Familiar

Un cuento del escritor ecuatoriano Andrés Cadena

Familia, 1220-50. Tom. del lat. famîlîa, primitivamente
‘conjunto de los esclavos y criados de una persona’,
deriv. de famûlus, ‘sirviente’, ‘esclavo’.

por Andrés Cadena

Cuando me reveló lo de su enfermedad, reconocí en los ojos de mi prima María el inconfundible destello de la locura:
—La estoy fingiendo —susurró, y luego continuó como si nada, pidió con un movimiento de la mano un vaso de agua a alguna tía que estaba cerca, y se hundió bajo una manta en el sillón de tela estampada con diminutas rosas de colores.
Esperé una sonrisa de su parte, una continuación igual de extraña, o incluso el resquebrajamiento de esa tarde de sábado en casa de la abuela por el estruendo de sus carcajadas; pero María actuó como una estatua ensombrecida, y se limitó a proferir un intermitente quejido que era igual que oír serruchar a la distancia.
Una atmósfera concurrida y bulliciosa, regida por el parentesco, me hacía sentir bajo una lluvia, de impactos repetitivos por doquier, y se contraponía al remanso de soledad en que había bogado los últimos dos años, en Europa, a mi ritmo. Era el primer almuerzo con toda la familia desde mi regreso; aún no asimilaba que apenas tres días antes hubiera tomado una navette frente al Puerto Viejo de Marsella, para ir al terminal aéreo a una hora por la autorruta, y luego a una serie de aviones en un viaje con escalas en Frankfurt, Bogotá y Guayaquil, para terminar una noche en que el frío andino se concentraba en la ciudad bajo una espumosa tapa de nubes.
Al abrirme la puerta de su casa, la abuela parecía esconder en sus ojos oscuros, como boyas brillantes en un mar de arrugas, la preocupación por mi prima María.
—A la nena la tenemos enferma —me dijo cuando le pregunté cómo estaba—, pobrecita; pero le va a componer tu vuelta.
Esa frase trizó mi flamante alegría por ver a la familia.
Fluyó hasta la cima de mi memoria el mensaje de mi prima seis meses atrás, que yo leí, junto a mi novia, en una cafetería sobre una calle peatonal en el centro de Colonia, donde languidecían en la tarde de otoño las sombras de las torres de la Catedral, como dos colmillos apuntando al cielo.
«Nando —me escribía María—, conocí al amor de mi vida. No te rías, es así. Te escribo porque estuvimos en el zaguán antiguo de la abuela, y pensé mucho en ti. Sé que vas a entender, siempre fuiste más maduro que yo. La abuela y las tías no paran de decir que eres ya un hombre de éxito; y no lo dudo. Así nos ha llevado la vida, ¿no? Seguimos de primos… ríete ahora sí. Con cariño infinito, Mar»
Tras leer el mensaje, había cerrado la laptop de Christine y la miré continuar la escritura en su diario. Ella levantó la cabeza lo justo para que un mechón corriese sobre su rostro como una cortina y le ocultara un ojo, mientras sus labios estiraron una sonrisa. Aquel medio gesto era para mí la idea nueva de la felicidad, de súbito alcanzada ahora por una salpicadura del pasado. Me acerqué al semblante fino de Christine y tuve que tomarle la quijada con las yemas de tres dedos para que completara mi beso. Su imagen se embelleció, con esa belleza rutilante hija de la sorpresa.
—¿Cómo se te ocurre fingir que estás enferma? —le dije ahora a mi prima, sin mucha discreción. Nadie nos oyó; tal vez estuvieran acostumbrados a que entre María y yo intercambiáramos siempre frases incomprensibles.
Dándome su perfil, ella abrió un ojo, que fue como un roedor asomándose a la cornisa de su nariz. De repente, se reincorporó a medias y me encaró con seriedad:
—Tú fingías todo el tiempo que dormías cuando la tía llegaba a donde la abuela para llevarte a tu casa.
María tenía una facilidad de ubicarme en mi vida como si fuera un tren que no había alcanzado a tomar.
—Oí que estabas con una alemana. ¿Qué tal?
—Bien —repuse queriendo sonar natural—. Viene en un mes.
Prorrumpió en risas, cercenadas de súbito por una tos profunda. Tras ello, se levantó del sillón, dejando caer la cobija amarillenta sobre el parquet, y se dirigió al baño arrastrando los pies. Las florecitas del tapizado del sofá perdieron por unos segundos su forma, estiradas cóncavamente, como bajo el peso de algo invisible que permanecía sobre ellas.

