Juana Anzellini: retos y límites de un retrato

En una era de excesos visuales, la artista colombiana pone sobre relieve la vigencia de la pintura y desafía con sus obras las expectativas del espectador.

por Robert Max Steenkist

Aprovechando la exposición de su última serie de pinturas (un grupo de retratos de personas ciegas plasmados en pintura y grabado sobre diferentes superficies) la artista Juana Anzellini (Bogotá, 1985) recibió a Entremares Magazine en su taller de la localidad de Suba. El siguiente texto se desprende de una conversación sobre la amplitud del arte, la vigencia de la pintura en una era de excesos visuales y la necesidad de diálogo entre las disciplinas humanas.

Cada retrato tiene algo de espejo. El espectador busca siempre puntos de contacto con el que ha sido plasmado en la obra de arte, bien sean estos metáforas abstractas o asumiendo al retratado como su posible reflejo. El rostro humano es un territorio de tesoros y horrores escondidos, en donde creemos poder rastrear secretos, alegrías y dolores de la historia de un individuo. Quizás por esto ha ejercido tanta fascinación en la mente humana: es, en primera instancia, lo visible, lo público, lo que vemos de entrada de una persona y, al mismo tiempo, un mapa ajeno, el terreno engañoso de lo superficial, el campo brillante y tentador de lo aparente.

Para Juana Anzellini el retrato y sus recovecos encuentran su forma natural en la pintura. Esta técnica funciona por capas: quien la domina es también maestro en el arte de ocultar visos, cavidades y cortezas en pro del resultado que se expone ante los ojos del público. Justo como funcionan las emociones y las expresiones faciales. La pintura es, sobre todo después de la aparición y la democratización de la fotografía, un arte que se ha tenido que reinventar para mantener su vigencia.

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Cada obra de arte, finalmente, busca darle forma a aquellas ideas que nos asisten con ahínco e insistencia. Conversar con Anzellini es asistir también a un diálogo con sus obsesiones; como en toda búsqueda, las suyas sufren reveses, causan placer y agonía a medida que van encontrando su lugar con el paso del tiempo. “He descubierto que me interesa darle la vuelta al retrato, desglosar sus diferentes dimensiones y generar cuestionamientos a quien percibe mi trabajo”.

Le gusta vivir rodeada de paradojas, “es mejor que vivir entre casillas”. En su taller en la localidad de Suba en Bogotá, ha escrito en las paredes algunas frases que ha cosechado en sus recorridos por la ciudad: “Más poquito” dice en una pared llena de marcos y manchones que revelan largas jornadas de trabajo con pinceles, aceites y pinturas. “Consistentemente inconsistente” extrajo de una conversación con un primo.

El sentido paradójico también nutre su obra. En la primera serie que expuso, titulada “Cuellos” (2009) buscó retratar a un grupo de personas usando el ángulo que probablemente tendría una cámara amarrada a los zapatos del individuo. Lo que vemos son quijadas y cuellos de personas que miran hacia arriba y que nos exponen sus gargantas. En algunos casos la nariz asoma como un monje curioso por encima de la boca que no vemos. “La paradoja de esta serie radica en que el individuo retratado nos exhibe casi de manera abierta una de las partes más vulnerables de su cuerpo (el frágil chasis de nervios, el conducto principal del sistema respiratorio, las arterias carótidas, la tráquea, etc.) pero al mismo tiempo nos esconde su identidad, pues su rostro permanece velado sin remedio para el  espectador”. Ocultar y mostrar al mismo, exhibir la vulnerabilidad y resguardar la identidad, ofrecer el centro de la  vitalidad a cambio del anonimato como protección.

La pintura, como cualquier arte, es un intento de preservar lo que estamos perdiendo a cada instante. Pero tiene limitaciones específicas. Entre otras, ofrece un único punto de vista de un objeto cuya realidad es diversa, rica y plural; pretende congelar un momento o un gesto en franca oposición al mundo y sus afanes, siempre variando y en movimiento. Con la aparición de la fotografía estas limitaciones se incrementaron. Apareció una manera más eficiente y más barata (más democrática, en últimas) de participar de la ilusión de conservar un instante lejos de la voracidad del tiempo.

Pero el arte es capaz de encontrar nuevos asideros en un mundo cambiante. Con sus capas de color, con su encanto de paradojas entre la proclamación y el secreto, la pintura pudo ofrecer nuevas soluciones a las preguntas de la humanidad, que no riñeran con las planteadas por los adelantos tecnológicos y la evolución de los medios de comunicación.

Para resaltar los alcances (y hacer énfasis en las limitaciones) de la pintura, en su segunda serie “Los retratos negros” (2010), Anzellini escogió como elemento principal de su obra el valor de lo crudo, de lo artesanal, de lo que no ha encontrado su perfil final para plantear los valores. Todas las caras que vemos en esta serie de 15 cuadros parecen emerger de un mazacote de materia primaria, un manchón originario de donde se desprenden gestos y texturas de caras que nos llaman desde su formación en proceso.

