Claudia Hernández [Cuentos]

Relatos

  1. La mía era una puerta fácil de abrir
  2. Invitación

La mía era una puerta fácil de abrir

La mía era una puerta fácil de abrir. Ni siquiera se hacía necesario girar el picaporte. Así hubiera sido cerrada con llave, bastaba con un empujoncito para tener el interior a disposición.

Cambiar la cerradura —estaba yo advertido desde el inicio— no tenía sentido: el conserje la había reemplazado no sé cuántas veces ya sin conseguir hacerla trancar del todo. Pude, pues, haber pasado de ese apartamento y tomado el de la derecha —que era el que anunciaban en la cartelera de la lavandería—, pero me decidí por él debido a que la renta era bajísima y la vista espléndida (si a uno le gustan los atardeceres por en medio de los edificios). Además, la condición de la puerta me favorecía: soy de los que olvidan siempre las llaves dentro y detestan tener que llamar al encargado cada que eso ocurre para que resuelva el problema. Me pareció conveniente porque me facilitaba la entrada cuando regresaba de la calle triste de las manos o cargado con las bolsas de las compras.

No vi razón de peso para rechazarlo porque, aunque el elevador no se detenía en ese piso, el agua caliente y la calefacción funcionaban de maravilla. Era agradable, iluminado como pocos y amplio. El único inconveniente era que, dadas las facilidades para entrar, la gente pasaba adelante sin invitación: hombres y mujeres de diferentes edades irrumpían mañana y tarde usando la falta de baños públicos en esta zona como excusa y luego se quedaban para descansar un rato, pasar el tiempo o esperar a alguien con quien habían acordado verse ahí.

Como recién me había mudado a esta urbe y aún no había adoptado la costumbre local  de estar solo, agradecí las visitas y hasta lamenté que ni una se quedara a pasar la noche conmigo. Me parecían todas muy simpáticas porque se trataba de gente educada que se cubría la boca al estornudar, respetaba mis silencios y jamás desordenaba o ensuciaba la alfombra. Saludaban siempre, conversaban solo si yo lo deseaba y nunca me interrumpían con preguntas ni respiraciones cerca del cuello mientras me estaba afeitando.

Las visitas eran más bien cortas y en horarios de supermercado. Si alguna llegaba después de la medianoche, era de manera sigilosa, sin perturbarme y avisando siempre al desconfiado conserje, que apuntaba nombres y horas de entrada y salida por si llegaba a faltarme alguna de mis pertenencias y bosquejaba en un cuadernito sus rostros y apariencias por si llegaba a haber necesidad de que la policía interviniera.

Nunca la hubo. Fuera de llevarse algo, los visitantes dejaban una suerte de objetos que me resultaban agradables (mitades de bocadillos para la cena, ginebra, botellas de vino para acompañar el postre, abrigos, dibujos infantiles pegados en las paredes, joyería, guantes para el baño, peines, atlas en ediciones de lujo, ropa interior, camiones de juguete, palillos de dientes con figuras de chinitos en uno de los extremos, adornos de porcelana con algunos desperfectos, gafas con la graduación suficiente para trabajar en mis miniaturas y hasta muebles en condiciones aceptables) para las que el dinero que ganaba entonces no me alcanzaba. Por eso, aunque el conserje insistiera en que se trataban de basura, yo me las quedaba si después de tres o cuatro días nadie las reclamaba.

A veces eran tantas que yo mismo las desechaba o se las daba al conserje, que solo las aceptaba si había pruebas fehacientes de se trataba de objetos nunca estrenados. Él no concibe la idea de utilizar algo que otro haya desechado, así se trate de una antigüedad. No es su estilo. A él hay que darle solo objetos nuevos. Y nada de cosillas baratas: no quiere convertir su hogar en una bodega. Tampoco yo. Para evitarlo entonces, limpiaba a diario y, si tenía ánimo, incluso preparaba algo de comer para los visitantes del día con el dinero de las propinas que ganaba en la lavandería. Por eso quizás era todo elogios para mí. De acuerdo con el conserje, era el inquilino del siete izquierda más popular que alguna vez había tenido el edificio. Aseguraba que le era agradable incluso al gato de la tienda del frente, que entraba siempre tras mis pasos y se iba media hora después, a menos que yo le pidiera lo contrario, que sucedía por lo general los miércoles por la tarde. El resto de los días, podía prescindir de él pues conseguía una buena conversación sin ayuda suya.

Casi siempre que lo necesité estuve acompañado. No padecí tristezas mientras moré en el siete izquierda. No me habría mudado de no haber sido porque una vez encontré hurgando en mis cajones a una niña —amiga de la del piso cuatro— a la que había visto antes jugando con mis figuras a escala con la misma brutalidad con la que sacudía sus muñecas.

