Un chico necesita ayuda

Entremares Magazine publica un fragmento del libro “Dreamers, la lucha de una generación por su sueño americano”, de la periodista mexicana Eileen Truax.

por Eileen Truax

Give me your tired, your poor,
Your huddled masses yearning to breathe free,
The wretched refuse of your teeming shore.
Send these, the homeless, tempest-tossed to me,
I lift my lamp beside the golden door! (1)

Emma Lazarus, “The New Colossus”, fragmento del poema
inscrito en la base de la Estatua de la Libertad

La noche del 29 de diciembre de 2011 el Royce Hall de UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles, se encontraba en ebullición. Las luces iluminaban el interior del magnífico edificio estilo neorromano de ladrillo rojo importado de Italia, que emula al templo de San Ambrosio en Milán y que es uno de los cuatro edificios originales construidos en este campus en 1929. Por los arcos de los corredores externos y las altas puertas de madera en el interior, cruzaban decenas de personas portando bien cuidados atuendos y sus mejores sonrisas. En la terraza exterior del recinto, integrantes de la elite académica, del mundo de la cultura y de la comunidad judía bebían una copa antes de entrar al auditorio, uno de los más hermosos del sur de California, que alberga un antiguo órgano de tubos y por cuyo escenario han cruzado Albert Einstein, John F. Kennedy, Frank Sinatra y Ella Fitzgerald, por mencionar algunos de los nombres estelares.

        Esa noche, un nombre más se sumaba a la lista: el cineasta y clarinetista Woody Allen haría una presentación con su banda, The New Orleans Jazz Band. Después de dos horas de música, aplausos, un par de bromas de Allen y dos encores, los asistentes se retiraron recorriendo los pasillos y jardines de UCLA, los mismos que durante el día son escenario de la vida estudiantil en una de las instituciones académicas con mayor tradición en la costa Oeste de Estados Unidos.

        La presencia de personalidades del arte, la política y la ciencia es el sello de UCLA. El campus, el más pequeño de los 10 que conforman el sistema de la Universidad de California, está construido sobre 1.7 kilómetros cuadrados de terreno, mismos que si estuvieran en Nueva York ocuparían solo la mitad del Central Park. Pero UCLA no está cerca de la Quinta Avenida neoyorquina, sino al pie del legendario y muy angelino Sunset Boulevard, en el distrito de Westwood, rodeada por los suntuosos vecindarios de Brentwood, Bel-Air y Beverly Hills.

        A pesar de no contar con una gran extensión, UCLA es la institución más codiciada por los estudiantes de todas las clases sociales que aspiran a un título profesional o a estudios de posgrado. De sus aulas han egresado 20 ganadores del premio Oscar, tres premios Pulitzer, un premio Pritzker y 12 premios Nobel, incluido el afroamericano Ralph Bunche que, en 1950, se convirtió en la primera persona de origen no europeo en recibir este reconocimiento por su labor de mediación entre judíos y árabes en Israel. El edificio más alto del campus lleva su nombre.

        La primera vez que caminé por los patios de UCLA me sorprendió darme cuenta de que por un momento olvidé el mundo allá afuera, incluida la autopista 405, la más congestionada de Estados Unidos, a unas cuadras del campus. Algo tiene esta atmósfera que parece atemporal. A pesar de que algunos espacios me recuerdan a “las islas” de la UNAM (la Universidad Nacional Autónoma de México)  o al “corredor verde” de la Universidad Iberoamericana en la ciudad de México, los prados recortados y parejitos, los edificios que mezclan líneas clásicas con el minimalismo de los años sesenta y setenta, y la diversidad étnica de los chicos tendidos en el césped, andando en bicicleta o yendo de un lado a otro para llegar a una clase, hacen que, en general, la sensación del visitante sea de un relajado bienestar que no es frecuente encontrar en otro lugar.

        Un día de 2008, una chica de origen filipino abrió una de las enormes puertas del edificio que alberga al Centro de Actividades Estudiantiles. Subió una escalera lateral, caminó por los pasillos inmaculados y entró en la oficina de Antonio Sandoval, director de la Oficina de Programas Comunitarios. De pie frente a Antonio, la chica no pudo más y dijo las palabras que antes muchos otros alumnos no se atrevían a decir, y que en los últimos cuatro años han cambiado la forma en la que la comunidad de UCLA se ve a sí misma.

