Trata de abrir la puerta y sentirás cómo su fuerza la cierra, trata de sujetar la mano de un niño que se ahoga y sentirás cómo pesa más que un elefante. No, no me mires así. Sé lo que piensas: que soy un cobarde, que debería mirar por la borda a todas esas familias, vecinos y amigos ahogarse para darme cuenta de que, tal vez, era mejor morir a quedar condenados a la endogamia y los caprichos divinos. Pero en el futuro nadie dirá eso. La historia nos reivindicará, porque escucha bien esto, hijo mío: la historia la escribiremos nosotros y nadie más.

Amanecida

—Despierta pequeña. —¿Qué hora es? —preguntó adormilada la niña. —Es tarde, tenemos que ir con tu papá. —Pero mi papá está muerto —respondió la niña aún envuelta entre las cobijas. —Por eso. La niña abrió los ojos, sintió una opresión en el pecho y comenzó a toser. Una densa niebla llenaba su cuarto. —Tranquila —dijo la voz, profunda y amigable, oculta entre la gris espesura de la bruma —, sigue mi voz. La niña se levantó desconfiada y caminó con los brazos extendidos hacia el frente tratando de hallar a quien le hablaba. A unos cuantos pasos, una lóbrega silueta se dibujó ante ella. —Toma mi mano —dijo la silueta, iluminada por un halo rojizo que se filtraba en la habitación, y extendió su larga y delgada mano. La pequeña, temblorosa, sujetó aquella mano fría y descarnada. —Pero mi mamá… se va a preocupar. Tengo que pedirle permiso. —Descuida —confortó a la niña mientras la guiaba entre el fuego que consumía la casa —, estoy segura de que ella también vendrá.

MarianoMariano F. Wlathe (México, 1986). Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su trabajo narrativo ha sido incluido en revistas nacionales y extranjeras, y en las antologías: Visiones 2013 (AEFCFT, 2014), Alter libido 4 (Alevosía Multiformatos, 2013), Cuéntame un blues (La tinta del silencio, 2013), Antología de cuentos y obras para títeres sobre alebrijes Vol. II (Gobierno del Distrito Federal, 2013), Bosques (Fantasía, 2013), Penumbria Año I (Penumbria/KGB, 2013) y ¡Está vivo! (Difusión Cultural Saliva y Telaraña, 2012). En octubre de 2013 publicó su primer libro de microficciones: CALAVERA.

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El galpón de los cuentos vivientes

Un cuento del escritor ecuatoriano Jorge Vargas Chavarría

Por Jorge Vargas Chavarría

Desde hace algún tiempo recibo la misma invitación una y otra vez: unirme a un club donde aspirantes a escritores recitan juntos el fruto de su ingenio cada tercer sábado del mes. Se lo he confesado varias veces a Norah, no creo que la escritura responda a un ejercicio creativo. Para mí, quien también intento escribir, la escritura es un plagio constante; la justificación a una mentira trabajada con un poco de estilo. Cada texto es resultado de un sinnúmero de líneas ajenas que lograron “de algún modo” sacudirnos el alma.
La semana pasada, con el aroma del mate como testigo, le prometí a Norah que asistiría por lo menos una vez al dichoso club que desarrolla sus reuniones en un galpón al sur de la ciudad. Y como para mí la palabra es una cosa que hay que respetar, me vi forzado a cumplir.

Norah es siempre la primera o la última en dejar el lugar, lo sé porque en las ocasiones en que la he recogido, no he visto nunca a nadie con aspecto de escritor. Y no es que considere que existe un prospecto para la imagen de un literato, sino que asumo que estos jóvenes se preocupan más por llevar una boina o tener un gato en casa, a juzgar por las descripciones que Norah me ha proporcionado.
En todo caso, cualquier comentario importa poco. A Norah le tomó un par de minutos persuadirme de agarrar las llaves y conducir hasta el menudo galpón de portones oxidados. Tal vez he fracasado en mis juicios previos, y los jóvenes escritores son en absoluto predecibles. ¡Hay que ver que escoger un sitio así, en lugar de una tradicional cafetería, es por mucho algo inesperado!
Norah golpea el portón con una especie de clave sonora que supongo sólo sus compañeros reconocen. Al cabo de unos segundos, un flaco de ojos grandes y hundidos nos recibe en silencio. Bosqueja lo que parece ser su sonrisa, y nos abre paso al interior en el que ocho personas se encuentran sentadas en un círculo. Norah se adelanta y saluda con un abrazo al tipo más alto. Él la envuelve en sus largas extremidades por unos segundos y la suelta para darme la bienvenida con un sacudón de manos bastante prolongado.
—Tú debes ser Bosco; Norah nos ha hablado mucho de ti y de tus cuentos. Bienvenido.
—Espero no me haya puesto sobre un pedestal ante ustedes.
—No, para nada. Siendo nuevo para nosotros, me temo que serías el último en subir a un pedestal.
Su sarcasmo resulta detestable, más que nada porque no lo prevengo. Una vez cerrado el portón, somos once personas dentro de un caluroso galpón iluminado únicamente por la luz que ingresa por los ventanales. Saludo a todos con un cordial apretón de manos, incluso a las muchachas que sonríen, pero no se muestran dispuestas a saludarme con un beso. Al resto de varones del club los saludo con el mismo formalismo absurdo que amerita este tipo de reuniones.

Todos se muestran afables, a excepción de uno, aquel que me mira a los ojos y me deja con la mano estirada. Norah aparece de inmediato, pone su brazo sobre mi nuca y me guía hasta la silla que han colocado para mí en el círculo. Tomo asiento y abro el cuaderno que contiene el relato que he preparado para la cita.
—Hola a todos, y bienvenidos a nuestra séptima tertulia—dice Dante, el líder del club con quien tuve un breve encuentro a mi llegada—. Es una verdadera pena que muchos de quienes iniciaron con nosotros ya no nos acompañen. Sin embargo, hoy por ejemplo, se une a nosotros un nuevo narrador.
Me echa un vistazo como esperando que me pronuncie ante los demás jóvenes, pero prefiero asentir con cortesía antes que decir cualquier patraña.
El flaco de ojos grandes toma asiento entre el grupo, y de inmediato empieza la tertulia. Noto algo extraño, misterioso, que prefiero ignorar considerando que todo creativo es siempre algo demente: los ojos de los presentes apuntan a la chica que sujeta su cuaderno con fuerza y se aclara la voz antes de leer. Las pupilas de los otros parecen dilatarse y esperar que algo suceda de la nada. Para cuando la muchacha de vaqueros desteñidos y blusa almidonada empieza a leer su cuento de arañas venenosas, todos guardan silencio y tratan de vivir el relato.
Norah parece haber olvidado mi presencia, porque desde que nos sentamos no se dirige a mí en lo absoluto. De pronto, el chico de barba abundante que se rehusó a estrechar mi mano, eleva sus piernas y las recoge sobre la silla en la que está ubicado. Mira el suelo con pánico y esboza un gesto de terror. Entonces veo las decenas de arañas negras acercarse a cada una de nuestras sillas. Norah y Dante se divierten con la escena que tiene a todos perplejos. Algunos también dibujan terror en sus rostros, y otros, como el alto de ojos hundidos, permanecen callados sin dejar de protegerse de las diminutas portadoras de veneno.