Como yo aún no hablaba bien el idioma de esta ciudad, no entendió mis regaños y, en lugar de someterse a mis mandatos, me incluyó en un juego cuya lógica no conseguí comprender. Desesperado, bajé a buscar la ayuda de su amiguita, que respondió que su madre no estaba en casa en ese momento y no tenía ella permiso para subir sola mientras estuviera yo en el apartamento porque no podía saberse qué clase de gente podría resultar puesto que venía de un país que no sabían ellas ubicar en el mapa. Mientras, la otra niña continuaba tomando mis miniaturas y disponiendo de ellas tarde tras tarde a voluntad, sin que la del cuarto piso interviniera a mi favor debido a que su madre le había prohibido también continuar con esa amistad y no podía desobedecerle. Tenía yo que preocuparme por vigilar a la pequeña de cinco a seis y media, cuidar que no fuera a quebrar mis piezas con sus deditos toscos, asegurarme de que no se le ocurriera hacerles algún retoque con mis pinceles y obligarla a que las dejara siempre en su sitio antes de marcharse.

Bien que mal, lo soporté. Mas no pude tolerar que internara sus ojos y sus manos en mis cajones una vez más: la tomé por el brazo izquierdo y la obligué a acompañarme de inmediato a lo del conserje. A él le solicité que fuera más cuidadoso en su labor y le entregué a la prisionera, que fue puesta en libertad de inmediato y enviada de regreso a su casa a pesar de mis protestas y de mis demandas por justicia.

El conserje me pidió que me comportara. Luego me explicó que no podía él estar pendiente de lo que mis visitantes —que eran cada vez más numerosos— hacían una vez que entraban en mi apartamento. Lo que a él le correspondía por contrato era vigilar la entrada y los pasillos. A los apartamentos solo llegaba por llamado de los inquilinos o cuando se perdía algo. Como todas mis pertenencias estaban ahí y ninguna de mis miniaturas había sufrido daños, nada tenía él que hacer. No había delito por perseguir. No podía ayudarme, salvo sugerirme que, si quería evitar las intrusiones, le pusiera cerrojo a los cajones (aunque eso nunca es garantía de seguridad: más de uno sabe cómo violentarlos) o colocara un cartelito en el que prohibiera el fisgoneo de mi propiedad (aunque tampoco podía asegurarme obediencia). Su mejor consejo fue que me deshiciera de cualquier cosa íntima o muy personal que guardara en ellos, fueran cuales fueran, porque la gente que entraba podía ser curiosa y gustar de descifrar los misterios que esos objetos podían contener.

Mi idea de cerrar por dentro y salir por las escaleras de emergencia le pareció pésima. Decía que sólo conseguiría empeorar el asunto porque los visitantes se obsesionarían aún más, acabarían descubriéndolas y evadirían el registro que llevaba él de quiénes entraban y quiénes salían, que lo mejor era (si era cierto que no tenía yo secreto alguno) que actuara como los demás y dejara de vivir en un sitio al que todos tenían entrada. Él podía, si yo así lo deseaba, contactarme con un amigo suyo de otro edificio que estaba buscando inquilino. O, si lo prefería, podía mudarme al de la derecha. Ese jamás ha tenido problemas con la puerta. Lo que sí es que la vista no es buena, la renta es bastante más alta y tengo que cuidar siempre de llevar la llave conmigo. En caso de que la olvide, puedo pedirle al conserje que me abra con su copia. Si ha salido o está ocupado, siempre puedo entrar al de la izquierda, que se abre con un empujoncito. De paso, aprovecho para saludar a los conocidos y para cambiarle el agua a las flores del baño: la tipa que vive ahora ahí siempre olvida hacerlo.

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Invitación

 Salí porque fui invitada a hacerlo. Acababa de bañarme y estaba asomando los ojos a la ventana de mi habitación cuando, de pronto, me vi pasar. Era yo. Pero no la yo que miraba en las visiones del espejo, sino otra yo que conocía y que tenía mucho tiempo de no ver: yo niña. Imposible confundir mi mirada, mi forma de andar, mi sombra, mi vestido pálido y mis zapatos gruesos. Era yo que pasaba frente a mi casa corriendo con tanta velocidad que me hice dudar. Pensé que se trataba de mi imaginación, que debía haber salido a correr por las calles que, siendo de una ciudad tan joven, se ven ya tan viejas. Me quedé sonriendo por lo bueno que había sido haberme visto de nuevo con los huesos diminutos y los dientes de leche.

Acomodé mejor la vista en la ventana. Tenía la esperanza de que, si me quedaba ahí, si esperaba, yo–niña volvería a pasar sobre mi vuelo como hacen las mariposas. Diez minutos después (el tiempo que de pequeña me tomaba darle la vuelta al barrio), yo–niña aparecí. Me detuve frente a mí, que estaba esperándome en la ventana, me sonreí de nuevo y corrí alrededor del barrio siete veces en total. Entonces, yo–niña me invité a bajar con un ademán insistente. Yo —que deseaba bajar y tomarme de la mano, y correr, correr, correr, correr, correr—, bajé deprisa por las escaleras.