        – No tengo dinero para comer. No sé qué voy a hacer. La puerta de un cuartito casi imperceptible a la mitad de un corredor se abre y se cierra varias veces al día. Algunos de quienes entran ahí lo hacen lo más rápido posible y sin cruzar la mirada con nadie. Otros intercambian sonrisas de simpatía con quienes pasan, alumnos, maestros o personal administrativo. Todos son miembros de la comunidad UCLA y todos saben que al pasar por ahí no se juzga: los tiempos son difíciles y la solidaridad es un búmeran que regresa cuando más se le necesita. Quienes salen, lo hacen con un poco de comida en las manos, o tal vez en la mochila, corriendo a la siguiente clase: una fruta, una sopa para preparar en el horno de microondas, un sándwich que permitirá aguantar por el resto de la tarde. Un letrero junto a la puerta describe la función del lugar. Se trata del Clóset de la Comida.

        El edificio que alberga al Clóset de la Comida es el sitio en donde los jóvenes encuentran apoyo para realizar actividades recreativas y de tipo social, no necesariamente vinculadas con la currícula de UCLA. Hay desde las asesorías para ser parte de un equipo de entrenamiento deportivo, hasta una oficina para quienes deseen sumarse a los grupos activistas mexicoamericanos, e incluso un amplio espacio destinado a quienes están interesados en obtener más información sobre las fuerzas armadas. En este lugar también hay un área que sirve como comedor, con hornos de microondas, mesas y sillas, en donde los estudiantes que traen algo para comer desde casa pueden hacerlo.

        Justo enfrente se encuentra el Clóset de la Comida, un espacio del tamaño de lo que en Estados Unidos se conoce como un walk-in closet —y probablemente muchas chicas en esta universidad tienen un walk-in closet en una habitación más grande que ésta. En su interior un gran refrigerador y una alacena de tamaño promedio guardan las donaciones que recibe el programa para los jóvenes que no tienen qué comer durante el día. La mayoría son alimentos empacados y enlatados, fáciles de abrir y preparar, aunque en ocasiones también termina ahí la comida que sobra de los eventos del día en la universidad: bandejas con sándwiches que si no se comen pronto se echan a perder; alguna charola con ensalada, canastas con fruta, frituras y refrescos enlatados. En la alacena hay los aditamentos necesarios, cubiertos y platos de plástico, servilletas o condimentos en sobrecitos, y también algunos artículos básicos de higiene personal: desodorante, cepillo de dientes, jabón o banditas para cubrir heridas. En una de las paredes un collage de fotografías con estudiantes reuniendo comida sirve de fondo a una mesa con un frutero y un libro de visitas.

        El Clóset de la Comida fue creado en 2008 y formalizado en 2009 por estudiantes y para estudiantes. Para quienes viven en Estados Unidos, y particularmente en el sur de California, ha resultado difícil creer que en una universidad del prestigio mundial de UCLA exista el hambre. En un país que se jacta de cubrir las necesidades básicas de sus habitantes —y el alimento es una de ellas, si no la principal— ha sido una sorpresa descubrir que a unos pasos del lujo y el glamour de Beverly Hills hay jóvenes estudiantes cuyo dinero, reunido con incontables contratiempos, es destinado a pagar la colegiatura, los materiales, el transporte y en ocasiones el sustento familiar, de manera que su alimentación pasa a un segundo plano.

        Aunque quienes recurren a la ayuda que ofrece este programa tienen orígenes muy variados y las razones por las cuales se encuentran en una situación desesperada son diversas —desde una familia enfrentando la pérdida de la vivienda por no poder pagar la hipoteca, hasta un chico que debe ayudar en casa por tener padres desempleados—, una nota anónima en el libro de visitas ilustra los motivos específicos de un grupo de alumnos que en ésta, como en otras universidades del país, son los más vulnerables de la población estudiantil.

Soy un estudiante indocumentado transferido a UCLA. Esta universidad ha sido mi sueño siempre, pero estar aquí ha sido una de las experiencias más duras y difíciles. No recibo ayuda financiera y no lleno ninguno de los requisitos para recibir ningún tipo de beca porque no cuento con un número de seguro social. 

