El fantasma de «lady in the hat»

Un sombrero de lana resguarda una memoria y una pregunta.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Una llovizna inusual acariciaba el verano de Utah y un manto gris se asentó sobre la ciudad. Me armé con un sombrero negro de lana para enfrentar el indeciso clima. Iba cruzando una plaza en el centro de Salt Lake City, cuando desde las alturas de un edificio un coro de voces agudas gritó: «Hello, lady in the hat!» Volví la vista hacia arriba, hacia los balcones y esbocé media sonrisa. Vi un par de cabecitas en lo alto, bamboleándose al vaivén de sus brazos que se agitaban en un saludo.

Ese incidente — fugaz y mundano — y este sombrero, que me definió por un instante, encendieron una inquietud y me enviaron a un viaje hacia la memoria.

Para aquellos turistas, tal vez, yo era la mujer ensombrerada. Y siempre lo seré si mi imagen cabe en sus memorias en años venideros. Y ellos, para mí, siempre serán las voces que destellaron en medio de un día gris.

M identidad quedó plasmada en ese instante, con ese sombrero. Y pensé que mi paso por el mundo de esos turistas quedó resumido en «lady in the hat». Entré en pánico. Era como contener toda una vida en el guión entre el año de nacimiento y muerte en el obituario.

Quería ser más.

Quería que supieran que tengo fobia a las plumas, que estoy tratando fallidamente de aprender a tocar el ukelele, que las escasas llamadas a mi abuela me carcomen la conciencia, que, a pesar de todo, aún creo en la humanidad y en el amor.

Pero someterlos a tal letanía los haría recordarme no como la mujer con sombrero, sino como una descabellada.

Para calmar mi inquietud, decidí hurgar en mi memoria: buscar un instante, algún extraño que pasó fugazmente por mi universo. 1989. Museo de las Armas en París. Vagaba por los alrededores de la tumba de Napoleón. Estaba decepcionada, esperaba ver el diminuto esqueleto del emperador francés en vez de un ataúd pulcro con detalles que escapan mi memoria. Para mis ojos infantiles, las armaduras y las bayonetas contenían más intriga. En el piso de la sala estaban desplegados unos estudiantes de pintura. Todos, con lápiz en mano y libreta en regazo, plasmaban en carbón los contornos de las armaduras. Ellos me parecían más interesantes que los trajes de metal, pero fingí lo contrario, hasta que vi a un chico que con mirada traviesa se llevó el dedo índice a los labios y me susurró «shhh» mientras levantaba la otra mano y apuntaba un borrador a la cabeza de una de sus compañeras. Yo le sonreí. Recuerdo sus cejas espesas, arqueadas y su negro cabello ondulado. Una nariz aguileña, tal vez. Dedos largos de humanista. Ojos vivaces de adolescente. Pantalón marrón. Pero lo que más recuerdo es nuestra complicidad que en ese entonces no conocía lenguajes, continentes ni tiempos.

Hoy no me atrevo a imaginar qué habrá sido de la vida de ese chico, ni mucho menos mi espacio en su memoria — quizás yo ya haya sido relegada, con suerte, a un fantasma. Pero me reconforta saber que él, aunque difusamente, está en la mía.

Jacques Derrida dice que es necesario exorcizar «no para espantar a los fantasmas sino para otorgarles el derecho … a una memoria hospitalaria … por una cuestión de justicia».

Exorcizar, entonces, no es limpieza, es ordenar, es depurar la memoria, es priorizar los recuerdos.

Si nuestra vida y nuestra identidad fuesen esparcidas en pequeños instantes, con sombreros y sin ellos, en la memoria de cientos y guardados con la constante amenaza del olvido; si siempre que pose los pies en un museo me asaltara una complicidad cálida e impulsos de hacer alguna travesura… el escenario, «lady in the hat», ya no me parecería tan aterrador. Sólo me quedaría agradecer a los turistas por su hospitalidad y saborear los rasgos de aquellos extraños que impregnan su difusa presencia en el abismo de mis recuerdos.

Cuando terminé de cruzar la plaza, seguía lloviznando. Me acomodé el sombrero.