La muchacha no deja de leer, continúa su lectura mientras otra de las chicas se entretiene viéndonos asustados. Se descuida, pierde de vista sus piernas un instante y un par de arañas trepan por sus rodillas y le clavan sus colmillos en la piel. La muchacha grita y las retira con un manotón. Acto seguido, Irene detiene su historia y todos retoman la calma. Las arañas desaparecen y el chico mudo vuelve a respirar. Sobresaltado, me pongo de pie y exijo una explicación. Creo en fantasmas y duendes, pero esto ha sido demasiado para mí.
— ¡¿Qué demonios fue eso?!
—Tranquilo, ya tendrás tu oportunidad de leernos uno de tus textos. Aguarda, joven escritor —sostiene Dante en el mismo tono detestable con el que me dio la bienvenida a este sitio de mierda.
—Bosco, por favor, siéntate, —me pide Norah—te dije que disfrutarías este club. Ahora, guarda silencio.
El portón está cerrado bajo llave y para cuando reacciono, otro joven está leyendo ya. Esta vez, la quietud y el frío se apoderan del galpón.
— ¡Para que su horror sea perfecto, destruye las ventanas de la casa!—dice el joven, mientras recita un fragmento de su texto.
Los vidrios saltan por todo el lugar; hechos añicos nos caen sobre la cabeza. Me cubro con unos libros y al menos mi rostro sale ileso de los cortes. Para cuando dejan de caer los cristales desde los altos ventanales del galpón, tres de los otros muchachos sangran sin parar; los han rozado trozos grandes de vidrio. Me pongo de pie nuevamente para intentar ayudarlos y tropiezo con el cuerpo tendido en el suelo de la chica atacada por las arañas. Dante ríe a carcajadas aun con algunas heridas, y para cuando me incorporo e intento tomar al líder por el cuello para detener sus risas, tres personas han muerto ya, y yacen en el piso lleno de vidrios.

Mientras, Norah, con heridas mortales que le surcan el cuerpo, me empuja e intenta calmarme sin importar la escena en lo absoluto. El muchacho de la barba abundante aprovecha nuestro enfrentamiento y el dolor de los otros para abrir el cuaderno que trae entre manos. El muchacho me mira y sonríe con un gesto que es por mucho lo más tenebroso que he visto. Comienza la lectura de su relato de forma abrupta y sigue así, sin perder nunca la dicción de un buen orador. El cuento del muchacho es oscuro desde su primera línea, habla de espíritus y aldeanos corriendo por sus vidas. Hay gritos espeluznantes por todo el galpón, los vidrios regados por el suelo se levantan, los jóvenes ilesos caen desmayados sobre cristales rotos y los cadáveres de sus amigos.
El lector continúa con su relato, no piensa detenerse hasta concluirlo. En la desesperación de tratar de tomar a Norah de la mano y huir, resbalo y quedo ante los pies de Dante. Su rostro se ha desfigurado por completo; no sé bien qué me aterra más, si su cara alterada o el ángel negro que aparece detrás del lector de barba abundante.
El suelo empieza a crujir y las sillas de los escritores muertos salen disparadas hacia las paredes. La quietud se ha esfumado por completo. Para cuando empiezo a correr hacia la salida, Dante convulsiona en el piso, Norah le sujeta los brazos, y la enorme sombra negra que el lector ha convocado a través de su cuento comienza a tragarse a los muertos; los envuelve en la oscuridad que da forma a su imagen. Desaparecen.

Ciertamente no habrá cesado el rito hasta que quien lee se detenga. Uno de los sobrevivientes, el único además de Norah, el inconsciente Dante, se arroja sobre el lector, pero éste le propina un puntapié antes de que consiga quitarle el cuento de las manos. El galpón se viste en tinieblas, Dante ya no reacciona, y Norah se incorpora para dirigirme la mirada por primera vez desde que llegamos. En el primer descuido de la sombra, corro hasta las puertas del lugar y con mi energía reforzada por el miedo, consigo romper el cerrojo. Norah me sujeta del pantalón, está tirada en el suelo, lleva la cara cortada y su ropa tan sucia como el galpón.
— ¡Bosco, por favor! —tienes que ser paciente. Ya vendrá tu turno de leer.
Consciente de que aquella no es la misma Norah con la que conduje hasta aquí, me suelto de sus manos, empujo el portón derecho y, antes de poner un pie fuera del lugar, el ángel negro se posa a mis espaldas y lanza un grito que me ensordece por unos instantes. Me dejo caer sobre la acera y con un movimiento escabroso cierro el portón de un solo golpe.
Guardo silencio. Regreso a mi asiento con el cuaderno cerrado. Los participantes me miran absortos, inmóviles, sobre todo Dante, que había dudado de mi lugar en el círculo dispuesto en el galpón. Los participantes se miran los unos a los otros, se cuestionan la autenticidad de los hechos. Algo es certero: mi relato los ha envuelto. Norah, lejos del suelo en esta realidad, me mira satisfecha; sabe que a los jóvenes escritores no les ha quedado duda alguna de mi destreza en el oficio.

Los portones se abren entre chillidos; ya no hay vidrios sobre el suelo. El manto de penumbra del ángel negro se ha esfumado, y la luz inunda el galpón en donde las sillas quedan dispuestas en el centro tras nuestra partida. Entonces, el galpón espera en silencio a que los seres invocados a través del relato, vuelvan pronto a la vida.

jorgevargas_2013 (1)Jorge Vargas Chavarría (Ecuador, 1992). Escritor y estudiante de ingeniería química. Ha publicado dos libros en español e inglés, así como ensayos y cuentos en medios impresos y digitales en Ecuador y Chile. Cuenta con un blog literario con más de 30.000 visitas (www.jorgvargas.com) y un cuento adaptado a cortometraje.

Familiar

Un cuento del escritor ecuatoriano Andrés Cadena

Familia, 1220-50. Tom. del lat. famîlîa, primitivamente
‘conjunto de los esclavos y criados de una persona’,
deriv. de famûlus, ‘sirviente’, ‘esclavo’.

por Andrés Cadena

Cuando me reveló lo de su enfermedad, reconocí en los ojos de mi prima María el inconfundible destello de la locura:
—La estoy fingiendo —susurró, y luego continuó como si nada, pidió con un movimiento de la mano un vaso de agua a alguna tía que estaba cerca, y se hundió bajo una manta en el sillón de tela estampada con diminutas rosas de colores.
Esperé una sonrisa de su parte, una continuación igual de extraña, o incluso el resquebrajamiento de esa tarde de sábado en casa de la abuela por el estruendo de sus carcajadas; pero María actuó como una estatua ensombrecida, y se limitó a proferir un intermitente quejido que era igual que oír serruchar a la distancia.
Una atmósfera concurrida y bulliciosa, regida por el parentesco, me hacía sentir bajo una lluvia, de impactos repetitivos por doquier, y se contraponía al remanso de soledad en que había bogado los últimos dos años, en Europa, a mi ritmo. Era el primer almuerzo con toda la familia desde mi regreso; aún no asimilaba que apenas tres días antes hubiera tomado una navette frente al Puerto Viejo de Marsella, para ir al terminal aéreo a una hora por la autorruta, y luego a una serie de aviones en un viaje con escalas en Frankfurt, Bogotá y Guayaquil, para terminar una noche en que el frío andino se concentraba en la ciudad bajo una espumosa tapa de nubes.
Al abrirme la puerta de su casa, la abuela parecía esconder en sus ojos oscuros, como boyas brillantes en un mar de arrugas, la preocupación por mi prima María.
—A la nena la tenemos enferma —me dijo cuando le pregunté cómo estaba—, pobrecita; pero le va a componer tu vuelta.
Esa frase trizó mi flamante alegría por ver a la familia.
Fluyó hasta la cima de mi memoria el mensaje de mi prima seis meses atrás, que yo leí, junto a mi novia, en una cafetería sobre una calle peatonal en el centro de Colonia, donde languidecían en la tarde de otoño las sombras de las torres de la Catedral, como dos colmillos apuntando al cielo.
«Nando —me escribía María—, conocí al amor de mi vida. No te rías, es así. Te escribo porque estuvimos en el zaguán antiguo de la abuela, y pensé mucho en ti. Sé que vas a entender, siempre fuiste más maduro que yo. La abuela y las tías no paran de decir que eres ya un hombre de éxito; y no lo dudo. Así nos ha llevado la vida, ¿no? Seguimos de primos… ríete ahora sí. Con cariño infinito, Mar»
Tras leer el mensaje, había cerrado la laptop de Christine y la miré continuar la escritura en su diario. Ella levantó la cabeza lo justo para que un mechón corriese sobre su rostro como una cortina y le ocultara un ojo, mientras sus labios estiraron una sonrisa. Aquel medio gesto era para mí la idea nueva de la felicidad, de súbito alcanzada ahora por una salpicadura del pasado. Me acerqué al semblante fino de Christine y tuve que tomarle la quijada con las yemas de tres dedos para que completara mi beso. Su imagen se embelleció, con esa belleza rutilante hija de la sorpresa.
—¿Cómo se te ocurre fingir que estás enferma? —le dije ahora a mi prima, sin mucha discreción. Nadie nos oyó; tal vez estuvieran acostumbrados a que entre María y yo intercambiáramos siempre frases incomprensibles.
Dándome su perfil, ella abrió un ojo, que fue como un roedor asomándose a la cornisa de su nariz. De repente, se reincorporó a medias y me encaró con seriedad:
—Tú fingías todo el tiempo que dormías cuando la tía llegaba a donde la abuela para llevarte a tu casa.
María tenía una facilidad de ubicarme en mi vida como si fuera un tren que no había alcanzado a tomar.
—Oí que estabas con una alemana. ¿Qué tal?
—Bien —repuse queriendo sonar natural—. Viene en un mes.
Prorrumpió en risas, cercenadas de súbito por una tos profunda. Tras ello, se levantó del sillón, dejando caer la cobija amarillenta sobre el parquet, y se dirigió al baño arrastrando los pies. Las florecitas del tapizado del sofá perdieron por unos segundos su forma, estiradas cóncavamente, como bajo el peso de algo invisible que permanecía sobre ellas.