           A estos chicos que viven sin documentos, que van a la escuela con desventajas económicas, que en ocasiones deben trabajar para pagar sus estudios y que tienen un futuro incierto después de graduarse, se les conoce como “Dreamers”. El primero de agosto de 2001 el senador demócrata Richard “Dick” Durbin y su colega republicano Orrin Hatch presentaron la primera versión de una iniciativa de ley que, en los años posteriores, sería ampliamente conocida como DREAM Act. La palabra dream, sueño, es la sigla de su nombre completo, Development, Relief and Education for Alien Minors (DREAM) Act (ley de desarrollo, asistencia y educación para menores inmigrantes). Esta propuesta legislativa busca solucionar la situación de los jóvenes que fueron traídos a Estados Unidos de manera indocumentada siendo menores de edad y que cumplen ciertos requisitos, como haber llegado antes de los 15 años, haber permanecido al menos cinco años en el país, y completar dos años de educación superior o de servicio en las fuerzas armadas. La iniciativa ha sido presentada una y otra vez a lo largo de los años sin lograr el consenso necesario para su aprobación. En 2010, la ocasión en que ha estado más cerca de convertirse en ley, se quedó corta por cinco votos en el Senado.

        Actualmente todos los niños que viven en Estados Unidos, sin importar su estatus migratorio, reciben los primeros 12 años de educación de manera gratuita gracias a la resolución de la Corte Suprema de este país en el icónico caso Plyler v. Doe, en 1982. El juicio, iniciado por un padre de familia en Texas, demandaba la derogación de una ley que pretendía negar el acceso a la educación básica a los menores indocumentados. El fallo fue en contra de la ley, y el veredicto establece que los menores no pueden ser considerados responsables de su situación migratoria debido a que su ingreso ilegal al país se debió a una decisión tomada por alguien más.

        A pesar de que esta legislación garantiza la educación de cualquier joven en Estados Unidos hasta el doceavo año, no ofrece una opción para que los estudiantes puedan acceder a la regularización de su situación migratoria o al apoyo financiero para continuar estudiando después de la preparatoria. Esta laguna legislativa afecta a más de 700,000 jóvenes inmigrantes indocumentados mayores de 18 años, y a otros 900,000 menores que se encontrarán en un limbo legal una vez que lleguen a la mayoría de edad. Esa es la situación que busca solucionar el DREAM Act, y la que ha convertido a este ejército de chicos en Dreamers, una generación de soñadores.

Carlos Amador tiene una sonrisa de sol. En el rostro de ojos ligeramente rasgados, nariz finita y una barba cerrada siempre bien cuidada, la sonrisa de Carlos lo ocupa casi todo. En 1999, cuando él tenía 14 años de edad, la familia Amador llegó a la ciudad de Los Ángeles proveniente de la ciudad de México. Sin saber hablar inglés, y justo en los años en que un joven comienza a construir su identidad, Carlos ingresó a la preparatoria sin siquiera atreverse a pensar en ir a la universidad.

        Antes de su graduación, a los 17 años, ya había conseguido su primer empleo como trabajador de limpieza en un almacén de alimentos de una empresa distribuidora para restaurantes. Carlos trabajaba como conserje y limpiando los pisos y los baños los fines de semana. Como no tenía documentos le pagaban por debajo de la mesa, un salario bajo como suele ocurrir en estos casos. El hecho de ser mexicano e indocumentado lo marcó. Los trabajadores de la bodega lo trataban como si fuera un ser inferior, sin dignidad ni inteligencia. Le hablaban en un inglés básico y muy despacio, asumiendo que no era capaz de entenderles, aun cuando sabían que era estudiante. Con frecuencia hacían bromas racistas frente a él, cargadas de estereotipos humillantes sobre los inmigrantes y los mexicanos. En alguna ocasión los empleados anglosajones tiraron la basura al piso frente a él, el piso que acababa de limpiar. Corriendo entre el trabajo y la escuela, Carlos ingresó a la Universidad Estatal de California Fullerton, en donde estudió la carrera de Servicios Humanos. Tardó seis años en terminar lo que otros estudiantes terminan en cuatro, porque al no recibir apoyo financiero del gobierno trabajaba para pagar y no siempre alcanzaba el dinero ni el tiempo para cubrir todas las materias.

        Cuando obtuvo su título decidió que ahí no paraba la cosa y se matriculó en la maestría en asistencia social en UCLA. Como muchos estudiantes dormía poco, comía lo que podía, y en más de una ocasión echó mano del Clóset de la Comida.

        – Siempre fue algo a lo que recurríamos, yo en lo personal iba cada semana más o menos – me contó Carlos hace unos meses, recordando su paso por UCLA –. Cuando ya no tenías dinero para terminar el día, de ahí agarrabas una sopa instantánea, una cosa así. A mí en lo personal siempre me ayudó y sé que ha sido de mucha ayuda para otros que de otra manera no tendrían el apoyo que necesitan.