*

Leí el e-mail de Christine como si fuera una noticia antigua, desactualizada, y su efecto se limitara a enrarecer mi idea del pasado reciente. Había ido al médico y me daba varios pormenores de su estado, con una minuciosidad que me repelía: su extrañamiento se ocultaba bajo una graciosa y tenue reprobación. Sin embargo, sabía que Christine bien podría ver por sí misma. Pensé, en cambio, que debía resarcirme con respecto a mi prima, que por una vez estaba en mis manos definir los límites de mi espacio frente a ella, tan habituada a invadirlo. Quería a Christine —ésa era, después de todo, la razón de que yo hubiese adelantado mi viaje: preparar a mi familia ante nuestros inminentes planes de boda—, y por eso debía cerrar las cosas con María.
Fui a visitarla a la casa de la abuela, donde se estaba quedando desde el inicio de su supuesta enfermedad.
—Está peorcita, mijo —se lamentó la abuela mientras subíamos hacia la habitación de la convaleciente. Me tomó del antebrazo con cariño pero con firmeza—. Tú le haces bien, estoy segura —terminó, como si alentara algo que no terminaba de develar.
Miré con tristeza cómo la vejez se apoderaba definitivamente ya de esa figura que en algún rincón de mi pasado tuviera también la forma de la ley. Su piel colgaba como buscando desprenderse de su cuerpo.
—Ahora sí creo que me ha llegado —me dijo María cuando me senté al pie de su cama—; la enfermedad, digo.
Una sonrisa mustia naufragó en su cara.
—Sé que es por mí, Mar —propuse, según tenía en mente, con gravedad, aunque sin convencimiento.
Ella fabricó una risotada que la maquilló en un segundo.
—Todo es por ti, primo —alcanzó a decir, socarrona.
Hice silencio y respiré hondo. El olor de esa casa parecía intocado desde hacía años.
—Pensé que conocería al «amor de tu vida» —dije.
Ella demoró en hablar ante mi provocación.
—¿Tienes un cigarrillo, Nando?
—Mar… —reclamé con un sonido infantil.
Sus ojos se opacaron por un desgano profundo. Esa manifestación de fastidio era un antiguo lazo que ella había usado siempre para conservarme atento, como mirando a un ser superior.
—Pues no lo era; no era el amor de mi vida… —aceptó a regañadientes.
«Entonces no sé por qué tenías que anunciármelo», pensé en decir, pero en ese instante la abuela entró al cuarto con una taza roja tambaleante en un plato de porcelana. Un dulzor en el aire delataba la avanzada pudrición de alguna hierba mantenida en humedad.
—Toma, nena, acábatelo mientras esté caliente.
La voz y el paso lento de la abuela eran la unión de la lástima y la esperanza. También eran para mí como un calmoso regreso a los recuerdos.

*

—Siente mi lengua —me había dicho mi prima una noche de diciembre, cuando éramos adolescentes y se animaban a la intemperie las fiestas de la ciudad, bajo el multicolor de las explosiones de fuegos artificiales en cada barrio. Nosotros estábamos resguardados del mundo en el zaguán de la antigua casona de la abuela, en el centro colonial. María me besó con los labios abiertos, creando una cueva húmeda en la que parecía que cabríamos ambos de cuerpo entero, y luego me recorrió con la lengua toda la boca.
Yo no podía dejar de pensar en ella, aun cuando, pasados nuestros encuentros, no me prestara más atención que a los primos pequeños, que siempre la demandaban de nodriza o acompañante. Repetíamos el ritual del zaguán cada vez que a mi prima se le antojara, y lo cerrábamos, invariablemente, cuando ella se separaba de mí para dar dos pequeños saltos hasta el fin del pasadizo y asomar los ojos hacia la galería de acceso a la cocina y al comedor, donde se reunían los adultos, el escenario de una vida a la que pertenecíamos pero que en esos momentos yo sentía como lo más lejano imaginable.
—Espera un rato —me decía mi prima, sin voltear a verme, y salía segundos después con una inocencia simulada a la perfección.