*

Leí el e-mail de Christine como si fuera una noticia antigua, desactualizada, y su efecto se limitara a enrarecer mi idea del pasado reciente. Había ido al médico y me daba varios pormenores de su estado, con una minuciosidad que me repelía: su extrañamiento se ocultaba bajo una graciosa y tenue reprobación. Sin embargo, sabía que Christine bien podría ver por sí misma. Pensé, en cambio, que debía resarcirme con respecto a mi prima, que por una vez estaba en mis manos definir los límites de mi espacio frente a ella, tan habituada a invadirlo. Quería a Christine —ésa era, después de todo, la razón de que yo hubiese adelantado mi viaje: preparar a mi familia ante nuestros inminentes planes de boda—, y por eso debía cerrar las cosas con María.
Fui a visitarla a la casa de la abuela, donde se estaba quedando desde el inicio de su supuesta enfermedad.
—Está peorcita, mijo —se lamentó la abuela mientras subíamos hacia la habitación de la convaleciente. Me tomó del antebrazo con cariño pero con firmeza—. Tú le haces bien, estoy segura —terminó, como si alentara algo que no terminaba de develar.
Miré con tristeza cómo la vejez se apoderaba definitivamente ya de esa figura que en algún rincón de mi pasado tuviera también la forma de la ley. Su piel colgaba como buscando desprenderse de su cuerpo.
—Ahora sí creo que me ha llegado —me dijo María cuando me senté al pie de su cama—; la enfermedad, digo.
Una sonrisa mustia naufragó en su cara.
—Sé que es por mí, Mar —propuse, según tenía en mente, con gravedad, aunque sin convencimiento.
Ella fabricó una risotada que la maquilló en un segundo.
—Todo es por ti, primo —alcanzó a decir, socarrona.
Hice silencio y respiré hondo. El olor de esa casa parecía intocado desde hacía años.
—Pensé que conocería al «amor de tu vida» —dije.
Ella demoró en hablar ante mi provocación.
—¿Tienes un cigarrillo, Nando?
—Mar… —reclamé con un sonido infantil.
Sus ojos se opacaron por un desgano profundo. Esa manifestación de fastidio era un antiguo lazo que ella había usado siempre para conservarme atento, como mirando a un ser superior.
—Pues no lo era; no era el amor de mi vida… —aceptó a regañadientes.
«Entonces no sé por qué tenías que anunciármelo», pensé en decir, pero en ese instante la abuela entró al cuarto con una taza roja tambaleante en un plato de porcelana. Un dulzor en el aire delataba la avanzada pudrición de alguna hierba mantenida en humedad.
—Toma, nena, acábatelo mientras esté caliente.
La voz y el paso lento de la abuela eran la unión de la lástima y la esperanza. También eran para mí como un calmoso regreso a los recuerdos.

*

—Siente mi lengua —me había dicho mi prima una noche de diciembre, cuando éramos adolescentes y se animaban a la intemperie las fiestas de la ciudad, bajo el multicolor de las explosiones de fuegos artificiales en cada barrio. Nosotros estábamos resguardados del mundo en el zaguán de la antigua casona de la abuela, en el centro colonial. María me besó con los labios abiertos, creando una cueva húmeda en la que parecía que cabríamos ambos de cuerpo entero, y luego me recorrió con la lengua toda la boca.
Yo no podía dejar de pensar en ella, aun cuando, pasados nuestros encuentros, no me prestara más atención que a los primos pequeños, que siempre la demandaban de nodriza o acompañante. Repetíamos el ritual del zaguán cada vez que a mi prima se le antojara, y lo cerrábamos, invariablemente, cuando ella se separaba de mí para dar dos pequeños saltos hasta el fin del pasadizo y asomar los ojos hacia la galería de acceso a la cocina y al comedor, donde se reunían los adultos, el escenario de una vida a la que pertenecíamos pero que en esos momentos yo sentía como lo más lejano imaginable.
—Espera un rato —me decía mi prima, sin voltear a verme, y salía segundos después con una inocencia simulada a la perfección.

*

Christine me había llamado varias veces al teléfono desde Alemania, pero algo en mí me impidió contestarle. Hablar directamente con Christine sin haber alcanzado progresos en mis planes no sólo que me parecía un fracaso, sino que constituía, en mi mente, una verdadera traición. Mi novia no tenía el número de mi casa, sólo el de mi celular, así que no tuvo contacto alguno con nadie más de mi familia, quienes sabían de su existencia a través de mis relatos.
Me limité a escribirle que todo estaba en orden, que la vida familiar me había ahogado un poco en su tráfago y por eso no había estado disponible; que eso no lo entendería ella, germana, ya que era un asunto de latinos; que todos nuestros planes continuaban intocados. Que la extrañaba y la quería. Que le mandaba un beso.
—Mijo —me preguntó la abuela un día que había ido a visitar a mamá—, ¿usted para qué invita a su amiga, esa alemana, a venirse acá? —y lo que siguió fue un lamento y un enigma—: Peor, con la nena como está…
—¿Y cómo está, abuela? —repuse, haciendo un escudo de palabras—, ¿cómo anda su nena enferma?
En un concentrado gesto, vi con claridad que la abuela reprimió un sollozo.
—Está que no quiere ni comer, imagínese.
Quise develarle entonces que todo era mentira, que mi prima fingía su enfermedad como había fingido durante toda su vida una serie interminable de sucesos, según le convenía.
Así lo había hecho esa tarde tibia en el antiguo zaguán de la abuela, cuando parecía no saber qué ocurría, cuando hacía como si no supiera, al tiempo que nos conducía con una pericia de la que sólo años después, desde el recuerdo, aprendí a sospechar. Tras los besos, con su mano extendió una caricia bajando por mi vientre y terminó desabotonando mi pantalón; mientras yo bullía por dentro, su mano ejerció una presión que me traspasaba la piel de la hombría, accionando un mecanismo interior aún desconocido para mí. Ella se había desprendido de sus interiores deslizándolos bajo su falda plisada príncipe de gales, por las piernas y hasta el suelo; brincó y se encaramó sobre mí con semejante impulso que al saltar la soga, me rodeó la cintura con sus piernas, el cuello con sus brazos; y, maniobrando con habilidad su humedecido pubis, por primera vez me permitió estar dentro de una mujer. Ráfagas de espasmos asestaron mi cuerpo, arrebatado por el placer durante intensos minutos, en que fuimos poco más que latidos. De pronto, de otro salto, María se desconectó de mí, aterrizó con pies juntos, y se agachó ágilmente para recoger el trapito deforme que era su calzón, para luego desaparecer absorbida por la claridad del día al final del zaguán. Una leve corriente de aire me acarició el cuerpo, hiriéndome de frío en las partes mojadas; como si la ciudad se estuviera burlando de la escena, como si el ambiente entero fuese una extensión de mi prima.
Pero no le dije nada a la abuela. Comprendí que su tristeza la recubría y la volvía impermeable a todo lo que no anidara ya en su interior. La enfermedad falsa de María era un mal congénito.
Christine se perdía en mi mente, que licuaba su imagen con el indefinible color del olvido.