        Durante sus años en la escuela Carlos encabezó la lucha por los derechos de los estudiantes indocumentados y se convirtió en uno de sus portavoces. En julio de 2010, una de las tantas veces en las que los comités del Congreso de Estados Unidos discutían la aprobación del DREAM Act, vio cómo un grupo de 21 estudiantes realizaban una acción de desobediencia civil en Washington, D.C., como forma de presión ante el Congreso. Entonces Carlos y otros ocho estudiantes indocumentados del sur de California decidieron realizar una acción por su cuenta.

        Un día después iniciaron una huelga de hambre afuera de la oficina de la senadora federal Diane Feinstein en Los Ángeles, en lo que describieron como un acto de sacrificio y no violencia inspirado en las enseñanzas de Mahatma Gandhi y el líder sindical campesino de California César Chávez. La acción se realizó en la esquina de las avenidas Sepúlveda y Santa Mónica, dos de las vías más transitadas del oeste de la ciudad, y tuvo una duración de 15 días.

        – El ayuno me permitió reflejar la travesía que emprenden los jóvenes inmigrantes indocumentados para sobrevivir en la sociedad estadunidense – escribió Carlos meses más tarde –. Durante la huelga de hambre interactué con personal de la oficina de la senadora y comprendí lo distante que se encuentra la política de nuestra realidad. Me di cuenta de que el cambio que necesitamos tiene que venir de la gente más afectada por un sistema de inmigración que no funciona. Nuestras voces y nuestras historias deben convertirse en nuestras herramientas para combatir este sistema opresor.

           Durante los días en que los jóvenes permanecieron frente a la oficina de Feinstein, otros chicos que escucharon sobre ellos se fueron sumando en solidaridad. Cerca de 300 personas se acercaron en un momento u otro para manifestar su apoyo. Los huelguistas compartieron sus historias con transeúntes, periodistas, niños, padres de familia y agentes de la policía que, en ocasiones, se acercaban durante la noche para saber cómo se encontraban; completos extraños llegaban para regalarles cobijas o para darles una palabra de aliento. El día 15, una vigilia con veladoras marcó el final de la huelga y a la ceremonia se sumaron líderes comunitarios y familias enteras. La huelga de hambre de Los Ángeles fue replicada en otras ciudades: 15 estudiantes en Nueva York durante 10 días; tres chicas en Carolina del Norte por 13 días, y la más larga de todas, realizada por la organización DREAM Act Now en San Antonio, Texas, que duró 45 días.

        En diciembre de 2010 el DREAM Act fue sometido a votación en la Cámara baja, pero quedó a cinco votos de distancia de que el Senado lograra su aprobación.

        Carlos se graduó exitosamente de la maestría. Actualmente coordina el Dream Resource Center de UCLA y es uno de los copresidentes de la red United We Dream, la organización de jóvenes inmigrantes más grande del país. Bajo el eslogan “undocumented and unafraid”, esta organización realiza eventos públicos invitando a los estudiantes indocumentados a no avergonzarse de su estatus migratorio, a enorgullecerse de lo que han logrado hasta ahora, y a luchar por la reivindicación de su derecho a vivir en el país que los ha visto crecer y el que la mayor parte de ellos considera su hogar.

        Al trabajo de United We Dream se suman otras organizaciones. Algunas de ellas operan a nivel nacional, como National Immigration Youth Alliance o Dreamactivist. Otras son redes estatales, alianzas de grupos más pequeños conocidos como Dream Teams. Algunas escogen nombres únicos en torno al mismo concepto, como Dreams to be Heard, en la Universidad Estatal de California Northridge, o nombres tan sencillos como Voces del Mañana, en el Colegio Comunitario de Glendale, California. En la ciudad de Phoenix, padres de familia formaron el grupo Arizona Dream Guardians para apoyar la lucha de sus hijos, y en varias universidades opera el colectivo IDEAS (Improving Dreams, Equality, Access and Success; por la mejora de sueños, igualdad, acceso y éxito) para apoyar a jóvenes indocumentados que desean seguir estudiando.

        La lucha de estos grupos dio por resultado una pequeña victoria el 15 de junio de 2012, cuando el gobierno del presidente Barack Obama anunció la medida conocida como Acción Diferida, que por dos años detendrá la deportación de jóvenes indocumentados de 30 años o menores, sin antecedentes criminales y que hayan llegado a Estados Unidos antes de los 16, requisitos similares a los que establece el DREAM Act. Durante este impasse, los beneficiarios recibirán un permiso de trabajo y estarán prácticamente blindados contra la deportación. Esto representa un respiro para los Dreamers, pero los activistas coinciden en que es preciso continuar luchando por la aprobación del DREAM Act.

