Teatro y violencia

¿Cómo se vive el arte que surge de una sociedad en conflicto? Este ensayo explora esta pregunta en el contexto de la violencia en Colombia y la obra teatral “En los dientes de la guerra”.

[alert type=»blue»]“En los dientes de la guerra
Vea cómo se concibió y cómo se puso en escena la obra del dramaturgo Enrique Buenaventura. Un texto de la directora del Teatro Experimental de Cali.[/alert]

Por Manuel Alejandro  Garzón H.

En los dientes de la guerra es una obra teatral de Enrique Buenaventura que se presentó por primera vez en el 2005, dos años después de la muerte del poeta dramático. La guerra es su tema. En la obra, Colombia se alza como el espacio de recreación de la violencia. Pero aunque bien todo se desarrolla y habla sobre este país, las imágenes que se apostan despliegan la guerra como un fenómeno universal. De esta manera, en la obra reverberan las palabras que le dan sentido a un fenómeno que desde siempre nos ha constreñido: “Porque desde que el mundo/ es mundo, padecemos las guerras”. Es a partir de esto que quiero compartir aquí una intuición propia que, creo, se extiende también a otros: que el arte representa y nos representa en múltiples sentidos. Esto no es nada nuevo. Con esto, solamente busco presentar algunas conjeturas sobre el arte, específicamente sobre el teatro, que, aunque bien pueden sonar extravagantes, no son más que meras hipótesis.

Fernell Franco | Cortesía del Teatro Experimental de Cali

Volvernos sobre el teatro, con la excusa de esta obra en especial, no sólo establece un rumbo para la discusión que versaría sobre el teatro y la guerra, o el teatro y la violencia, sino que vale también para pensarnos como espectadores de un arte que surge de una sociedad en conflicto. Discutiré entonces algunas ideas de algunos autores y otras mías sobre el teatro en su dimensión política y social.

El teatro o el arte dramático

Si vamos a hablar sobre el arte teatral, resulta siempre iluminador volver a un punto de referencia para cualquiera que esté interesado en el arte: Hegel. Éste, en Las lecciones sobre la estética, pone el teatro o, más bien, el arte dramático en una posición de altísima estima. Nos dice que “el drama debe ser considerado como la fase suprema de la poesía y del arte en general” [1].  Y lo dice porque, para él, el discurso se presenta como el elemento más digno para la exposición del espíritu, y la acción que va con él representa, en exteriorización, las acciones y relaciones humanas. Expone entonces el discurso y la acción como características del arte dramático, las cuales hacen que la obra de arte acceda a la vitalidad por medio de la representación escénica. La acción y el discurso hacen del teatro un arte vivo. Vemos por eso que de estas determinaciones surge el elemento temporal que éstas ya acusan en su pasajero discurrir, en el movimiento que se acaba y en la boca que se cierra. Lo vivo anuncia ya su muerte. Atendemos así al efímero pasar de la acción teatral en el que el actuar humano despunta con todo su sentido: lo que inicia y lo que acaba, lo que nace y lo que muere.

Con Hegel se muestra que el teatro tiene una relación de cercanía con nuestra vida, la vida de los seres humanos, en un sentido casi natural.[2] Es la posibilidad que el teatro tiene para representarla la que lleva a Hegel a concebir el teatro como este ‘digno’ expositor del espíritu [3]. Pero este expositor es también un producto de éste. Y es en esta doble relación – como yo quiero llamarla – que resulta fascinante seguirle el rastro a esta actividad artística dentro de nuestro propio acontecer. Entendemos así que el teatro refleja el sentir propio de una comunidad. Digo sentir porque es lo propio de la experiencia estética. Es lo que nos toca ahí, en el ser de nuestro mundo en común, y que, a través del teatro, en este caso, nos refleja.