*

La muerte de la abuela ocurrió de repente, sin que nadie pudiera presentirla. Un lunes, mientras el volcán desgarraba las nubes grises haciéndolas desaguarse sobre la ciudad, la abuela se recostó para su siesta de la tarde y nunca más se despertó. María fue la primera en darse cuenta: el lecho final de la vieja fue un mullido sillón verde oliva al pie de la cama de la nieta convaleciente. Algo de la vida expirada de la abuela debió viajar en esa habitación y adentrarse en el cuerpo de María, puesto que cuando alertó a los tíos sobre el cadáver, sus ojos, secos, parecían más animados que nunca, expectantes como dos depredadores en plena vigilia.
Todos temieron que el malestar de salud de María recrudeciese, pero la partida de la abuela pareció tener el efecto contrario, y enseguida mi prima empezó a mostrar los signos inequívocos de la recuperación. Y así gozó, en toda la familia, de una admiración sollozante debido a su fuerza de voluntad para sanarse a pesar del dolor.
—Se murió de pena —me dijo María ya en el velorio, en un camposanto a las afueras de la ciudad—. Una pena que le causamos tú y yo, Nando.
Yo la escuchaba percibiendo por instantes los mismos declives de voz de la niña que en el pasado se servía de mi cuerpo cuando quería.
—¿Y cómo lo remediamos, Mar? —dije, desafiándola.
—Siendo felices —me respondió mientras me abrazaba—. Viviendo.
La tomé de la mano y salimos del salón recubierto de deudos que se confundían en un solo ente, como si la oscuridad de una gigantesca mantarraya se hubiese posado en el recinto de velación. El punteo de nuestros pasos ahuecaba el silencio de unos corredores amplios que eran el marco de un patio empedrado con una pileta en el centro, semejando la arquitectura andaluza de las casas antiguas de la ciudad. Mientras recordaba los momentos de nuestra febril adolescencia pasados en el zaguán de la vieja casona de la abuela, nos alejábamos más del velorio, como dándole la espalda a lo que ocurría en el presente. Luego de trasponer una desolada galería al extremo de los salones de velación, nos apoyamos en una balaustrada de piedra, y no nos dijimos nada mientras observamos el paisaje. A nuestros pies, la loma descendía en una redondez perfecta hacia un lejano y raquítico río que apenas se podía escuchar, como si estuviera a punto de secarse. El césped verde limón brillaba con artificialidad bajo el sol ecuatorial. Una serie de lápidas ordenadas con sucesión constante daban la impresión de ser púas nacidas del suelo, como si estuviésemos sobre el caparazón de un gigantesco monstruo antediluviano.
Allí, apoyados contra una pared blanca que dejaba ver los bultos formados por los ladrillos bajo la pintura, a semejanza del costillar de un cadáver, María y yo hicimos el amor, de pie, rodeados de un silencio de muerte que era exhalado desde nuestros pies, desde la tierra, en todo lo que allí había.

*

—Es hora de despedirse —me dijo María, desmontándose de mí, y reacomodándose la falda oscura y pasada de moda que, sin embargo, en ella, irradiaba armonía.
Yo me reincorporé sobre el asiento y me subí el pantalón, sin despegar los ojos de mi prima. La veía recortada contra la ciudad, que se tendía del otro lado de la ventana del auto. Habíamos estacionado en un mirador sobre una colina en el extremo oriental, en las proximidades de un parque con olor a eucaliptos.
—Tu novia alemana… —dijo María, con una oscura alegría en la voz—, ¿cuándo viene?
—En una semana.
—Ese día, entonces, todo tiene que acabar, Nando.
Asentí con gravedad. Experimenté el remordimiento de no haber solucionado como pensara mi relación con María, pese a que preveía un final cercano, que me proporcionaba cierto alivio. El recuerdo de Christine se me hacía borroso, a pesar de que algo aún latía en esa imagen mental. Maldije en silencio a mi prima, a su enfermedad fingida que la había colocado en el ojo del huracán de nuevo, captando toda la atención familiar, secuestrando mi cariño y mi cuerpo como hacía años. Supe que la odiaba porque la quería tanto, por hacerme recorrer ese camino de doble vía que era su amor de prima, vivificante y desolador al tiempo, primigenio y fatal, que me erizaba la piel al relacionarlo con la mención de «la sangre llama».
Los días que siguieron fueron como un viaje hacia la condenación. María y yo hacíamos el amor como dos posesos cuyas vidas se decantan hacia el fin en cuenta regresiva. Las jornadas transcurrían ante nosotros como clepsidras a punto de vaciarse. Nos encerramos en la casa de la abuela, con el pretexto de ordenar los objetos de todas las habitaciones del lugar, según indicaciones minuciosas que mi prima recibiera directa y confidencialmente. Incluso despedimos a la empleada de años de la casa, quien antes de darnos la espalda para irse nos arrojó una mirada de ojos encendidos por el reproche. Nos cobijamos en un secretismo natural para esa atmósfera que apresaba el pasado y lo confinaba a pervivir, extendiendo su sombra, superpuesto al presente. Nos volcamos a una cópula sólo interrumpida con intermitencias para reponer fuerzas comiendo algún dulce de la despensa o sumiéndonos en una duermevela tras las cortinas cerradas, por cuyos bordes alcanzaban a destellar hilos solares estirados sobre los empolvados muebles atacados por la polilla. Ese lugar, la ausencia de la abuela y las palabras roncas de mi prima, que eran como designios incontestables para toda la familia, parecían confluir en un vórtice oscuro, donde se descomponía todo lo que se acercara; igual que un agujero negro deshace luz y tiempo atrayéndolos hacia sí con una gravedad capaz de absorber el brillo astral de una galaxia entera.
El día de la llegada de Christine, un mareo se apoderó de mi cabeza desde la madrugada. Medio dormido todavía, tuve que correr al baño para alcanzar el excusado antes de vomitar. Cuando salí, mis ojos lagrimaban desdibujando los bordes de las cosas. A través de la ventana del eterno dormitorio de la abuela, la ciudad se desperezaba bajo un azul inyectado de rojo, casi violeta, que aureolaba la cordillera. Todo parecía temblar entre vapores nocturnos y una fría humedad que flotaba en el ambiente.
En la cocina, mi prima consumía un desayuno frugal, con un aire melancólico. Me vio entrar, me rodeó con sus brazos y me dio un beso ligero en la boca, un saludo más familiar que lujurioso. Mis manos recorrieron sus caderas y la atrajeron hacia mí.
—No, Nando —murmuró—. Ya no.
Mencioné que debía salir hacia el aeropuerto. Mi prima insistió en venir conmigo. Yo me sentía siguiendo los dictámenes de algo superior a mí; una decisión incomprensible que, sin embargo, se sentía como la única solución a todo.
Recorrimos la ciudad sumiéndonos en la sima de la llanura, donde el aeropuerto era como un tajo en pleno bosque de concreto. Parqueamos en la acera de enfrente antes de llegar a la puerta de arribos internacionales, desde donde, en diagonal, podíamos observar la salida de los viajantes. Permanecimos sentados en el carro. María guardaba silencio, con un aire de aceptación y —de nuevo— fingida inocencia. Mi odio y mi amor por ella correteaban en mi interior como dos infantes, persiguiéndose el uno al otro entre carcajadas.
La tomé de la mano, pero ella deshizo esa unión enseguida. Encendí la radio, y nos dejamos llevar por el oleaje de leves sonidos, que llegaban enrarecidos a la cabina del auto, nuestro último fortín frente a la realidad.
Largos minutos pasaron sin que la situación cambiara. Manteníamos una expectación como el condenado que sabe que pronto llegará su final. La ciudad fuera del auto sostenía un rumor extrañamente acallado, como si nuestra vigilia fuese también suya.
—Es ella —dije de repente, con los ojos puestos en una figura femenina que difería de la que guardaba en mi memoria—. La del vestido rojo amplio y pelo rubio suelto. Maleta azul.
Señalé a Christine con algo de vergüenza, con el ademán de un niño obligado a confesar su travesura. Ella, espigada y blanca, estaba de pie sobre la vereda, buscando a su alrededor la imagen de mi rostro. Sus bellos y delgados rasgos parecían perdidos en esa atmósfera de páramo andino. Sus ojos almendrados y su pequeña nariz puntona irradiaban la confusión que, seguramente, reinaba en ella ese momento.
Yo permanecí callado y con ambas manos puestas al volante. No miraba a María, quien se reclinó hacia el frente, ubicándose a un palmo del parabrisas, para captar mejor la imagen de Christine. Sólo la oí hablar, de pronto, como susurrando divertida:
—Apenas se le empieza a notar el embarazo.
Vi a mi prima María a los ojos, en los que pude percibir, como un reflejo centellante, la cruda expresión de la locura.
Encendí el motor, y nos fuimos.