        – Durante estos años he tenido la oportunidad de sentarme a la mesa con legisladores estatales y federales – me dijo Carlos instalado cómodamente en una sala de juntas de la oficina donde ahora trabaja –. Creo que por más que les contemos nuestras historias y digan que simpatizan con nosotros, no nos ven como una prioridad. Pero la historia enseña que los estudiantes indocumentados han sido líderes nacionales no solo en la sociedad, sino en la política. Los jóvenes tarde o temprano vamos a obtener el derecho a trabajar, vamos a tener poder, y podremos ser aliados de cualquier grupo político, porque somos el futuro de este país.

La oficina de Antonio Sandoval en UCLA se encuentra justo enfrente del Clóset de la Comida. Sandoval ha sido el encargado de coordinar los programas comunitarios de la universidad desde hace cuatro años, y fue al poco tiempo de su llegada al cargo cuando el programa se inició.

        Era el otoño de 2008 y los estudiantes comentaban entre sí cómo los había afectado la crisis económica. Los padres perdían los empleos y familias enteras quedaban desprotegidas al no poder continuar pagando por viviendas que compraron cuando la bonanza económica creó una burbuja en el mercado de bienes raíces. Aunque en muchas ocasiones he escuchado de gente que vive fuera de Estados Unidos que a este país no le afecta la crisis —en los países latinoamericanos tendemos a comparar la tragedia del otro con nuestra propia tragedia cotidiana y siempre queremos ser ganadores—, recorrer las calles del sur de California en aquella época rompía el corazón y creaba conciencia de la diferencia entre una crisis y una recesión. En una misma cuadra se podían apreciar tres, cuatro negocios cerrando después de años de operación, y casas con anuncios de remate por parte de los bancos. En todos los estratos sociales se sintió el golpe del cual aún no se recupera el país, y si esta situación afectaba a los alumnos en general, resultaba evidente que aquellos estudiantes que carecían de documentos la estarían pasando bastante más difícil.

        El sistema de educación superior de Estados Unidos funciona a través de apoyos financieros otorgados por el gobierno federal y por los gobiernos estatales. Para tener acceso a estos apoyos, los estudiantes deben comprobar que son residentes legales o ciudadanos en este país, de manera que puedan hacerse acreedores a la cobertura de su matrícula, el apoyo para materiales escolares y apoyos para comer dentro de las universidades. Cuando un estudiante carece de los documentos necesarios para solicitar estos apoyos, no solo debe pagar cuotas elevadas por su educación por no poder comprobar su residencia legal en el estado en el que vive, sino que debe arreglárselas para cubrir los demás gastos que representa la vida del estudiante de tiempo completo en una universidad.

        – La universidad creó entonces un grupo de respuesta económica para ver cuáles eran las necesidades de estos estudiantes en medio de la crisis – me dice Sandoval, la figura regordeta sumida en el sillón detrás de su escritorio, el pelo negro enmarcando un rostro de anteojos, nariz afilada y sonrisa discreta, durante una reunión en su oficina para conversar sobre los programas que coordina.

        Siendo él mismo un graduado de UCLA en historia y ciencia política, Sandoval, quien en su momento también tuvo que enfrentarse a las dificultades económicas para terminar sus estudios, es cuidadoso y no pierde la postura del funcionario universitario cuando habla sobre el asunto. Dejándome claro que la legislación universitaria impide que se dé apoyo financiero a quien no cumple con los requisitos para ello, su rostro adquiere una mirada pícara y me relata, con el tono de quien hizo algo que ni él mismo esperaba, cómo es que pudo organizar un sistema para apoyar a quienes pasaban hambre en el campus y al mismo tiempo jugar sin romper las reglas.

        A principios de 2008 se reunió con un grupo de estudiantes que había dado seguimiento al asunto por algún tiempo. En el grupo se habló de gente que no estaba comiendo, o que buscaba sobras de comida en el edificio de los estudiantes. En esa dinámica un estudiante musulmán, Abdallah Jadallah, hizo la propuesta del Clóset de la Comida a Sandoval, y enviando correos electrónicos a algunos maestros recibieron las primeras donaciones. Lo demás fue conseguir un espacio que no estuviera siendo ocupado, recibir un refrigerador en donación y anunciar que el programa estaba en marcha.