Pero quiero empezar por lo primero, por la manera de darse de esta obra dramática. No hay duda de que si tomamos la guerra en su más amplia acepción ésta atraviesa toda la historia de Colombia. Tampoco hay duda de que el escozor que sale de ella se vive sólo en el experimentarla de alguna manera. Ver un cuerpo desgajado, oír gritos y disparos, oler pólvora y mortecina interrumpen la regularidad y afabilidad de cualquier momento y de cualquier intento por “hacernos los locos”. Por eso, si ya nos ha tocado, no hay forma de escaparnos sin tener el más mínimo pensamiento sobre ella. Y precisamente esto fue lo que atrapó el ingenio de Buenaventura cuando escribió En los dientes de la guerra. Bien sabía que representar la violencia era una tarea que, por un lado, le correspondía como artista, pues para él “el arte no sólo sirve para decir lo que se tiene que decir, sirve también para decir lo que se tiene que callar” [4]; por otro, era una tarea ineludible para el teatro tal como él lo entendía. Por esta razón, se hace imprescindible detenernos en las particularidades del arte buenavesturesco con miras a entender un teatro que nos habla del horror que nos ha sobrevenido.

Si bien el pensamiento de este hombre de teatro encontraba en la acción la materia misma del teatro, no es posible quedarnos sólo con el sentido de ‘acción política’ que muchos le han imputado al teatro buenaventuresco y latinoamericano [5], sino que hemos de volver sobre los matices mismos que la acción acusa, a fin de ver el fin mismo que el teatro se propone y que, con esta obra en especial, a mi parecer, hubo logrado.

Leyendo a Hannah Arendt encontramos una definición de acción que nos ubica ahí donde está la materia del teatro:

“La acción es la única actividad que relaciona directamente a los hombres entre sí prescindiendo de objetos y materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de ser los hombres y  no el hombre quienes habitan el mundo.”

[6]
Se dice materia solamente para ilustrar que la acción es lo propio del oficio del actor. La palabra ya está dada por el poeta, entonces es en la acción donde los actores encuentran la materia de su oficio; con ella llevan el poema dramático a representación. Allí, en la representación, la acción despliega toda su potencia. Con ella, los actores asumen lo esencial del discurrir propio de las relaciones humanas. Hacen que brote, desde su interacción, la actividad que dará vida a toda la pieza. Aparecen, en clave arendtiana, unos ante otros y unos con otros. En estos términos, la acción es la esencia de la representación. Si no hay acción no habría relación de ningún tipo y terminaría todo en la monotonía de un simple soliloquio.

Pero ahondemos un poco más en esto teniendo en mente la definición de Arendt. Para ella, la acción se entiende en términos políticos y sobre esta base su concepción de la política es bastante teatral. Entiende la política como un escenario en donde el quién de alguien se devela a través de la acción y el discurso en el contexto agonal de lo público y común. Nos dice: “En el actuar y el hablar los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su identidad única y personal, y así hacen su aparición en el mundo humano.” [7] Y sobre el teatro tenemos, tal como Arendt lo concibe, que éste representa la acción con pleno sentido político. Nos dice:

“El contenido específico, al igual que el significado general, de la acción y del discurso puede adoptar varias formas de reificación en las obras de arte, las cuales glorifican un hecho o una proeza y, por transformación y condensación, muestran un extraordinario acontecimiento en su pleno significado. Sin embargo, la cualidad específica y reveladora del discurso, la implícita manifestación del agente y del orador, está tan indisolublemente ligada al flujo vivo de actuar y hablar que sólo puede representarse y ‘reificarse’ mediante una suerte de repetición, la imitación o mimêsis que, de acuerdo con Aristóteles, prevalece en todas las artes, pero es verdaderamente propia del drama, cuyo mismo nombre (del griego δρᾶν ‘actuar’) indica que la interpretación/representación [playacting] de una obra es una imitación del actuar […] el drama cobra vida plenamente cuando se interpreta en el teatro.”

[8]
De esta manera el teatro, por reproducir el vivo flujo de acción y discurso, hace posible que la acción asuma su significado pleno. Y es precisamente a través de la ‘transformación y condensación’ de una acción, es decir, de un hecho acabado en el mundo, con toda la consciencia y reflexión artística, que el teatro la reviste de coherencia y hace patente su significado. Dicho de otra manera, la forma dramática rescata el significado de los hechos, haciendo que lleguen a desplegarse con todo su sentido a través de caracteres actuantes que, ya con distancia del apogeo y celeridad con los que se dan los hechos en el mundo, ‘glorifican’ la acción y la hacen manifiesta. Y así, en la manifestación de la acción, los seres humanos aparecen – a la griega – como “hacedores de acciones y oradores de discursos”. Pues el quién no se revela a partir de cualidades u objetos que alguien posea y lo distingan, sino en tanto ser actuante y discursivo. Así, para Arendt, una persona se muestra a sí misma sólo en el flujo de acción y discurso que en su natural y propio discurrir revela la esencia de los asuntos humanos [9]. Se despliega así su concepción de política. Se entiende lo público como el lugar propio de la política, pues aquí se cifra el rasgo central del vivir en comunidad. Lo público denota lo común y lo manifiesto, aquello que se aparece y está a la vista de todos, el lugar donde los hombres se relacionan en un ámbito de acción y libertad.