*

Christine me había llamado varias veces al teléfono desde Alemania, pero algo en mí me impidió contestarle. Hablar directamente con Christine sin haber alcanzado progresos en mis planes no sólo que me parecía un fracaso, sino que constituía, en mi mente, una verdadera traición. Mi novia no tenía el número de mi casa, sólo el de mi celular, así que no tuvo contacto alguno con nadie más de mi familia, quienes sabían de su existencia a través de mis relatos.
Me limité a escribirle que todo estaba en orden, que la vida familiar me había ahogado un poco en su tráfago y por eso no había estado disponible; que eso no lo entendería ella, germana, ya que era un asunto de latinos; que todos nuestros planes continuaban intocados. Que la extrañaba y la quería. Que le mandaba un beso.
—Mijo —me preguntó la abuela un día que había ido a visitar a mamá—, ¿usted para qué invita a su amiga, esa alemana, a venirse acá? —y lo que siguió fue un lamento y un enigma—: Peor, con la nena como está…
—¿Y cómo está, abuela? —repuse, haciendo un escudo de palabras—, ¿cómo anda su nena enferma?
En un concentrado gesto, vi con claridad que la abuela reprimió un sollozo.
—Está que no quiere ni comer, imagínese.
Quise develarle entonces que todo era mentira, que mi prima fingía su enfermedad como había fingido durante toda su vida una serie interminable de sucesos, según le convenía.
Así lo había hecho esa tarde tibia en el antiguo zaguán de la abuela, cuando parecía no saber qué ocurría, cuando hacía como si no supiera, al tiempo que nos conducía con una pericia de la que sólo años después, desde el recuerdo, aprendí a sospechar. Tras los besos, con su mano extendió una caricia bajando por mi vientre y terminó desabotonando mi pantalón; mientras yo bullía por dentro, su mano ejerció una presión que me traspasaba la piel de la hombría, accionando un mecanismo interior aún desconocido para mí. Ella se había desprendido de sus interiores deslizándolos bajo su falda plisada príncipe de gales, por las piernas y hasta el suelo; brincó y se encaramó sobre mí con semejante impulso que al saltar la soga, me rodeó la cintura con sus piernas, el cuello con sus brazos; y, maniobrando con habilidad su humedecido pubis, por primera vez me permitió estar dentro de una mujer. Ráfagas de espasmos asestaron mi cuerpo, arrebatado por el placer durante intensos minutos, en que fuimos poco más que latidos. De pronto, de otro salto, María se desconectó de mí, aterrizó con pies juntos, y se agachó ágilmente para recoger el trapito deforme que era su calzón, para luego desaparecer absorbida por la claridad del día al final del zaguán. Una leve corriente de aire me acarició el cuerpo, hiriéndome de frío en las partes mojadas; como si la ciudad se estuviera burlando de la escena, como si el ambiente entero fuese una extensión de mi prima.
Pero no le dije nada a la abuela. Comprendí que su tristeza la recubría y la volvía impermeable a todo lo que no anidara ya en su interior. La enfermedad falsa de María era un mal congénito.
Christine se perdía en mi mente, que licuaba su imagen con el indefinible color del olvido.