        Días más tarde llegó aquella chica filipina a la oficina de Sandoval diciendo que no tenía dinero para comer y que no sabía qué hacer. Antonio la llevó al Clóset y la invitó a que tomara lo que necesitara. La chica, reticente al principio, guardó algunas cosas en su bolsa y se las llevó a casa. Hoy el Clóset funciona con donaciones que vienen no solo del interior de la universidad, sino de los barrios aledaños como Westwood y Brentwood, e incluso de otros puntos del país como Boston y Nueva York, que se han sentido conmovidos al saber que hay estudiantes que no tienen dinero para comer. Las reglas para hacer uso del lugar se basan en el sistema de honor de la comunidad UCLA: toma lo que necesites, confiamos en ti.

        Aunque entre los Dreamers es bien conocida la existencia y el uso de la comida del Clóset, Sandoval asegura que éste no es un programa para estudiantes indocumentados, sino para estudiantes de UCLA. Su rostro se pone serio y clava los ojos en mí fijamente con la intención de que esto me quede claro.

–He visto a un estudiante indocumentado entrar corriendo, tomar algo e irse a una clase, pero también a estudiantes de las fraternidades, a jóvenes rubias o alguna con la cabeza cubierta. Es difícil para ellos hablar de comida porque estamos en una comunidad donde la gente está acostumbrada a tenerla de sobra, así que es común que los estudiantes que necesitan ayuda pretendan que no es así. Y tal vez un día se apruebe el DREAM Act y reduzca la necesidad entre estos estudiantes, pero el programa seguirá existiendo: siempre habrá un chico que necesite ayuda. En un libro colocado sobre la mesa del Clóset de la Comida, los estudiantes suelen dejar mensajitos para expresar su gratitud:

        “La existencia de este lugar nos ayuda a pasar el día en el campus y ayuda a recordarnos que aún hay bondad en el mundo”.

        “Gracias por las pasitas”.

        “Lo más difícil es aceptar la noción de que hay momentos en la vida en que te vuelves dependiente de la caridad de otros. He trabajado la mayor parte de mi vida, más de 35 horas [a la semana] en mi colegio comunitario. Siempre he tenido problemas con el dinero porque mi familia depende de mi ingreso. Debido a la recesión, en el verano de 2009 estuve sin empleo cuatro meses. Me gasté todos mis ahorros pagando las deudas mías y de mi familia, quienes también perdieron su empleo”.

        “Actualmente no tengo hogar, duermo en mi camioneta y soy estudiante de tiempo completo. Si no existiera el Clóset de la Comida tendría que haberme conformado con un burrito de un dólar de Taco Bell. No tengo dinero a mi nombre. No tengo hogar. Agradezco contar con la caridad de otros en forma de Clóset de la Comida. Gracias por restablecer mi fe en la humanidad y por hacer posible que continúe estudiando para lograr mi sueño de convertirme en el primer profesionista de mi familia. Gracias.”

El recuerdo más antiguo de Elioenaí Santos es de él mismo llorando mientras un adulto le daba un muñeco de peluche en un intento de calmarlo. Elioenaí asocia esta imagen con el momento en el que llegó a vivir a Estados Unidos a los dos años de edad. Originario de Orizaba, en el estado mexicano de Veracruz, sus padres decidieron migrar, como casi todos, buscando un mejor futuro para sus hijos. El primero en partir fue su papá. Aunque en su estado natal aspiraba a ser ingeniero, su situación económica le impidió seguir estudiando y llegado el momento de formar una familia decidió buscar suerte en Estados Unidos. A principios de los años noventa llegó a California y empezó a trabajar en una bodega. Unos meses más tarde su esposa lo alcanzó con Elioenaí en los brazos. La mamá trabajó cuidando a los hijos de otras personas al tiempo que los suyos crecían, porque a los dos años de llegar, sus padres le dieron a Elioenaí un hermano estadunidense.

        Alto, delgado, de piel blanca, cabello negro y cara afilada, algo hay en Elioenaí que denota un poco de nostalgia. Sin tristeza y sin rencor, habla de los primeros años, cuando el choque cultural posterior a la migración familiar se sumó a la toma de conciencia de ser indocumentado.

        – Mis papás hablaban de Veracruz, pero yo nunca sentí que ése fuera un lugar mío.