andres cadena caretoAndrés Cadena (Quito, 1983). Su libro de cuentos Fuerzas ficticias ganó el primer lugar del Premio Pichincha 2012. Antes había publicado, con Juan Carlos Arteaga, el libro de relatos Transtextos (2006). Consta en antologías como Los invisibles (2011), Tiros de gracia (2012), Cuentos de fútbol (2010), entre otras. Cuentos y ensayos suyos han aparecido en revistas impresas como Letras del Ecuador, Anaconda, Rocinante, Casapalabras; y virtuales como Suelta, Ómnibus, Aurora Boreal, Big Sur, Punto en línea. Fue durante cuatro años coordinador editorial de la Campaña de Lectura Eugenio Espejo. Trabaja en edición.

Oratoria

Iliana Vargas

A Guadalupe Dueñas
A la Virgen del Apocalipsis, señora de Ecuador

I.

Salíamos de la tienda, cada una con un cono relleno de masa helada y texturizada que prometía “místico sabor”. Yo quería ir al parque y tú a sentarte dentro del kiosko: “Mira cómo está el sol; la nieve se va a derretir antes de que crucemos la alameda”, decías, mientras me tomabas de la muñeca para guiarme a la sombra. Pero yo sabía que si no aprovechaba el vacío en el parque ocasionado por la hora solar, más tarde sería imposible encontrar un columpio libre, o algún turno para trepar por aquella cuerda deshilachada cuya cumbre pedregosa se desdoblaba en una pendiente de pasto fresco por la que me encantaba rodar. Además, en el parque siempre había sombras más cómodas y frescas para refugiarse del calor que en el kiosko. Fue entonces que se me ocurrió acudir al “guiño del desempate”, como tú misma llamabas a eso que te encantaba jugar cuando nos encontrábamos en situaciones parecidas: un volado.
La vimos dar volteretas en el aire, chocando contra la pared descarapelada de la tienda y luego contra unas botellas que, recargadas en el filo de la banqueta, le dieron el efecto de rebote necesario para que la moneda cayera exactamente al borde del vacío al que llevaba el enrejado de la coladera. De inmediato recordé la película del payaso que, escondido en el desagüe, ofrecía globos a los niños para luego comérselos. No, yo no iría a ver de qué lado había caído la moneda. Y tú, gritando que diez pesos no se iban a ir a un nido de ratas, y que menos ibas a poner la mano ahí, tampoco querías ir por ella. Entonces se te ocurrió pedirle a uno de los muchachos que esperaban afuera de la tienda que la sacara, pero que primero se fijara y nos dijera de qué lado había caído… Extrañamente, sin dudarlo y sin echarse a correr con la moneda, hizo lo que le pediste, sólo que cuando la trajo de vuelta, también te entregó la estampa. “No, esa no es nuestra”, y te apresuraste a guardar el dinero en tu bolsa. “Pues estaba pegada a la moneda… por algo será, ¿no señora?” Y tú, completamente asqueada por lo pegajoso del cartón, la tomaste de la orilla, apenas con la punta de tus uñotas; la examinaste por un lado y por el otro y me preguntaste que si quería una santita azul. Al mirarla y notar que no le habías visto las alas, te contesté: “No es una santita, es una virgen alada…” “Bueno, ¿pues la quieres o no?”, dijiste, ya sin soportar más la mugre entre tus dedos. “¡Sí, sí la quiero!” Entonces sacaste una de esas toallitas alcoholizadas que siempre cargas y envolviste la estampa en ella; luego tomaste otra y te limpiaste los dedos como si quisieras arrancártelos.
El muchacho regresó a la tienda. Tú recuperaste el helado que empezaba a escurrir por mi mano derecha mientras yo masticaba el barquillo del mío, diestramente sostenido por la izquierda. Luego, al designio del águila, partimos hacia el kiosko.

II.

Al principio no sabía qué hacer con ella: la dejé descansar sobre mi mesa de trabajo un par de días, pero de tarde en tarde terminaba en el suelo, arrastrada por el aire que inevitablemente debía entrar por la ventana. La pegué en la pared, junto a dibujos o recortes cuya naturaleza reproductiva era incontenible, y pronto les llegaba la hora de ser sustituidos por otros. Entonces la guardé aleatoriamente en mis cuadernos. Nadie me había explicado en qué consistía un milagro, la fe, el poder de una oración. Simplemente la miraba -tan distinta a todas esas figuras representadas en cerámica y estampas que la tía Lola guardaba en una inmensa vitrina que habitaba, ella sola, uno de los cuartos más grandes de su casa- y sentía que si la llevaba ahí, junto a las anotaciones escolares que para mí resultaban tareas incomprensibles, con el poder azul de su sola imagen podría ayudarme a resolver el asunto. Sin embargo, la resolución del problema nada tenía que ver con el problema en sí. Es decir: nunca aprendí a sumar fracciones ni a dibujar mentalmente la orografía e hidrografía de ningún país, mucho menos los componentes de una célula. Lo que en realidad me salvaba era algún suceso por demás absurdo que ocurría justo a la hora negra –el terrible momento de explicar la tarea frente a los demás: los gises no pintaban en el pizarrón; la profesora era asaltada por una comezón impúdica; alguna niña empezaba a soltar chorros de sangre después de haberse sacado hasta el último moco de la nariz; algunos niños eran sorprendidos en un ataque de risa y llanto… En fin, el milagro que me concedía la imagen de la virgen azul cumplía con no tener que enfrentar mi falta de conocimiento, mas no me otorgaba el conocimiento que me faltaba.

III.