A mitad de ellas me di cuenta de que estaba desnuda y desistí de salir porque recordé que los vecinos sacaban a pasear a sus infantes a esa hora. Segura de que se alarmarían (las mujeres desnudas que corren por las calles asidas de la mano de ellas mismas cuando eran niñas no son muy frecuentes por acá), subí a la habitación para gritarle que no podía acompañarla porque estaba sin ropas y que lo sentía mucho.

Noté en su rostro que no me había creído. Por eso, me asomé completa a la ventana para probárselo.

Pareció no importarle. Seguía gritando que saliera, que saliera ya, que saliera pronto, que me apurara. Pataleaba con insistencia, hacía temblar el asfalto. Me hacía angustiarme. Y, cuando me llenó de desesperación por no poder salir, entonces escuché mi voz —pero no mi voz de niña ni mi voz de ahora, sino mi voz de cuando esté ya muy vieja— que me decía que saliera a jugar conmigo–niña, que no me dejara esperándome. Me hablaba con voz de mando. Me lo ordenaba mientras —como yo no daba un paso para cubrirme el cuerpo— me vestía con una sábana y me llevaba de la mano rumbo a la salida. Escaleras abajo, yo–vieja me colgué la llave de la casa al cuello para cuando volviera, me saqué a la calle y me di un empujón para que me alcanzara a mí–niña, que, al verme salir, echó a correr colgando las risas en el aire como si se tratara de globos enormes.

Toda la mañana corrí tras de mí sin darme alcance. Yo–niña me animaba a aumentar la velocidad y a atraparme, pero seguía corriendo más rápido de lo que a mi edad puedo hacerlo. Corría y volvía a verme burlona con mi risa de niña mientras yo–vieja nos vigilaba desde mi puerta. Ambas se veían satisfechas. Parecían modelos de un cuadro. Lo único que quebrantaba la atmósfera de armonía era yo, que no sonreía, que estaba cansada y que me dolía de mis pies sin zapatos, lastimados por el asfalto caliente.

Dimos vueltas al barrio. De pronto, yo-niña se internó en la ciudad. Intenté seguirla guiándome solo por su carcajada. Estaba empecinada en darle alcance, pero tenía la desventaja de no saber dónde estaba. No reconocía el paraje. La ciudad parecía desordenarse detrás de mis pasos. No encontraba yo una señal que me revelara su ubicación o la mía. Ni siquiera la gente me ayudaba a situarme. Unas me decían que estaba cerca de mi barrio; otras, que nunca estaría más lejos que entonces. Por eso preferí caminar sola. Sabía que, de alguna manera, saldría de allí. Me pedí paciencia. Me pedí esfuerzo. Me pedí no dejar de caminar. Estaba segura de que conseguiría descifrar el laberinto y salir de él. Pero toda mi seguridad no alejaba la desesperación, que se posaba sobre mí en forma de pájaros oscuros a los que tenía que espantar con movimientos de manos mientras caminaba.

Anduve tanto y tantas veces alrededor de los mismos sitios que perdí la esperanza de regresar. Y, cuando ya ni siquiera tenía ilusiones, cuando ya ni siquiera deseaba dar con mi casa, visualicé mi techo celeste y mi ventana. Caminé hacia ellos en el ocaso.  La noche se precipitaba tras de mí.

Buscando refugiarme de las noches frías de esta zona, tomé la llave que yo–vieja me ató al cuello y la metí en la cerradura. Entró sin problemas y hasta giró, mas no abrió. Falló en los cuatro intentos. Entonces, aunque vivo sola, toqué para que alguien me abriera.

Cuando nadie atendió mi llamado, comencé a pensar en dónde encontrar un cerrajero que me ayudara y no preguntara por qué me había quedado fuera envuelta en una sábana.

Pensando estaba cuando me cayó una colcha encima. “Para el frío”, me dijo una voz que venía de mi habitación y que distinguí de inmediato porque era con la que hablaba en la infancia. Yo-niña me miraba burlona desde la ventana. Se reía de mí. Le grité que me abriera, que me abriera de inmediato, que me abriera ya. Pero no respondió a mi petición. Solo sonrió y me hizo señales de despedida con la mano hasta que llegué yo–vieja y la halé hacia el interior de la casa. Me miró como ve la gente a un ser molesto cuando le pedí que me abriera, cerró la ventana y desapareció.

Intuí que no me dejarían entrar más, así que me di la vuelta y me interné en la ciudad en búsqueda de un empleo que me permitiera pagar una habitación en la que pudiera vivir. Busqué un lugar en un edificio alto, muy alto, un sitio en donde las voces de la gente que camina en la calle no pueden distinguirse, para que si ellas regresan no pueda yo escucharlas ni aceptar sus invitaciones, ni salir a la calle, ni quedarme de nuevo sin casa.

[alert type=»blue»]La escritora Claudia Hernández dice que en el cuento “la fuerza bruta y la ternura más sublime conviven sin dañarse la una a la otra”. Vea una entrevista con la escritora salvadoreña [/alert]

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Claudia Hernández

Claudia HernándezClaudia Hernández (San Salvador, 1975) ha publicado los libros de cuentos De fronteras, Otras ciudades, Olvida uno y La canción del mar.