*

La muerte de la abuela ocurrió de repente, sin que nadie pudiera presentirla. Un lunes, mientras el volcán desgarraba las nubes grises haciéndolas desaguarse sobre la ciudad, la abuela se recostó para su siesta de la tarde y nunca más se despertó. María fue la primera en darse cuenta: el lecho final de la vieja fue un mullido sillón verde oliva al pie de la cama de la nieta convaleciente. Algo de la vida expirada de la abuela debió viajar en esa habitación y adentrarse en el cuerpo de María, puesto que cuando alertó a los tíos sobre el cadáver, sus ojos, secos, parecían más animados que nunca, expectantes como dos depredadores en plena vigilia.
Todos temieron que el malestar de salud de María recrudeciese, pero la partida de la abuela pareció tener el efecto contrario, y enseguida mi prima empezó a mostrar los signos inequívocos de la recuperación. Y así gozó, en toda la familia, de una admiración sollozante debido a su fuerza de voluntad para sanarse a pesar del dolor.
—Se murió de pena —me dijo María ya en el velorio, en un camposanto a las afueras de la ciudad—. Una pena que le causamos tú y yo, Nando.
Yo la escuchaba percibiendo por instantes los mismos declives de voz de la niña que en el pasado se servía de mi cuerpo cuando quería.
—¿Y cómo lo remediamos, Mar? —dije, desafiándola.
—Siendo felices —me respondió mientras me abrazaba—. Viviendo.
La tomé de la mano y salimos del salón recubierto de deudos que se confundían en un solo ente, como si la oscuridad de una gigantesca mantarraya se hubiese posado en el recinto de velación. El punteo de nuestros pasos ahuecaba el silencio de unos corredores amplios que eran el marco de un patio empedrado con una pileta en el centro, semejando la arquitectura andaluza de las casas antiguas de la ciudad. Mientras recordaba los momentos de nuestra febril adolescencia pasados en el zaguán de la vieja casona de la abuela, nos alejábamos más del velorio, como dándole la espalda a lo que ocurría en el presente. Luego de trasponer una desolada galería al extremo de los salones de velación, nos apoyamos en una balaustrada de piedra, y no nos dijimos nada mientras observamos el paisaje. A nuestros pies, la loma descendía en una redondez perfecta hacia un lejano y raquítico río que apenas se podía escuchar, como si estuviera a punto de secarse. El césped verde limón brillaba con artificialidad bajo el sol ecuatorial. Una serie de lápidas ordenadas con sucesión constante daban la impresión de ser púas nacidas del suelo, como si estuviésemos sobre el caparazón de un gigantesco monstruo antediluviano.
Allí, apoyados contra una pared blanca que dejaba ver los bultos formados por los ladrillos bajo la pintura, a semejanza del costillar de un cadáver, María y yo hicimos el amor, de pie, rodeados de un silencio de muerte que era exhalado desde nuestros pies, desde la tierra, en todo lo que allí había.