¿Por qué será que lo primero que la mayoría concibe como imposible para el ser humano es volar? Que si los impulsos primigenios, que si las confusiones ancestrales derivadas de la contemplación de la naturaleza, que si la oportunidad de mirarlo todo desde arriba… A nuestros 17 años, pensaba escuchar de ellos, mis compañeros de fiestas y paseos descalabrados, algunos deseos imposibles más cercanos a los que yo solía conjurar de vez en vez por la noche, esperando deslumbrarme de sorpresa al verlos realizados con la luz del alba. Pero el tiempo de aquellos pequeños regalos parecía pertenecer al pasado, y, al no encontrar nada nuevo ni en mi cuarto ni en el jardín ni en la cocina, me sentaba desdeñosa de tus mimos con los que ofrecías el desayuno. Confiaba encontrar una explicación de tu sabiduría materna al respecto, pero sólo te exaltabas al enterarte de mis deseos incumplidos.
–Pero deja ya de pedir esas cosas Clara, que si se te cumplieran no estarías tan contenta –decías mientras me quitabas la estampa de la mano y me entregabas la taza con café. –No puede ser que sigas creyendo en esa bobería; yo te la di hace años para que jugaras y la tiraras cuando te cansaras de eso, como cualquier niño; no para que la convirtieras en tu santita ni hada madrina.
–No es ni lo uno ni lo otro, mamá; ya te he dicho que es una virgen azul… con alas. Y sí tiene poderes, sólo que le hace falta práctica… Yo creo que había pasado mucho tiempo sin que nadie le pidiera nada y por eso las cosas salen medio raras, pero tú misma has visto lo que me ha cumplido.
–¿A eso le llamas “deseo cumplido”? Una verdadera virgen no te hubiera dejado totalmente pelona y con la pijama convertida en forro de papel pegado al cuerpo con quién sabe qué tipo de resistol. Acuérdate que tuviste que quedarte remojando más de tres horas para que se te quitara y la piel te quedó llena de esos puntitos azules que nomás no se te van.
–¡Ah! Es que esa vez le pedí convertirme en cosmonauta… pero te digo que quizá debí explicarle qué clase de cosmonauta…
–Ay Clara, como si no te conociera para sospechar que tú solita te hiciste tanta tontería.
–¡Que no, mamá, que no!, que fue la virgen… ¿Ya ves? Quizá la molestas con tus críticas y tu incredulidad y por eso ya no me ha concedido nada…
–Mejor así, no quiero que la casa vuelva a llenarse de esa grava roja que tanto nos costó sacar y echarla al parque, convenciendo a los policías de que era una donación japonesa para hacer jardines no sé qué…
–Ay mamá, esa vez pedí un ejército de escarabajos-colorines para que nos dieran masajes en los pies al caminar sobre ellos… Si te hubieras esperado a que empezaran a funcionar, no te quejarías, pero luego luego interrumpiste el hechizo con tus gritos de loca.
–¿Loca yo? Mira, Clara, he permitido que sigas con tu jueguito del hada virgen ésa nada más porque es la única tontería con que demuestras tu crisis de adolescente, pero en cuanto seas un adulto oficial, es decir dentro de seis meses, te olvidas de tu estampita y te concentras en la universidad, ¿eh?, que no estoy para consentir locas en mi casa… Y menos que digas que la loca soy yo.

Ilustración por Julián Bonequi. – http://www.julianbonequi.com

IV.

¿Por qué has dejado de escucharme, de consentir mis deseos aunque resulten malinterpretados? ¿Será que debería iluminarte con alguna acuarela para que regresara la intensidad del azul a tu cuerpo, y dejara de verse así de pálido, borroso, incluso cansado? Pero, ¿dónde podría encontrar ese tono de azul con destellos verdosos? ¿Cómo haría para no invadir los rasgos –tan dulces y expresivos a la vez– de tu mirada, de tus labios haciendo esa mueca que parece dudar de todo? ¿Qué color serviría para delinear los bordes de tus alas?, esas alas que de ser reales rasgarían toda materia que se interpusiera en el vuelo. Porque yo no le veo esa textura de libélula con que dibujan a las hadas. No. Tus alas serían de metal aerodinámico, para que lucieran esos detalles curvilíneos que se extienden por ambos lados hasta encontrarse con la punta afilada. Mi virgen de alas afiladas. Mi virgen azul, de cuerpo que podría ser piedra, pero nunca carne. Contemplo el lunar rojo en cada uno de tus cuatro pulgares y sé que es el lunar donde se concentra la justicia de tus actos. Observo los signos que parecen bordados sobre tu piel escamosa, apenas cubierta por esa túnica tan lila como la extraña corona que invade tu frente, y adivino que sólo podré hermanarme a tu híbrida naturaleza cuando los haya descifrado, cuando la extraña fosforescencia que emana de tus ojos sea la única luz que ampare mi sueño… Ay, virgen de los cielos que están detrás de estos cielos, de la noche que no es oscura ni blanca, de la tierra que guarda más de mil caminos para los transterrados, escúchame, sólo esta vez y nunca más: concédeme la gracia de aprender a vivir sin la incomprensión de la sordera materna, sin la indiferencia de los amigos complacientes, sin la furia que me arrastra a olvidarme de todos para amarte sólo a ti… Concédeme el deseo de mostrarme quién soy, de vivir, un instante que se prolongue lo que sea necesario, en una torre de marfil.

V.

–¡Clara, ya son las siete y media de la mañana!, ¿a qué hora piensas bajar a desayunar? ¡Acuérdate que hoy tengo cita en el banco para que nos den la casa que nos dejó tu papá en Cuernavaca!
Después de quince minutos de haberle llamado y no escuchar ruido que delatara movimiento alguno, decidió subir a buscarla. “Esto ya pasa de un berrinche de adolescente”, pensaba la mamá, acostumbrada a encontrarse con su hija ya bañada, vestida y con el desayuno a medio preparar, cada mañana, pues era tal la luz que se desperdigaba por toda la casa, que era imposible tratar de dormir un par de horas más. “No puedo creer que me hagas hacer esto, escuincla”, decía para sí y en voz alta, mientras subía uno y otro y otro escalón, que a su edad, ya le pesaban bastante. “Ya vas a ver, ni creas que te voy a dar dinero para ir a ese concierto con tus amigos greñudos ésos”, continuaba reclamando la mamá, ya avanzando por el pasillo terriblemente quieto, desesperantemente silencioso. Se detuvo ante la puerta, extrañada de la sombra oscura que se deslizaba por debajo. Dudó un instante entre tocar antes de abrir; no podía ser que siguiera dormida después de tanta perorata… pero, quizá estaba enferma, eso no lo había pensado… Y se quedó muy quieta, tratando de escuchar el ritmo de la respiración de su hija a través de la puerta, como lo había hecho siempre antes de irse a acostar para saber si ya estaba dormida o si seguía leyendo… cuánto leía esa niña… Pero no oía nada. El silencio le produjo ciertas palpitaciones, y un frío cuya procedencia no lograba adivinar, empezó a incrustarse en los huesos. No supo exactamente qué le hizo cerrar los ojos al tiempo que tomó el picaporte para hacerlo girar hasta escuchar el clic de la puerta al abrirse. Entonces separó los párpados y de inmediato los volvió a cerrar. El aire le faltaba. Los volvió a abrir y sintió desbordarse de lágrimas: la garganta, el pecho, la boca; toda ella era una lágrima vibrante. El aire le seguía faltando pero lo robó de donde pudo para deshacerse del grito que empezaba a estrangularla. No podía hablar, pero mientras se acercaba a ella, pensaba: “Clara, por favor, deja de estar jugando, hija…” Sólo que su hija, quien no volvería a dirigirle siquiera la extrañeza de su mirada, era una hermosa estatua de marfil, del marfil más azul y fino que pueda existir en cualquier tierra, menos en ésta.

Iliana VargasIliana Vargas (México, 1978). Estudió letras hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su trabajo narrativo ha sido incluido en diversas publicaciones impresas y electrónicas mexicanas y extranjeras, así como en las antologías Alebrije de palabras. Escritores mexicanos en breve (BUAP, 2013); Bella y brutal urbe. Narradores nacidos en la Ciudad de México de 1970 a 1989 (Editorial Resistencia, 2013); Penumbria. Año I (Antología de cuento fantástico, Ediciones Penumbria/KGB, 2013); El libro de los seres no imaginarios. Minibichario (Ficticia, 2012) y Antes de que las letras se conviertan en arañas (IMC, 2006). Es asidua a los encuentros y descubrimientos sobrenaturales, y de ello dan fe los cuentos que conforman su primer libro: Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012).