“El retrato en la pintura pudo haber entrado en desuso gracias a las facilidades digitales, pero sigue siendo la expresión más ambiciosa”, asegura Anzellini. Y explica que, aunque desde la aparición del Internet y su “usabilidad” se habla más que nunca de la participación del receptor en la creación del sentido de un objeto. El retrato en la pintura siempre ha exigido una interacción activa por parte del público para completarse como pieza. El pintor decide de manera arbitraria un solo ángulo del sujeto retratado, un momento específico en su historia emocional que define el gesto, un fondo para la obra que nos devela sólo una minúscula porción de su contexto, para que desde nuestra libertad lo complementemos con información traída desde nuestra colección de colores y suposiciones. “Hoy más que nunca es imposible concebir una obra de arte que encuentre su existencia sin la participación del espectador”.

De esta manera, “Bostezos” (2011) se sitúa en el terreno de la ambigüedad para invitar al espectador a completar el resto del cuadro. “Siempre dejo una buena brecha para que el espectador participe, para que él también ayude a construir la obra de arte”.  En estas 60 obras Anzellini escogió una serie de momentos en donde la boca se abre, los músculos de la cara se tensan y los pliegues de la piel nos hablan de picos emocionales: gritos, orgasmos, la reacción muda ante un golpe de dedo del pie contra el borde de una mesa, bostezos… no sabemos cuál es cuál porque la serie habla de un grupo de momentos faciales que comparten fuerza, brío, tensión. Sólo vemos las caras. Los cuerpos (entumidos por el placer, compungidos de dolor o esparcidos por la relajación) y sus acciones quedan  a nuestra imaginación y sus alcances.

“Ante cualquier pintura siempre estamos parcialmente ciegos”, asegura Anzellini, recordándonos que, desde su naturaleza de construcción a partir de capas sobre capas, la pintura siempre esconderá algo. “Ver y no ver” (2013) es su última serie de retratos. Se trata de pinturas y grabados de rostros de personas invidentes. “Durante el desarrollo de esta serie me di cuenta que los videntes también estamos ciegos ante ciertas realidades”. Condicionados por el poder contundente y preciso de los signos visuales (las señales de tránsito, el deseo sexual, los mensajes de texto, todos los impulsos del comercio, etc.) quienes tenemos el poder de ver, debemos entender que nuestra percepción de la realidad también ha sido condicionada (por no decir subyugada) a referentes limitados.

En la exposición inaugural de esta serie llamaba la atención una mesa con fotocopias de novelas, ensayos y otros tipo de textos en donde los ciegos son protagonistas. En términos generales, la literatura (otra de las pasiones de Anzellini) ha tratado al ciego como símbolo y, por lo mismo, lo ha rechazado como individuo: Homero personificó el misterio y la autoridad de quien conoce la historia y se comunica con los dioses para poder contarla: Tiresias recibió el don de la profecía a cambio de sus ojos y se convirtió en el emblema del sacrificio. En nuestro idioma el Ciego, primer amo del Lazarillo de Tormes personifica desde 1554 la astucia, el ingenio y la malicia de los menos aventajados…más hacia nuestra época H.G. Wells situó en los Andes ecuatoriales El país de los ciegos que habían logrado construir un orden social funcional y armonioso y en el cual el protagonista vidente es percibido como un raro fenómeno de la naturaleza. Por no nombrar la epidemia de invidencia de Ensayo sobre la ceguera escrita por José Saramago o Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato y su temible secta de ciegos.

Algunos retratos de esta serie fueron grabados sobre superficies blancas, doradas, plateadas o negras, evocando la técnica Braille. Vistos de frente algunos de ellos no revelaban sino un vacío total. El espectador enfrentaba la nada, sabía que había algo entre los bordes del marco, pero no podía descifrar su significado. Una sensación posiblemente parecida a la de un ciego en su cotidianidad. Entonces, si era curioso, el espectador tuvo que moverse por la sala, buscar las sombras que le dieran textura a esa nada inquietante y esforzarse por hallar interlocución en un lenguaje que no le pertenece. “Si bien éste no es un proyecto social”, confiesa Anzellini “si buscó darle lugar a los ciegos. El reto fue llevar la dicotomía espectador-limitado a un plano metafórico”.  De alguna manera los ciegos le enseñaron a ver a los espectadores.

Robert Max Steenkist

Robert Max(Bogotá, 1982) estudió literatura en la Universidad de los Andes de Bogotá y completó una maestría en estudios editoriales en la Universidad de Leiden. Trabajó en el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC/UNESCO) y fue profesor de la Universidad de los Andes. Actualmente divide su tiempo entre el Colegio José Max León, la agencia de fotografía FotoMUST, la agencia de viajes de turismo sostenible BogaTravel y la fundación Bogotham Arte y Cooperación. También trabaja para la Ópera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Ha publicado los libros Caja de piedras (cuentos, 2001) y Las excusas de desterrado (poesía, 2006). Su trabajo ha sido publicado en Alemania, Colombia, España, Grecia, Holanda, México, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela. Vive en Bogotá con su esposa Carolina y su perro Patán.