En casa solo se hablaba español, así que en la escuela se tuvo que inscribir a las clases conocidas como ESL (English as a Second Language), que son ofrecidas a estudiantes que hablan cualquier otro idioma menos el inglés. Mientras a otros chicos sin documentos sus padres les ocultaban su realidad de indocumentados con la intención de protegerlos, cuando Elioenaí cumplió 10 años y preguntó a su madre si podía realizar cierto trámite para el cual necesitaba un documento que no tenía, su familia le habló directamente de los riesgos que corría y de las opciones que tenía. “Todo indocumentado debe estar preparado para lo peor”, le dijo uno de sus tíos. Y lo peor siempre es una deportación.

        Se estima que existen en Estados Unidos 11 millones de personas indocumentadas. Provenientes de México y otros países de América Latina, pero también de Asia, África y algunos países de Europa, quienes viven sin documentos trabajan sin contratos, sin prestaciones y sin protección, recibiendo salarios que no siempre son justos y en una obvia desventaja con respecto a sus pares, lo que en ocasiones representa un beneficio para el empleador. Pero la carencia de una residencia legal no solo tiene impacto en su área de trabajo. La vida de quien vive indocumentado se ve permanentemente afectada por transcurrir en la clandestinidad. Una persona indocumentada no puede conducir un auto porque no cumple los requisitos para tramitar una licencia; no puede viajar dentro del país porque tarde o temprano en algún punto le pedirán una identificación oficial y él no cuenta con una, y no es sujeto de programas de atención social porque para el sector público estadunidense no existe — aunque eso sí, siempre puede tramitar su ITIN, un número de identificación fiscal que permite que cualquier persona pueda pagar impuestos independientemente de su estatus migratorio, porque los impuestos no necesitan papeles.

        A pesar de las limitaciones, es sabido que algunos inmigrantes indocumentados conducen autos, recorren los caminos del país en busca de trabajo y encuentran la manera de obtener los servicios básicos para poder seguir con su vida y dar lo mejor a sus familias. El asunto es que cuando son identificados por la autoridad, son sujetos de deportación y la vida que han construido por uno o por cinco, por 10 o por 20 años, se esfuma y termina siendo un sueño inasible del otro lado de una barda que divide la frontera, o en una ciudad que se vio por última vez desde la ventanilla de un avión.

        Aunque durante su campaña electoral de 2008 Obama manifestó su intención de aprobar una reforma de inmigración integral para solucionar la situación de quienes viven de esta manera —y esto desde luego incluye a los hijos de estas familias, los Dreamers—, en la práctica el gobierno de Obama ha sido el más duro de los últimos años. Desde su llegada a la presidencia de Estados Unidos en enero de 2009, un promedio de 400,000 indocumentados han sido deportados cada año, provocando con ello la separación familiar y creando un clima de incertidumbre entre la población inmigrante. Aunque el gobierno asegura que la mayoría de los deportados tenía antecedentes criminales y que serían estos casos a los que se les daría prioridad en los procesos de deportación, las cifras de algunas organizaciones indican que menos de 15% de los procesados tenía algún tipo de cargo criminal.

        Si la vida cotidiana es difícil para las familias que carecen de documentos, esta realidad es doblemente dura para aquellos jóvenes indocumentados que viven en hogares de estatus mixto y ven cómo otros miembros de su familia gozan de privilegios que ellos no tienen. Elioenaí, por ejemplo, no puede obtener una licencia para conducir un auto, así que mientras sus compañeros de escuela o de trabajo se desplazan en sus vehículos por las autopistas de Los Ángeles, él depende de su hermano menor para ser transportado, o bien, conduce sin licencia a sabiendas de que si es detenido, el auto será retenido y él corre el riesgo de deportación.

        – La primera vez que me detuvieron sentí que se me paró el corazón –, me contó el chico, reviviendo el temor –. Era una mañana soleada y nos quedamos de ver en un jardín de la Universidad Estatal de California Northridge, en donde él estudiaba periodismo. En aquel momento la universidad se encontraba en receso y el campus estaba casi vacío. Elioenaí me llevó caminando por corredores para entrar al edificio en el que se encontraba la oficina de El Nuevo Sol, el periódico en español hecho por estudiantes de su carrera. Debido al receso no nos fue posible ingresar, así que volvimos a caminar por los jardines mientras él buscaba el sitio ideal para que conversáramos. Entre las muchas terrazas, mesitas, prados y corredores que podía haber elegido, Elioenaí se decidió por una explanada de cemento bordeada por delgados arbolitos frente al Recital Hall, un imponente edificio cubierto de cristal que aloja al Valley Perfomance Arts Center. Con la mole encristalada a nuestras espaldas me contó la experiencia del indocumentado cuando lo detienen al ir manejando sin licencia.