Un muerto es quien más sufre

Un cuento de la escritora ecuatoriana Ana Minga.

por Ana Minga

“Yo soy quien escribe la historia de mi padre
y le tomo fotos a su muerte, y te dedico la historia
y su cámara…”
~ Santiago Andrade

Desde que nació ya estaba muerto, pero lo obligaron a vivir de alguna manera cuando le gritaron que en este mundo las personas no velan siempre por otras, menos por un muerto, que al tercer día, apesta…
Su saliva era espesa y su boca olía a tabaco, más esa mañana en que fue un muerto íntegro junto al mar… cuando se vio traicionado por el amor, por ese al que le decía “contigo todo, sin ti nada”. Ese día el muerto supo que amar significaba jamás…
Solo los perros pueden perdonar, ellos que después de ser abandonados por sus dueños, reaparecen muy delgados, estropeados, sedientos, heridos… dispuestos a amar a quienes los traicionaron… ellos, este muerto: ¡No!
Este muerto siempre fue muy nervioso, el médico le ordenó ir al mar para que calme su corazón. En la medicina recetada estuvo la mortal imagen de la miseria humana. Ellos caminaban en la orilla, tan alegres, tomados de la mano, parecía que su acuerdo tenía meses atrás, el asesinato había sido planeado con tiempo… El ser amado estaba con alguien que siempre jodió el camino del muerto. (Doble traición, doble dolor). Lo vieron, huyeron. El amor había terminado: el muerto cayó sobre la arena.
Después de esta flecha en su corazón, sabía que su realidad sería terrible, pues un muerto íntegro estorba; ni los amigos lo aguantan, dicen que cansa escuchar lo mismo y lo mismo. La historia de un muerto aturde a los vivos, igual que las locuras incomodan a la gente que se dice cuerda.
El muerto queda fuera del escenario, es la víctima, la patética víctima que si planifica venganza, se convierte en un muerto detestable; la sociedad no lo soporta, prefiere al asesino, incluso, le buscan un pretexto para justificar su crimen. Si de la boca del muerto sale una palabra en contra del asesino, hay susto. Primero por su condición de muerto, segundo, porque siempre hablará por la herida, entonces, dirán que no es objetivo, se verá como injusto en sus apreciaciones, con respecto al traidor y a la situación.
El muerto solo sirve para que hablen cualquier cosa sobre él, para preparar café y tomarlo en su nombre. Para el chisme, para las alabanzas hipócritas, porque todo muerto resulta ser bueno, eso dicen. Pero claro, lo prefieren lejos, bajo tierra.
El muerto es quien sufre más, no los que quedan intactos, los que dicen padecer por él, mucho menos los asesinos. Si la sociedad no sanciona al criminal, este olvida, es más, su objetivo principal es llegar al olvido, para que nadie lo señale como culpable. Eso en el caso de que sienta remordimiento, sino, solo será una historia más. Mientras tanto, quien recibe la ofensa, no olvida, aunque pregone inteligencia y estabilidad emocional. No olvida, tiene una memoria audaz que recalentará los recuerdos cuando alguien, en cualquier circunstancia, le falle.
El muerto está solo como los locos. Un muerto que respire espanta a cualquiera. No es especial, es raro.
Los amantes exigen cosas imposibles, porque el amor no conoce de lógica, aturde hasta al más serio gobernante. Y este muerto amaba como ama el amor, como decía Fernando Pessoa. Este muerto pudo perdonar la traición, porque el amor cuando es incondicional lo perdona todo, es un ciego abandonado que va detrás de su madre, pidiéndole abrigo…
Pero este muerto, no le duele la traición, ni que no lo quieran. Le duele la crueldad del ser humano, la sangre fría que tuvo el ser amado para disparar con ayuda del enemigo.
Es cierto que el amor coquetea con el drama y tal vez Jorge Luis Borges tenía razón, cuando decía que el amor trae más desgracias que placeres, pero que la felicidad del amor es tan grande que más vale ser desdichado muchas veces para ser feliz una. Si tomamos en cuenta esta idea, entonces, el amor es la felicidad que buscan los mortales; pero se trata de momentos, solo a ratos, no es eterno como nos dijeron las novelas, los sacerdotes, los profesores de escuela, las madres, etcétera.
¿Y será que el amor dura hasta que se lo encuentra? Cuando ya se lo tiene puede ser un seguro adiós.
El ser humano vive para conseguir felicidad. Cuando la adquiere, por ejemplo en lo material, dice sentirse vacío —aunque un problema es más divertido pasarlo con un buen vino que con agua potable, a veces ni eso— pues lo que busca en realidad, es amor y que este sea eterno. Porque el amor suele pasar de la felicidad a la desdicha o bueno, en algunos casos, a la costumbre. Es decir, el amor en sí, ya tiene sus riesgos, tiene ese peligro de acabarse…
Este muerto entiende esto, pero no entiende que lo acribillen, como un niño hambriento al cual lo amarran de manos y pies en un cuarto lleno de comida. Bajo estas circunstancias, para este muerto el mundo se divide en dos: en buenos y malos, no hay tintas medias. Y es lógico su descontento contra la humanidad que se ha convertido en un monstruo y que nos quiere terminar con su indiferencia, como menciona Michel Houellebecq, autor de Plataforma.
La gente dice entender al muerto, le da consejos rápidos, pero en realidad no les importa, cada uno tiene su vida; el muerto, exceso de tiempo para triturarse con su memoria en donde se aloja lo que una vez fue amor.
Aunque haya nacido ya muerto, nunca se dio cuenta de su condición, se creía Dios hasta que un mortal lo volvió nada, porque con el ser amado no caben las armas: uno es la criatura más indefensa.
Ser mortal le costó, incluso fue al psiquiatra luego de esa mañana en el mar. Muchas pastillas de Xanax y de Fluoxetina no lo dejaron como era antes. Ya nada será igual. Inventará su existencia para pasar como fantasma entre los vivos.
Su amado en varias ocasiones le dijo que no era cariñoso, a pesar de que el muerto entregaba todo lo que tenía. Error, hay humanos que se niegan al todo, prefieren un poco para tener el dominio, el todo sale de sus manos. Solo los valientes aceptan el todo, porque a la vez es la terrible nada.
El amor es descontento y para que dure parece que le gusta vivir en la adrenalina de la incertidumbre.
En tal caso, si este muerto solo tenía tristeza en sus bolsillos, la entregaba transparente. “Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria, te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón…” decía Borges.
Nadie quiere a los tristes. Todo mundo busca la felicidad, prefieren a los muertos de la risa…
Ahora, el mar está dentro de este muerto, sus venas están llenas de sal y en la cabeza habitan olas enloquecidas. Arrodillarse frente a una puerta cerrada de un bar no sirvió; ni tomar una joya preciada de su padre, para entregarla como regalo de cumpleaños. Todo se borró como las huellas que quedan en la arena…
¿La joya? Una cámara fotográfica con la que se contó la historia de la familia. El muerto no alcanzó a entregar este regalo al cumpleañero, él lo mató antes…
“Ahora sí vas a aprender a ser mujercita” le decía el amado cuando el muerto empezó a quedarse solo y él, cumpliendo todos los deseos del amado… incluso se arrojó a los prostíbulos para demostrarle que la santidad había terminado… y allí las putas lo protegieron. Hubo más humanidad en ellas, que en las señoritas que se hacen llamar decentes…
Allí, en el prostíbulo le decían escritor, un muerto escritor, qué ironía, si los muertos no pueden hacer nada. Lo llamaban así, porque ellas decían que todo escritor sufre y él tenía esa facilidad…
El muerto está entre nosotros, para hablar con él hay que saber esperar, teme que otra vez lo asesinen, pues sí llegó a pronunciar: mi amor, cuando tomó valor y lo sintió… pero tampoco sirvió… fue borrado con un click.
Camina lento como un niño miedoso… intuye que por el momento la justicia está en que sus asesinos se merecen, pues los dos conocen en qué consiste el crimen perfecto. Los dos, sabrán cómo matarse…

Gabriel ZambranoAna Minga. En Literatura ha incursionado en la poesía y en el relato corto. En narrativa obtuvo el primer lugar con el cuento “A orillas del desnudo”, en Villa Pedraza, España. En poesía ha ganado certámenes en Venezuela, Argentina y Perú. Su primer libro de poesía se titula Pandemonium. Su segundo poemario A Espaldas de Dios fue una obra seleccionada para representar al Ecuador en el Certamen Hispanoamericano de la Lira de Oro; este texto ha sido traducido al francés y al inglés. Su tercera obra Pájaros Huérfanos fue escrita en un manicomio como parte de una investigación de la escritora. En el 2010, The Bitter Oleander, A Magazine of Contemporary International Poetry & Short Fiction la selecciona como una de las mejores escritoras latinoamericanas.

