La casa ilusoria

Una selección del poeta colombiano Santiago Espinosa.

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Estos poemas fueron publicados previamente en el libro Los Ecos.[/alert]

Poemas

  1. El Carnicero
  2. Tintas Frescas
  3. X
  4. XV
  5. La casa encantada

La casa ilusoria

Como un árbol
que se abre camino en la mitad del mar,
la casa, su olvidado lenguaje de peldaños,
de redes y vacíos luminosos,
nació en el sueño del arquitecto.

“Una casa”, se dijo,
“huella de la vida,
que tenga por rostro
la prudencia del anónimo…”
“Que interprete la montaña
sin cortes sin remedos.”
“Pura y aislada como la hoguera.”

Y de la casa surgieron moradores.
Sus altos muros
fueron perdiendo la extrañeza,
cuando por el pasillo circularon las visitas
haciendo de los rincones escondites,
refugios,
donde la hombría pudo llorar las deudas
de rejas para dentro
y habría de llegar el sexo
a la lengua de los niños.

Sonaron los estruendos de cada noticiero.
El abandono
en las caídas del fútbol.
También hubo películas dobladas
que hablaban del África,
de una aridez distinta
a la que comenzó en los muslos
y terminó en el trazo de los rostros.

Fueron muchos los recuerdos
que se robó la mansarda.
La capa adusta del abuelo,
Caracoles de ecos prófugos.
Los niños jugando a la guerra
con sombreros de copa
o emprendiendo la caza del Mohán
en la selva imaginada.
Mientras tanto, en la noche, los otros
oían a su conciencia traquear en la madera,
dando sus primeros pasos.

En medio de los aromas del melón, siempre distintos,
viendo la luz colarse en los vitrales,
por la ventana entró el sonido
de un antiguo clarinete,
poblando la casa de fantasmas
y de barcos que se hunden.

Con el adiós de los nardos, creciendo en la portada,
quizás solo hubo tiempo de mirarse a los ojos
para estrellar las copas de cara a la montaña.
Hubo tiempo de alzarlas
y volver a brindar por los ausentes.

La obra estaba completa.

Para Guiseppe Volpini.

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El Carnicero

La materia
“diáspora de estrella”,
es para Don Orlando
kilos
peso tibio entre las manos.
Y el tiempo, del negro al blanco,
le zumba al oído
como moscas en la tarde.

Entre lomos, caderas,
blancos puñados de grasa,
pasan los días de Don Orlando.
Por eso alza las carnes al hombro
sin pensar en los cortejos.
Lee los mensajes de las fibras
sin detenerse en augurios.

No hubo pudor cuando
besó a su hijo entre placentas.
Cuando lo tuvo en los brazos,
y en los ojos del uno y del otro
la misma bruma,
sus manos, sin saberlo,
imitaron la balanza romana.

Las vísceras del hijo se velaron,
al ver la luz por el cuchillo de otros.
Don Orlando no hace conjeturas,
su madre le enseñó que era malo especular.
Y sin embargo
no olvida la bendición
antes de hacer los cortes.
Hay que lavarse bien las manos
sin importar el precio del jabón.

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Tintas frescas

“Ah y es de nuevo la mañana.”
José Manuel Arango.

Interrumpiendo el sueño
con rumores y presagios
pasa la moto del periódico.

Implacable –es su trabajo-
va esquivando botellas, pétalos,
las ruinas de una noche larga.
Lleva en su carga
el día que comienza.
Las palabras
con sus muertos
a cuestas.

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X

Sigue el camino de una calle cualquiera.
Aroma del pan recién cortado
mensajes de orina secándose en los muros.
Sigue el camino, no te detengas,
el rostro de tantos muertos
te acompaña.

Óyelos. Lejos del miedo.
Sus huellas ondas
repiten tus pisadas.

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XV

Puede que al afirmar en lo disperso
robándole al silencio
sus espacios justos
repase las huellas que otro pisó
y sean estos espacios entre letras
las voces ahogadas de los muertos.

Salvada mi torpeza
ésta palabra hallada
cortada
lentamente ganaría la noche
y de lo blando un eco
volvería a nacer.

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La casa encantada

Por la mañana tumbaron la casa de la esquina.
Las palas del buldózer araron los cimientos
y el sol de las doce
cayó sobre las piedras solas, sin sombra,
donde antes se sentaban los armarios
y la mesa del café.

Luego llegaron los ingenieros,
traían la sombra a sus párpados
en un gesto militar,
cuando de las montañas azules, pétreas,
manaba un humo blanco y taciturno.
Alguien dijo: “son tiempos de incendio”.

El aire estaba sepultado por el calor.
Entre las ruinas traqueaba la madera,
cediendo, haciéndose polvo en sus termitas.
Nadie lo había notado
pero el buitrón nos tapaba un edificio
y donde antes estaba el techo se escondía todo un barrio:
centros comerciales, esquinas de marihuanos.
La vista de la ciudad –que tantas veces contemplamos-
tenía un brillo desconocido.
Ya no estaba la casa que censuraba nuestros ojos.

Los ingenieros alzaban la cabeza
y proyectaban la mirada hacia el cielo
imaginando edificios babilónicos.
Uno contaba pisos invisibles,
otro miraba el incendio
como un presagio, como una seña
que nunca se cumplió.

Ninguno de nosotros buscó tesoros en las piedras.
Ninguno se tomó la molestia de preguntar
por el armario, las luces sin sombra,
los ruidos estáticos donde no había cuerpos.
Nadie lo pensó porque teníamos que buscar otro escondite,
otro refugio, y otra vista,
para poder matar el tiempo
frente al tímido espectro del incendio.

Santiago EspinosaSantiago Espinosa (Bogotá, 1985) Crítico y periodista. Profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá. Egresado en Literatura (2009) y Filosofía (2010) de la Universidad de los Andes. Ha escrito artículos y reseñas para medios como Alforja y La otra, de México, Revista Poesía, de Venezuela, de la que es miembro de su consejo editorial, la Revista Casa Silva, El espectador, El Tiempo y La Hoja de Bogotá, del que fue jefe redacción hasta su desaparición, en 2008. Escribe habitualmente para la revista Arcadia desde el año 2007 y mantiene un blog quincenal sobre poesía y crítica en www.hojablanca.net que se titula “Correos del diablo”. Es el encargado de las labores de difusión y divulgación de la temporada de Ópera de Colombia.
Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas selecciones de Colombia y del exterior. Los ecos, su primer libro de poemas, fue publicado por Taller de edición en Mayo de 2010.