Fernell Franco  |  Cortesía del Teatro Experimental de Cali
Fernell Franco | Cortesía del Teatro Experimental de Cali

De este modo, la acción traza una vía para hacer viva y real la poesía teatral. Es sólo a través de la acción que el teatro adquiere su carácter ineluctable e irreversible al momento de ser teatro. Nada más pone el acento en el sentido que adquiere un gesto o una palabra en el escenario que la acción como actividad relacional. Ésta complejiza el proceso plural e impredecible donde, en el darse de los conflictos, van surgiendo las imágenes y se va engendrando el espectáculo teatral que sólo adquiere sentido en el momento de su relación con el público. Allí está entonces el elemento mismo con el cual el teatro deviene vida. Como Arendt, ya Hegel lo avizoraba al momento de llamar al teatro drama. El δρᾶν griego no hace más que acentuar el componente vivo que despunta de la acción y sin el cual perdemos el sentido de este arte. Como el teatro es ante todo acción, encontramos que ésta es el culmen de su proceso. La relación que veíamos con Hegel entre la acción y el discurso se complejiza. No debe existir una sola palabra que no sea absolutamente necesaria y, cuando se la dice, debe repercutir en todos los otros lenguajes del espectáculo.

Un teatro donde la palabra es todo, la palabra se vuelve nada. Como el solo texto se queda en el ámbito solitario de la lectura, el texto teatral debe entonces desplazarse a un espacio y allí presentarse vivo ante los otros. Así, el discurso debe guardarse para un momento justo; debe compartir el espacio y el tiempo con un silencio de acciones que tienen igual o más sentido. El teatro es el lugar donde cada palabra cae en el momento exacto y en el gesto preciso. En esto fulge el sentido de este arte.

Pero hablar de sentido nos obliga a hablar de dos cosas que se dan simultáneamente. La primera tiene que ver con el sentido mismo. La segunda también tiene que ver con la primera pero desde la interrelación con el público. En cuanto al sentido – en solitario – podemos entenderlo como algo significativo. Una verdad que, como en Hegel, la obra de arte hace patente. Esto va mucho más de la mano con lo que trata de expresar el arte en general, pero hemos de tener en cuenta que cada una de las artes lo hace a su manera. El sentido, entonces, es lo que se multiplica sin cesar. Es el volver a mirar la obra de arte sin que pierda su carga de significatividad, es decir, sin que se agote y se quede sin nada para decirnos. En el teatro, el texto y las acciones urden una serie de imágenes que nos revelan algo: una historia distinta en cada momento de su representación. Allí está la posibilidad de verdad, es decir, de aprehender la realidad – en sentido hegeliano. Porque, como se ve en la obra que más adelante trataremos, encontramos la configuración de una o, más bien, unas determinadas historias que le rehúyen a un sentido fijo que, por fijo, se convierte en una ‘verdad impuesta’ y una determinada manera de pensar.

Pero el sentido del arte no aparece del todo si no tenemos en cuenta su relación con el público. Sabemos que el público es imprescindible para cualquier obra de arte, pero en el teatro tiene un papel particular. Es en la tensión mediadora del público y los actores que el teatro se hace posible. Es, en efecto, esa pequeña brecha que separa y a la vez une al público y los actores la que hace posible que brille todo el sentido de la acción.

Si no hay público no hay teatro. Eso es algo ya sabido. Pero si nos fijamos en el público, descubrimos que por él ese momento irreductible e irrepetible que acontece en cada presentación adquiere sentido. En cada uno de los asistentes no se traza una historia completa ni una imagen sometida a una única forma, sino que en la relación misma que plantea el teatro con el público, en lo irrepetible de las acciones que observan los espectadores hallamos el frágil, fragmentario e irreversible discurrir de lo humano en la situación que la obra plantea.

