Prisión de ámbar [cuento]

por Gabriela Alemán

Fue así como ocurrió. Bajaba por el Paseo Ahumada con Sergio, volvíamos del mercado y buscábamos un sitio donde tomar café para seguir conversando. Como el almuerzo había sido abundante, la larga caminata en procura de una mesa no se hizo pesada, pero cuando llegamos a la universidad y la avenida terminó y todavía no habíamos encontrado nada, acepté gustosa la propuesta de cambiar el café por una copa en una fonda cercana. En Ovalle y Tarapacá entramos a La Manoseada; nos sentamos cerca de la puerta de cocina, al lado de la rockola, y pedimos dos piscos. A esa hora el salón celeste estaba semivacío y las persianas bajas dejaban ver un cuarto igual a cualquier otro: algunas mesas y varias sillas. Sólo había un hombre en la barra que tomaba a sorbos lentos un trago mientras Sergio me contaba de una cicatriz en su costado. Estuvimos sentados allí varias horas mientras las mesas se ocupaban; bebimos codo a codo, hasta que sonó un beeper y Sergio, tambaleándose, se paró a buscar un teléfono mientras yo, en las mismas condiciones, me dirigí al aparato de música. Coloqué dos monedas en una ranura y seleccioné «Niégalo todo» de Germán Rosario y «La copa rota» de Benito de Jesús. Cuando las canciones terminaron y Sergio seguía sin regresar, me paré en procura de la puerta de calle y, tras la noche, pude escuchar la complicidad del silencio; de regreso, pedí otro trago. Cuando volví, no sé si por el contraste, el aire tenía la consistencia de la melaza. No alcancé a desechar un cansancio tardío y me quedé dormida sobre el tablero de la mesa. Extrañamente ningún guaso se sobrepasó; aduzco, sobre todo, por al aburrimiento que volvía más viscosa a esa atmósfera ya pesada. Era un letargo cósmico capaz de desequilibrar a cualquiera o hacer aceptar como cierta la más inverosímil de las historias. El hombre que estaba sentado en la barra se acercó con vaso en mano y pidió permiso para acompañarme, se lo di.

La única iluminación, que provenía de un foco cuya boquilla estaba hundida en el techo, me dejó captar algo inacabado: un hombre de tez oscura, algo encorvado, vestido de negro y acompañado de un olor rancio a aceite quemado. No hablaba, recitaba axiomas de distinta índole como una letanía, alzándolos como un escudo:

(…) la sumisión a la moral puede ser esclavizante o vana o egoísta o resignada o obtusamente entusiasta o sin consecuencia o un acto de desesperación, como el sometimiento a un príncipe: por sí sola no es nada moral…Aceptar una fe solo por costumbre significa ser deshonesto, cobarde, vago. Y ser deshonesto, cobarde, vago, ¿son presupuestos de la moralidad?(…)¿Cómo entró la razón en el mundo? Como de costumbre, de una manera irracional, por accidente. Uno tendría que averiguarlo como si se tratara de una adivinanza (…)

Lo interrumpí, le pregunté que tomaba y pedí dos de lo mismo al mesero. Quería decirle, aunque me guardé de hacerlo, que con mucho o muy poco alcohol nunca se llega a la verdad, aunque más, generalmente, suele ayudar. Por tedio y nada más, le pregunté que hacía ahí, por qué llevaba seis horas sentado en un bar bebiendo solo (debí recordar que hacen falta pocos conocimientos para perseguir una vida honesta y que sufrimos de su exceso, como de tantas otras cosas, y permanecer callada, pero no lo hice. Me atuve a las consecuencias). Con concentrada atención, hablando más con un imaginario punto situado en la distancia que conmigo, me dijo que hacía tiempo.

— ¿Para qué?— indagué.
— Para viajar a Paraguay — me respondió.
— Qué extraño —proseguí— acabo de volver de allí.
— ¿Si? — me preguntó.
— Estuve siguiendo la ruta de Elizabeth Nietzsche por el Chaco —le respondí.

Con ademán desdeñoso se acercó.