        – Sentí que se me nublaba todo, sentí confusión, miedo. La agente de la policía me pidió mi licencia, le dije que no tenía; me pidió cualquier otra identificación y yo solo llevaba la matrícula del consulado mexicano. Se dio cuenta de lo que pasaba y, tras hacerme pasar un mal rato, me pidió que le llamara a alguien que pudiera manejar el auto. Tuve suerte esa vez. Pero vivir así es un obstáculo, es un golpe para la autoestima porque hace que siempre te sientas menos. Es terrible vivir sintiéndote inferior. Ves a tus amigos manejando, viajando a otros países. Yo en cambio no tengo acceso a dinero para la escuela, no puedo recibir apoyo del gobierno federal. Mis padres me apoyan, mis amigos me apoyan y yo trabajo, pero todos los días es una lucha económica para ir a la escuela. A veces la gente no sabe lo que es ser indocumentado. La gente no sabe quiénes somos y nos ponen el rostro de criminales. Somos más que eso. Tengo amigos que me dicen “wetback”, espalda mojada, de broma, o me dicen “vete de regreso a tu país”. Pero yo tengo 22 años y he vivido en Estados Unidos durante 20; éste es mi país. Si yo estuviera frente a los políticos, les diría: “Mírennos la cara, no somos personas sin rostro. Amamos a este país”.

        Cuando sostuve esta conversación con Elioenaí faltaba un año para que se graduara. Le pregunté qué pasaría con él después de su graduación.

        – Veo dos escenarios: Si se aprueba el DREAM Act en los siguientes meses, tengo un futuro. Es un asomo de esperanza y yo creo en él. Si no se aprueba, entonces voy a tener que luchar por mi futuro. Me va a costar más trabajo y voy a lograrlo más tarde, pero lo voy a lograr. No es un asunto de qué, sino de cuándo.

        En los meses siguientes desarrollé una buena relación con Elioenaí, un poco de colega y un poco de mentora, con comunicación cada cierto tiempo. A principios de agosto de 2012, cuando terminaba de escribir este libro y en medio del proceso de solicitud de Acción Diferida por el que estaban pasando la mayoría de los Dreamers, recibí un mensaje a través de Facebook, en la característica mezcla de inglés y español que utiliza gran parte de estos chicos:

Eileen, ¿cómo estás? Tengo unas preguntas… Do you know of any freelance publications I can possibly contribute to? I’d rather get paid, of course, but I would just like to keep a good work flow until I get my work permit —Dios quiera. Truthfully, it’s quite depressing to see everyone around apply for jobs —some have been hired already— while I have to think of the next steps. I landed some interviews […] however I wasn’t chosen for the Fall PAID internships. Cositas así me animan pero como que they backfire because you know that you cannot get paid unless they agree to use your tin [el mecanismo que utilizan los inmigrantes indocumentados para pagar impuestos]. Well, sorry for the rant. I just know that you understand […] Un abrazo, Elioenaí.(2)


(1) Dame a tus cansados, a tus pobres, / a tus masas apiñadas que buscan respirar libremente, / los desechos desgraciados de tus costas. / Mándamelos, a los indigentes, a los maltratados por la tempestad; yo levanto mi luz junto a la puerta de oro.

(2) ¿Sabes de algunas publicaciones en las que pueda colaborar como independiente? Por supuesto que prefiero que me paguen, pero siquiera me gustaría mantener un buen flujo de trabajo hasta obtener mi permiso para trabajar. […] La verdad, es muy deprimente ver que todos los demás presentan solicitudes de empleo —a algunos ya hasta los contrataron— mientras que yo tengo que pensar en los pasos que siguen. Conseguí algunas entrevistas […] sin embargo, no me eligieron para ser becario pagado en la temporada de otoño. Cositas así me animan pero como que me ha salido el tiro por la culata porque sabes que no te pueden pagar hasta que no están de acuerdo en usar tu tin. Bueno, perdón por decirte todo esto. Es que sé que tú lo entiendes.

Este fragmento del libro Dreamers, de Eileen Truax, ha sido editado para conformarlo a las pautas de estilo de Entremares Magazine.

[alert type=»yellow»]Si desea conocer más acerca del libro “Dreamers” o desea más información sobre cómo obtener un ejemplar, visite dreamersellibro.com.[/alert]

 

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