Así nos topamos con el sentido. No está ni allí ni acá. Es en ese espacio intermedio que hay entre la obra y el espectador donde aparece verdaderamente el sentido. Es por eso que en la representación actuante aparece la viva imagen de un mundo creado que algo nos dice. Y como en la representación cumple su fin último el teatro, allí es donde hay que buscar el sentido. Hay que ver lo que ocurre. Allí la obra se revelará para nosotros y nosotros haremos posible el sentido de su relato.

Lo que hasta aquí se ha tratado vale entonces para pensar el teatro. De los apuntes de Hegel y de Arendt y de lo que de ellos ha sucedido en mi propia especulación sólo surge una forma – la que creo acertada, pero no única – de acercarnos al teatro y formar desde ahí una reflexión sobre un arte que nos representa y nos invita a pensarnos.

El teatro y la violencia

Ya lo habíamos sugerido. El texto de esta obra es el producto de un hecho de nuestro propio acontecer, la guerra. El poeta ha plasmado lo que siente que nos pasa, no a él solo sino a todos. Porque, desde nuestra manera de aproximarnos a este arte, el teatro se escribe sólo para la representación: la intuición del poema y su creación han de ser el producto de un sentimiento compartido, que si bien parte de la subjetividad del poeta es, a la postre, algo que todos llevamos. Así, desde el texto la situación se plantea pero ésta sólo llega a ser en la viva representación.

En escena vemos que están todos en un monte lejos de sus casas, lejos de lo que consideran propio. Son desplazados de la guerra. Por eso se apropian de un espacio nuevo. Como los actores, los personajes se instalan allí donde les ha de tocar vivir quién sabe por cuánto tiempo. La obra crea un espacio y allí se teje una trama. Es una trama que versa sobre la guerra, sobre la violencia. Ya desde el texto los diálogos se ven interrumpidos por otros con violencia. Cada personaje interviene con la potestad que le da su propia historia. Cada uno, desde su papel, refleja la necesidad que le dictan sus propias situaciones.

A largo de toda la obra se busca expresar un destino compartido a través de los relatos de cada uno de los personajes. No obstante, éstos no dejan diluir su historia en la corriente de un gran relato. Hacen que sus palabras despejen el camino para que haya el mínimo de coherencia y correlato con los demás, empero siempre poniendo el acento en la singularidad de su verdad que, dada la situación general, no puede dejar de ser agresiva, conflictiva y violenta. Pero no menos que las palabras las acciones develan el ‘caos’ que se vive en el interior de cada uno de los personajes y en el escenario en general. Tenemos una madre protectora con su hijo, un zapatero que arremete contra las mujeres, un enajenado que baila y patalea y que todavía es aceptado porque en su locura se descubre también algo de razón, hombres que pelean a machete, gente enferma e indignada, etc. Todos éstos son unos personajes cuyas acciones nos hacen patente un hecho que, exclusivamente con las palabras, resultaría casi inenarrable. Sale a relucir así la múltiple presentación del ánimo interno de cada uno y la urdimbre de un cierto mundo que, desde el impulso creativo del poeta hasta el clímax que el teatro encuentra en su representación escénica, buscar plasmar un rasgo de nuestra realidad. Son verdaderos acontecimientos de nuestra ‘historia’ que, condensados en las imágenes que se apostan en el teatro, desplazan la verdad de su ser hacia el horizonte de sentido que se abre con el arte.

Fernell Franco  |  Cortesía del Teatro Experimental de Cali
Fernell Franco | Cortesía del Teatro Experimental de Cali

Pero hablemos de los hechos. Ahí, en la obra nos sumergimos en una situación y unos momentos específicos que insinúan desde el comienzo todo lo que sucede. Tras las rejas de una ventana móvil está el panadero, hombre viejo y gordo que tiene por rostro una máscara cortada y desleía en la que su boca y sus ojos descubren una expresión de cobardía que raya con el pánico, y la abuela, mujer de cara blanca y ojos rojos y saltones que miran vigilantes cualquier movimiento sospechoso. Esta primera pareja se pasea de un lado a otro hurgando entre las telas por comida o por ayuda. Desde su primer parlamento confirmamos lo que pasa, se preguntan por la guerra. Esta primera escena habla de la guerra como algo que está ahí, pues ambos caracteres con sus movimientos desconfiados y el preguntarse por el qué y el quién que la inventó subsumen todo el espacio en la intriga y la duda de algo que se les escapa pero que está ahí (oculto) y los mancilla. Y presto a reafirmar lo que se ha dicho aparece el zapatero, un personaje que irrumpe como un guerrero, con el ardor y la cólera propios de quien ve en el ejercicio de la fuerza la posibilidad de atender a su propia necesidad. Un monstruo nacido de la guerra. Así comienzan a llegar los demás personajes. Cada uno descubre su propia historia. Todos sufrientes de la guerra. Y ya con todos en escena, vemos entonces a cuatro parejas, cada una con su conflicto interno y con la sociedad y la historia del momento. Cada una con un mensaje y el todo que se forma de ellos es otro mensaje de múltiples facetas.

