Santiago Espinosa [Poemario]

  1. Las estaciones perdidas
  2. La cama del trapecista
  3. Soliloquio de un raspachín
  4. El Otro
  5. Campanas

Las estaciones perdidas

1.

Oigo trenes,
y de inmediato al cuarto
llega un rumor de agua.
El brindis de adustos caballeros
que alzan las copas en la sombra
cubren el rostro de la guerra
bajo las alas de sus sombreros.

Interminables estaciones
donde se juegan los naipes.
Camareras insomnes.
La mano sin trazos del último maquinista.

El silbo de una locomotora abre
el silencio de la noche en dos mitades.
Prolonga con su estela prófuga
el sueño-mar de los enamorados,
hasta perderse en la niebla
el vacío,
la alumbrada inexistencia.

2.

Desde la plataforma del vagón
has venido absorta en la huida del paisaje
Álvaro Mutis.

No es el mejor lugar
para cambiar de puertos.
Ceños impávidos, tristes.
Las instantáneas de una infancia
visitada antes,
desde los claros de la ventana.
Miras los eucaliptos
que bordean la carrilera,
meciéndose sin ruido.
Sientes el frío de las montañas
en tu vaso de ginebra
el sordo rumor de los acantilados…
Si una vaharada del mar
te besa en las mejillas,
atenta de tu regreso,
no todas mis esperanzas
asomarían en vano.

3.

De Ciénaga viene un tren
cargado de bananos.
Apilados, dejando su aliento
a la vera de las orillas.
Hay una carga de catorce bananos
acostada en los vagones,
envueltos en las hojas de la roya.
El sopor de la tarde palidece en las cáscaras.
Lleva un mensaje del cuartel a los insectos.
Otra bandeja de plátanos púrpuras,
asesinados,
va a ser olvidada entre las fauces del mar.

Sobre los techos de la abuela
llueve un manojo de piedras blancas.
Ella la niña bajo los vidrios rotos,
su padre el coronel obediente.

4.

Luz parda: Estación de la Sabana.
La iglesia de Monserrate
custodia la ciudad,
desde los cerros,
deja su sombra
sobre el polvo de los tranvías.
Dos estudiantes, hermanos,
llegan a su paisaje irreversible.

Una familia de judíos desembarca en España.
Tacha la z de las zambras con la s de los santos,
cambia el acento de sus nombres
frente a un Dios de sangre.
Esquirlas dispersas de una gran diáspora.
Luego las erosiones de Santander, hacer caminos,
el mundo prolongado en oleaje
hasta cambiar de acentos,
lejos de los cerezos y su lenta primavera.

Una mañana fría, Estación de la Sabana.
Callejas que serpean del vagón a los cerros,
entre las nieblas del tiempo.
Por los ojos de estos hermanos
alumbra el vértigo.

El día del odio llegaría a los ventanales.
Los baúles y los rieles convertidos en munición
pudriéndose en la hierba sus máquinas de Philadelphia.
Pero en aquella estación de trenes,
pasajeros de otro día,
se consumaba el breviario
de mis naufragios personales.

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La cama del trapecista

Al fondo, bajo la luz glaciar
de una bombilla,
la cama sin patria del trapecista.
A su lado una banca para cuatro
donde se come en la sombra,
precario remedo de una estación fantasma.

Y si en la cama del trapecista
hay un cartílago de pollo,
amuleto de una esquina
en la que anidan
desplazados:

escombros, vinagre sobre los charcos.
Novias que pasan de largo
y hacen planes en voz alta.
Un viejo azota su tambor con los muñones,
irremediablemente.

Hay algo de río bajo las toldas,
de fiebre empozada o lluvias de invernadero.
Quien vea la marejada de las carpas pensará
que es un velamen extraviado
lo que se yergue en sus amarras.
Y si en la cama del trapecista
hay una carta imaginaria,
escrita para la bella desconocida,
y los resortes y los clavos fueran herencias
de un tren abandonado,
el colchón un atado de papeles
que el forastero no firmó.

Y si alguien sueña con Dios en su encierro transitorio
y despierto lo confirma en el sudario enfermo de sus sábanas.

Luz de bombillas. Adiós perezoso de los tendidos.
Y si en la cama del trapecista hay un revolver,
y la cama, los tendidos, las toldas y la banca
fueran el único emblema de un fugaz abandono.

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Soliloquio de un raspachín

Con estas manos
planto semillas de viento.
Espero su floración
de limbos pardos
antiguos como el suelo.
Las hojas son los rostros
de los niños sin descanso
creciendo en la selva,
estrellas o corales
olvidados
que silban entre los árboles.

Desayuno. Pienso en el padre
de los lunes
frente a un pocillo roto,
repaso cicatrices.
Limpio las hojas secas
sobre una tablilla,
en calma,
como el que lava un aluvión de oro
en lo profundo de su casa.

En la semilla está el sol negro
de los puertos,
respirando a la distancia.
El viento llega a los bolsillos de la noche.
Recorre plazas, avenidas desiertas,
esquinas donde alguien paga
una promesa en la oficina
de recaudos. Pasa por los parques
que no conozco.
Descansa en la furia de las llaves.
Traza dos líneas de fuego en la repisa del bar,
construye palacios y destierra casas viejas,
casas de rejas blancas junto al espejo del lago.

Mi oficio es el oficio de mi padre.
Cuido la sal, el puño, mido los cristales,
espanto de mi casa pajarracos negros.

Con estas manos
he cosechado tempestades.

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[alert type=»blue»]Nota del editor: Los siguientes poemas fueron publicados previamente en el libro Los Ecos[/alert]

El otro

Pasa un hombre
el niño
que fue
lo mira
con rabia.

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Campanas

“As all the Heavens were a Bell”
Emily Dickinson

De lo oscuro suenan campanas.
Y el bar, las casas,
las mesas que esperan,
emprenden su detenido ascenso.
Parte el aviso, los faroles con forma de esfera.
Parte el mendigo, el viejo sonámbulo
de un lado al otro, del cielo al pan
mientras todos parten.
El barrio es el sueño de un barco que rumora
cuando suenan las campanas;
cuando brotan las sucias burbujas en los vasos, las camas,
y una opaca centella emerge impaciente.

Campanas.
El vértigo viaja en sus ondas de acero,
se doblega y recomienza.

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Santiago Espinosa

Santiago EspinosaSantiago Espinosa (Bogotá, 1985) Crítico y periodista. Profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá. Egresado en Literatura (2009) y Filosofía (2010) de la Universidad de los Andes. Ha escrito artículos y reseñas para medios como Alforja y La otra, de México, Revista Poesía, de Venezuela, de la que es miembro de su consejo editorial, la Revista Casa Silva, El espectador, El Tiempo y La Hoja de Bogotá, del que fue jefe de redacción hasta su desaparición en 2008. Escribe habitualmente para la revista Arcadia desde el año 2007 y mantiene un blog quincenal sobre poesía y crítica en www.hojablanca.net que se titula “Correos del diablo”. Es el encargado de las  labores de difusión y divulgación de la temporada de Ópera de Colombia.
Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas selecciones de Colombia y del exterior. Los ecos, su primer libro de poemas, fue publicado por Taller de edición en Mayo de 2010.