Lecturas que ayudan

Un cuento de la escritora colombiana Luz Stella Mejía

por Luz Stella Mejía

No es un sitio que invita a entrar. Es espacioso, demasiado para mi gusto, grande como un galpón, frío y feo. Pero está lleno de libros, películas, discos viejos y CDs. Enormes ventanales como vitrinas dejan ver desde afuera el interior perpetuamente iluminado con las gélidas luces fluorescentes, que desnudan de misterio al local. El piso de baldosas nunca está completamente limpio y las paredes, donde se dejan ver, son de un amarillo sucio. Así es McKey Libros Usados: nada acogedor. Sin embargo, es uno de mis lugares favoritos.
Juan viene cada viernes por la tarde. La primera vez que lo vi pensé que era del equipo de limpieza de la librería: inmigrante de algún país del sur, de baja estatura y barriga cervecera. Su cara de mestizo entre andaluz y azteca delata sus orígenes, y su bigote escaso, recortado al estilo latin lover los confirma. Cuando sonríe, o sea siempre, muestra sus dos dientes enmarcados en oro con sendos brillantes en el medio. No se sabe si sonríe para mostrarlos o si se los mandó dorar precisamente para realzar su sonrisa permanente. Ya lo tengo pillado y sé que entrará con su pasito corto y rápido, directo a la sección de clásicos. Le gusta la buena literatura. Y sé que la lee porque alguna vez, curiosa, se lo pregunté. Pensaba que a lo mejor venía a recoger un libro para alguien cercano, tal vez estaba tratando de conquistar a alguna lectora, tal vez era para su madre, enferma en cama, o quizá su jefe le pedía este recado como parte de su trabajo. Pero no, el libro siempre es para él. Le gusta leer.

Algunas veces nos hemos sentado a conversar en compañía de un café. Me gusta escuchar su historia, trágica pero llena de esperanza, como la de cualquier inmigrante. Juan actúa con esa tozudez inocente, llena de recursos, con que los latinos se mueven en este medio hostil. No se dejan quebrar a pesar de todo. Cuenta, sin pretensiones, que su turno en el trabajo de construcción es de ocho horas y luego, por las noches, empaca comidas preparadas en un servicio de banquetes a domicilio. Los fines de semana se para, junto con otros ilegales, en el parqueadero de 7 Eleven, a esperar que alguien los contrate para algún trabajo inmediato. Vive en un cuarto arrendado, con su mujer y dos de sus hijos, los más pequeños que han ido naciendo aquí, pues los cuatro mayores, los que nacieron allá en el sur, se quedaron con la abuela.
La señora vive resentida pues se vino detrás de Juan, después de que él viniera y empezara a mandarle dinero. Dólares que se inflan en la frontera y alimentan sueños falsos. Cuando llegó a este país y vio que los dólares no compraban lo mismo y que se ganaban con un sudor más amargo que el de allá, María se llenó de tristeza y de rabia, con Juan como su causa y objetivo.
—Con tantos jefes y mi mujer, ya se imaginará mi purgatorio.—
Brilla su diente con su sonrisa de queja, pero no alcanza a esconder una pequeña sombra que oscurece su mirada por un segundo. Y es que de sus jefes no se sabe cuál es el más explotador. Lo único que le hace fijar sus labios en un gesto triste es cuando habla del trabajo de niñera de su mujer. Los niños que cuida son los hijos malcriados de un diplomático de Suramérica. Su jefe es una mujer de mediana edad que trajo de su país el clasismo ridículo y su particular manera de ver el servicio doméstico como una actividad indigna, que a duras penas merece remuneración. Y es que además de tener que ver por los niños, la señora ha ido imponiéndole oficios, de manera que tiene que hacerse cargo de todas las labores de limpieza, orden y cocina. Y no hay día que no la humille o la maltrate.
—En fin — suspira profundo para dar por terminada su letanía de pesares. A pesar de su exceso de trabajo, su amarga vida marital y los usuales desplantes que como latino ilegal recibe a diario, Juan no pierde su buen humor y encuentra tiempo para leer.

Hoy Juan entró al local con paso dubitativo, lo que llamó mi atención al momento. Miró a un lado y al otro, con un gesto rápido. Sus ojillos oscuros se movían presurosos y, lo más extraño, su sonrisa inexistente hacía que su rostro pareciera ajeno. Buscó la lista de secciones y después de estudiarla un momento se dirigió al fondo, adonde nunca se había aventurado. Yo no pude evitar seguirlo con disimulo. Cuando llegó al último corredor, miró por encima del hombro, como si quisiera comprobar que nadie le seguía. Empezó a buscar algo tocando los lomos de los libros con su índice tembloroso, parpadeando, mientras movía sus labios en silencio, leyendo los títulos. Por su frente fruncida corrían finas gotas de sudor que las luces hacían brillar con un halo blancuzco sobre su rostro enrojecido. Al fin su gesto se distendió y sus labios quisieron esbozar una sonrisa que no lograron. Fuera lo que fuera que estaba buscando, lo había encontrado. Se alejó del estante apretando el libro contra el pecho, mirando una y otra vez en todas direcciones, y se sentó en una butaca medio escondida a ojear el libro. Yo no pude evitar la curiosidad y, dando un rodeo, me introduje en la sección sorprendiéndome al notar que era de manuales de autoayuda. Intrigada busqué el hueco del libro faltante a ver si conseguía alguna pista que me indicara en qué andaba Juan y el porqué de su comportamiento. Pero nada me decían los títulos de los libros que flanqueaban el hueco: Manual del Perfecto Artesano y Manual del Predicador.

No pudiendo hacer más por el momento volví al sillón cerca de la entrada a seguir leyendo, pero no podía concentrarme pensando en Juan. En esas lo vi. Venía caminando con afán hacia la salida. Su rostro estaba aún serio y sudoroso pero distendido. Sus manos temblaban ligeramente y sus ojos miraban a lado y lado, como buscando una salida sin obstáculos. Cuando pasó a mi lado sentí un olor de animal atrapado. Una vez cruzó la puerta, me levanté rápidamente y fui a la sección aquella a encontrar una respuesta. El hueco estaba ocupado ahora por un libro mal puesto, aún pegajoso de sudor, en cuyo lomo se leía: Manual del Perfecto Asesino: Cómo deshacerse del cadáver.

IMG_0150Luz Stella Mejía nació en Manizales, sobre la falda de la montaña en la zona cafetera de Colombia. Creció en el altiplano Cundiboyacense, a 2,700 metros sobre el nivel del mar y vivió y trabajó como bióloga marina en Santa Marta, en la costa Caribe de su país. Vive hace ocho años en Estados Unidos, dedicada a los libros –lee como loca y trabaja en una biblioteca-, la familia y sus cuentos. Su oficio de escritora ha sido constante, pero apenas ahora está empezando a darse a conocer en su blog elsuresamerica.weebly.com