Es difícil entonces encontrar una única historia.

En la obra, todo parece resistirse a hablar de una sola cosa. No hay nada que nos haga pensar en una sola historia como ‘La historia’. Tenemos personajes que salen de todas partes. Deambulan aquí y allá, cambian de bando, cambian de vida. En ellos todo es de mentira y todo es de verdad. En ellos, ‘la historia’ se parte. La historia deja de ser una para volverse una mixtura de muchísimas historias.

Con ellos la versión oficial resulta falsa. Se muestran otras cosas que no estaban. Hay nombres de hombres y mujeres famosos y otros que no lo son. En esto el relato de José Hilario López y el de un cualquiera como Alí Villanueva o Zacarías Caicedo comparten la misma importancia, pues en ellos despunta con la misma crudeza el horror de la guerra.

En esta crudeza también se circunscriben los hechos que han sufrido tantos en desapariciones, saqueos y masacres tan espeluznantes que, a veces, resultan difíciles de creer.

Pero, como en la obra, todas las particularidades de las historias y las vidas de los que han tenido que ver con el ‘conflicto’ son también irreductibles a la aplanadora oficial del ‘único discurso’. Es menester, por eso, decirlas de otra manera. Y el lenguaje teatral lo hace posible.

Como arte, hace de la imagen su herramienta y, en ella, reluce el sentido de algo que, en un caso como este, nos llama y nos impreca. Una a una, las figuras en la obra levantan una voz que quiere ser escuchada. Una a una buscan saberse y justificarse. Una a una se presentan ante público para erigirse ahí, en medio de la mentira y ficción que es el teatro, como una verdad.

Así, en cada relato se entrevé una inviolable seguridad en los personajes, con la que tratan siempre de apropiarse de un destino que, en últimas, se les escapa. Saben la causa de sus males pero de tanto saberla se les olvida, la confunden y llegan a ignorarla. Hay un desesperado afán por recordar, por imputar culpas y encontrar respuestas que nunca llegan. “¡Crisis, crisis!” gritan todos, la hija desdeña al violador, el panadero sólo quiere olvidar, el zapatero quiere purgarse y exculparse, y todos buscan respuestas en gentes de la historia que al final nada les dicen, pues los personajes históricos, en la puesta escénica, solo aparecen como algo lejano, en sueños y pesadillas de esta gente del común. No les queda más que aceptar su destino.

Sin embargo, toda esa esencia negativa que repudia el orden en que viven lucha por crear uno nuevo y se muestra como la potencia de una comunidad casi finada, de un nosotros acabado y cadavérico en el que, no obstante, se vislumbra la única forma de auto-conservación cuando después de no temer por la muerte no queda sino temer por el olvido.

Estos personajes aparecen así, en medio de la nada, como un faro de resistencia. Desde su propia necesidad revisten de legitimidad sus acciones como el obrar de leyes insondables e ineluctables que riñen con el orden reinante. Pensemos en esas leyes ‘ridículas’ que parecen justificar una suerte de terriblemente modificado Ius ad Bellum o en el fracaso de lo que hemos llamado ‘reparación’. Es frente a cosas como estas que los personajes se levantan. En ellos hay una oposición a algo que los constriñe, algo que los llevó adonde están y aún allí, lejos, los oprime. Pero la verdad de las potencias actuantes desafía este algo, desafía una fuerza, una suerte de ‘Estado’ o ‘estado de las cosas’ que los fustiga. De este modo, en el juego que la acción y el discurso del drama producen se acusa la falta de derecho, de orden, es decir, el caos que nos perturba.