*

—Es hora de despedirse —me dijo María, desmontándose de mí, y reacomodándose la falda oscura y pasada de moda que, sin embargo, en ella, irradiaba armonía.
Yo me reincorporé sobre el asiento y me subí el pantalón, sin despegar los ojos de mi prima. La veía recortada contra la ciudad, que se tendía del otro lado de la ventana del auto. Habíamos estacionado en un mirador sobre una colina en el extremo oriental, en las proximidades de un parque con olor a eucaliptos.
—Tu novia alemana… —dijo María, con una oscura alegría en la voz—, ¿cuándo viene?
—En una semana.
—Ese día, entonces, todo tiene que acabar, Nando.
Asentí con gravedad. Experimenté el remordimiento de no haber solucionado como pensara mi relación con María, pese a que preveía un final cercano, que me proporcionaba cierto alivio. El recuerdo de Christine se me hacía borroso, a pesar de que algo aún latía en esa imagen mental. Maldije en silencio a mi prima, a su enfermedad fingida que la había colocado en el ojo del huracán de nuevo, captando toda la atención familiar, secuestrando mi cariño y mi cuerpo como hacía años. Supe que la odiaba porque la quería tanto, por hacerme recorrer ese camino de doble vía que era su amor de prima, vivificante y desolador al tiempo, primigenio y fatal, que me erizaba la piel al relacionarlo con la mención de «la sangre llama».
Los días que siguieron fueron como un viaje hacia la condenación. María y yo hacíamos el amor como dos posesos cuyas vidas se decantan hacia el fin en cuenta regresiva. Las jornadas transcurrían ante nosotros como clepsidras a punto de vaciarse. Nos encerramos en la casa de la abuela, con el pretexto de ordenar los objetos de todas las habitaciones del lugar, según indicaciones minuciosas que mi prima recibiera directa y confidencialmente. Incluso despedimos a la empleada de años de la casa, quien antes de darnos la espalda para irse nos arrojó una mirada de ojos encendidos por el reproche. Nos cobijamos en un secretismo natural para esa atmósfera que apresaba el pasado y lo confinaba a pervivir, extendiendo su sombra, superpuesto al presente. Nos volcamos a una cópula sólo interrumpida con intermitencias para reponer fuerzas comiendo algún dulce de la despensa o sumiéndonos en una duermevela tras las cortinas cerradas, por cuyos bordes alcanzaban a destellar hilos solares estirados sobre los empolvados muebles atacados por la polilla. Ese lugar, la ausencia de la abuela y las palabras roncas de mi prima, que eran como designios incontestables para toda la familia, parecían confluir en un vórtice oscuro, donde se descomponía todo lo que se acercara; igual que un agujero negro deshace luz y tiempo atrayéndolos hacia sí con una gravedad capaz de absorber el brillo astral de una galaxia entera.
El día de la llegada de Christine, un mareo se apoderó de mi cabeza desde la madrugada. Medio dormido todavía, tuve que correr al baño para alcanzar el excusado antes de vomitar. Cuando salí, mis ojos lagrimaban desdibujando los bordes de las cosas. A través de la ventana del eterno dormitorio de la abuela, la ciudad se desperezaba bajo un azul inyectado de rojo, casi violeta, que aureolaba la cordillera. Todo parecía temblar entre vapores nocturnos y una fría humedad que flotaba en el ambiente.
En la cocina, mi prima consumía un desayuno frugal, con un aire melancólico. Me vio entrar, me rodeó con sus brazos y me dio un beso ligero en la boca, un saludo más familiar que lujurioso. Mis manos recorrieron sus caderas y la atrajeron hacia mí.
—No, Nando —murmuró—. Ya no.
Mencioné que debía salir hacia el aeropuerto. Mi prima insistió en venir conmigo. Yo me sentía siguiendo los dictámenes de algo superior a mí; una decisión incomprensible que, sin embargo, se sentía como la única solución a todo.
Recorrimos la ciudad sumiéndonos en la sima de la llanura, donde el aeropuerto era como un tajo en pleno bosque de concreto. Parqueamos en la acera de enfrente antes de llegar a la puerta de arribos internacionales, desde donde, en diagonal, podíamos observar la salida de los viajantes. Permanecimos sentados en el carro. María guardaba silencio, con un aire de aceptación y —de nuevo— fingida inocencia. Mi odio y mi amor por ella correteaban en mi interior como dos infantes, persiguiéndose el uno al otro entre carcajadas.
La tomé de la mano, pero ella deshizo esa unión enseguida. Encendí la radio, y nos dejamos llevar por el oleaje de leves sonidos, que llegaban enrarecidos a la cabina del auto, nuestro último fortín frente a la realidad.
Largos minutos pasaron sin que la situación cambiara. Manteníamos una expectación como el condenado que sabe que pronto llegará su final. La ciudad fuera del auto sostenía un rumor extrañamente acallado, como si nuestra vigilia fuese también suya.
—Es ella —dije de repente, con los ojos puestos en una figura femenina que difería de la que guardaba en mi memoria—. La del vestido rojo amplio y pelo rubio suelto. Maleta azul.
Señalé a Christine con algo de vergüenza, con el ademán de un niño obligado a confesar su travesura. Ella, espigada y blanca, estaba de pie sobre la vereda, buscando a su alrededor la imagen de mi rostro. Sus bellos y delgados rasgos parecían perdidos en esa atmósfera de páramo andino. Sus ojos almendrados y su pequeña nariz puntona irradiaban la confusión que, seguramente, reinaba en ella ese momento.
Yo permanecí callado y con ambas manos puestas al volante. No miraba a María, quien se reclinó hacia el frente, ubicándose a un palmo del parabrisas, para captar mejor la imagen de Christine. Sólo la oí hablar, de pronto, como susurrando divertida:
—Apenas se le empieza a notar el embarazo.
Vi a mi prima María a los ojos, en los que pude percibir, como un reflejo centellante, la cruda expresión de la locura.
Encendí el motor, y nos fuimos.

andres cadena caretoAndrés Cadena (Quito, 1983). Su libro de cuentos Fuerzas ficticias ganó el primer lugar del Premio Pichincha 2012. Antes había publicado, con Juan Carlos Arteaga, el libro de relatos Transtextos (2006). Consta en antologías como Los invisibles (2011), Tiros de gracia (2012), Cuentos de fútbol (2010), entre otras. Cuentos y ensayos suyos han aparecido en revistas impresas como Letras del Ecuador, Anaconda, Rocinante, Casapalabras; y virtuales como Suelta, Ómnibus, Aurora Boreal, Big Sur, Punto en línea. Fue durante cuatro años coordinador editorial de la Campaña de Lectura Eugenio Espejo. Trabaja en edición.