Entonces, ¿qué nos dice esta obra de nuestra situación? Desde la plurívoca y multiforme realidad que se nos presenta, todo parece hablarnos no sólo de nosotros en Colombia sino de una guerra que trae consigo la sombra de la muerte y del olvido que también se ha precipitado sobre otros muchos. La obra nos “habla de este país / y habla de otro cualquiera”. Nos dice que todos somos culpables.

Porque cuando ya se han cruzado todos los límites, nada parece importarnos. Nos dice, con estas figuras que no son otra cosa que gente del común, que en un mundo como éste podemos ser cualquiera. Este personaje o aquél puedo ser yo, tú, el que sea. En esto la representación penetra en nuestro universo, indaga sobre nuestra condición y vuelve a llevar a la vida hechos que nosotros mismos y nuestra ‘historia’ hemos puesto de soslayo. Así, ‘la propiedad privada de la historia’, aunque sea en un pequeño recinto, para pocos y por un breve momento, pierde su sacralidad. La aparición de estos personajes arremete contra los amanuenses del único relato y confronta al público con la múltiple descripción de una realidad que, en nuestro día a día, resulta casi inaprehensible o, a lo menos, desapercibida. Como colombianos la obra nos refleja como parte de ese mundo carcomido por esos dientes funestos enseñoreándose sobre la escena.

[alert type=»yellow»]Teatro Experimental de Cali
Para conocer más sobre esta reconocida compañía teatral, visite enriquebuenaventura.org Puede ver entrevistas a los integrantes de la compañía y fotos de las puestas en escena en el siguiente vídeo:[/alert]

Notas

[1] HEGEL. G.W.F. Lecciones sobre la estética. Trad. Alfredo Brótons. Ediciones Akal. Madrid: 2007., p 831.
[2] Natural como nuestra manera de ser en el mundo: unos con otros en un tiempo determinado y pasajero.
[3] Hegel se vale del arte dramático en varios lugares de su obra para caracterizar e iluminar su exposición sobre lo que él llama el ‘mundo ético’. Igualmente en las Lecciones da cuenta la capacidad de este arte para exponer la verdad del mundo en el que aparecemos los hombres, como la realidad del mundo relacional humano.
[4] BUENAVENTURA, Enrique. Obras completas, opus I. CITEB. Cali: 2000. p.12.
[5] Esto está precisamente en el pensamiento de Buenaventura cuando renegaba de la falta de creencia en el poder del arte como un lugar de verdad. En uno de sus artículos del tiempo escribió: “Una corriente decadente del teatro contemporáneo tiende a convertir los espectáculos en expresión directa de las vivencias de un grupo de actores. Esto ha originado por un lado, o en un extremo, un teatro ritual, y en otro extremo, un teatro ideológico-proselitista”. Este artículo hace parte del prólogo a “La denuncia”. BUENAVENTURA, Enrique. La denuncia. CITEB. Cali: 2010.
[6] ARENDT, Hannah. The Human Condition. The University of Chicago Press. Chicago: 1998. p. 179.
[7] Ibid.
[8] Ibid. p. 187.
[9] Aquí es importante recordar con Arendt a los griegos cuando se referían a su mundo compartido, la polis. Se referían a ese mundo, donde aparecían los unos ante los otros, como el mundo de las actividades humanas (τά τῶν ἀνθρώπων πράγματα/ ta tôn anthrópon prágmata), donde el sustantivo πρᾶγμα se refería a cosas, a actividades o a asuntos compartidos ‘intangibles’ porque eran sólo en la acción.

Bibliografía

  • ARENDT, Hannah. The Human Condition. The University of Chicago Press. Chicago: 1998. (La traducción de la citas de este texto es mía).
  • BUENAVENTURA, Enrique. Obras completas, opus I. CITEB. Cali: 2000.
  • BUENAVENTURA, Enrique. La denuncia. CITEB. Cali: 2010.
  • HEGEL. G.W.F. Lecciones sobre la estética. Trad. Alfredo Brótons. Ediciones Akal. Madrid: 2007.

Manuel Alejandro Garzón

Manuel A. GarzónManuel Alejandro Garzón es un estudiante de filosofía y ciencia política de la Universidad de los Andes en Bogotá. Hace parte del grupo de investigación interdisciplinar Ley y Violencia del Departamento de Filosofía de la misma universidad.

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