— ¿Nadie intentó matarla? — se interesó.
— ¿Por qué habrían de hacerlo?— continué.
— ¿Qué averiguó?— continuó.
— Nada nuevo, llegué a Nueva Germania, me enseñaron su casa y me indicaron algunos sitios que podía fotografiar, luego me montaron en el primer camión que salía en dirección al río Paraguay y no se separaron de mí hasta que subí al carguero en dirección a Asunción — le respondí.
— ¿Quiénes?— preguntó alzando la voz.
— Los encargados de su patrimonio, no me dejaron revisar ningún material ni hablar con los otros colonos. Me dijeron que nadie entiendía español — continué.
— Eso es verdad— me dijo y me sorprendió.
— ¿Ha estado allí? — le pregunté.
— Varias veces— respondió.
— Y, ¿qué hacía?
— ¿Usted?— replicó intrigante.
— Me mandó un periódico— le respondí.
— ¿Para qué?
— Para seguir una pista, parece que antes de su derrumbe en Turín, Nietzsche entregó a su hermana una obra terminada que ésta no se atrevió a tocar o editar. Que ni siquiera mostró a su marido el doctor Förster (tal vez por mantener una carta bajo la manga si la utópica fundación no llegaba a buen término y ella necesitaba restablecerse en otra parte) y que lleva perdida no sé cuántos años. Algunos piensan que Elizabeth tuvo un hijo fuera de matrimonio (saqué unas fotos que guardaba en la cartera), ¿ve? Las fotos tienen once meses de diferencia entre sí. No es mucho tiempo y, sin embargo, ¿nota su cambio? ¿El cambio en el grosor de su cintura? Fui a buscar un descendiente de ese hijo, el hijo que seguramente poseía la única copia del manuscrito perdido de Nietzsche — hablé de un solo tirón.
— Todos en esa colonia son una banda de nazis, antisemitas y criminales y además todos son descendientes directos de Förster —dijo indignado—. Cuando Elizabeth volvió al lado de su hermano y abandonó el Paraguay no dejó nada que valiera la pena allí. Si tuvo un hijo haría bien en buscarlo en Alemania o aquí —el punto imaginario lo trasladó a mis ojos y ese cambio repentino de perspectiva (el mismo abrupto desplazamiento que ejecutan los tiburones antes de atacar, revelando su plateado vientre al girar), hizo que su mirada se volviera la de un desquiciado—.En Nueva Germania sólo quedaron malos recuerdos y Förster.
— ¿Y usted, cómo sabe tanto? — le pregunté sobresaltada.
— Digamos que cierto interés personal me atrae al personaje de Elizabeth.
— ¿Qué va a hacer ahora allá? —seguí preguntando a mí vez.
— Voy a dictar un curso — me respondió tranquilamente mientras empinaba su bebida.
— ¿No me ha dicho que nadie habla castellano? — le dije algo molesta.
— ¿Quién le ha dicho que lo voy a hacer en español? — me respondió.

Pensé en todas las puertas que el tedio nos descubre antes de hacer la siguiente pregunta.

— ¿Quién lo contrata?
— El Instituto Goethe. Cada seis meses voy a Filadelfia y Nueva Germania, los talleres los realizamos en la iglesia menonita; yo me hospedo en el salón comunal. Le pregunté si han intentado matarla porque en mis últimos dos viajes he notado que algo se traen bajo las mangas esos nazis expatriados. Y no por algo que yo haya hecho; yo sólo voy, dictó mis cursos y procuro mantenerme alejado.
— ¿Sobre qué va a hablar? — me interesé.
— Céline y Kafka.
— ¿Usted escoge los temas? —continué.
— No, el Instituto me entrega los programas. Pero esos dementes antisemitas ya me han condenado sin juicio, como no presento una amenaza para ellos se han dejado convencer por su estupidez de que soy culpable.
— ¿De qué? —le pregunté.
— Vaya a saber. Los motivos —como dice Céline— se suelen suministrar solos.
— ¿Cuándo viaja? — continué curiosa.
— Tengo que ir antes a Israel; a mi regreso de ese viaje.
— ¿Y qué va a hacer allá? —me interesé.
— Reconocer unos familiares, recuperar algunos documentos.
— ¿Usted es judío? — le pregunté.
— Sí — me respondió.
— ¿Y los herederos de Förster lo saben? — continué.
— ¿Qué podría importarles? — me respondió molesto.
— Si no recuerdo mal, no fue también Céline el que dijo que cada día hay por lo menos cien personas que quisieran vernos muertos: los que están detrás nuestro en las filas, los que no tiene casa y nos ven en la nuestra; y, que en condiciones extremas, pienso en usted a cientos de kilómetros de la carretera más cercana, esa impaciencia se suele volver más irracional y violenta.
— Sí, pero olvida que yo no soy un execrable y repulsivo criminal, mi fotografía aún no ha aparecido en los diarios con ese pie— dijo con frialdad.
— ¿Y eso qué puede importar? A la hora de buscar motivos para culpar a alguien, usted mismo lo ha dicho, éstos se suministran solos — le dije antes de callar.

Su mirada se volvió a perder. No hay duda, todos los eventos importantes de la vida se realizan en la oscuridad o por lo menos en una prisión de ámbar. Me paré y fui a buscar otras dos bebidas. Cuando volví había pasado algo allí adentro, su imaginación no se movía más en el vacío. Levantó el vaso y bebió un largo trago antes de proseguir.

— ¿Usted sabe la diferencia que existe entre las creencias y los hechos? — me preguntó.
— Sólo sé que los matices son muy leves y que no me podría defender si tuviera que distinguir con absoluta precisión —le respondí.
— ¿Quiere decir que no? — dijo.
— Sí — respondí.
— Pues la verdad, eso que usted dice tiene poca importancia, consiste en una forma de correspondencia entre los dos. Las mentes no crean la verdad, crean creencias y lo que hace a esas creencias realidad son los hechos. ¿Me sigue?

Asentí con la cabeza.

— Para establecer algo como verdadero se tienen que cumplir tres requisitos: primero, la verdad tiene que tener un opuesto, una mentira (soy un villano, por ejemplo); segundo, la verdad dependerá de ciertas creencias (nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario); pero y, por último, éstas a su vez dependerán completamente de la relación de esas creencias con las cosas (nunca he matado a alguien, la corroboración la encontrará en mi ficha policial).
— Sí, de acuerdo, pero eso no lo salvaría de nada en caso que las creencias que operan en su contra fueran falsas; desechemos por un instante los hechos como lo harían sus posibles verdugos. ¿Qué haría entonces? —argumenté.
— Simple —me dijo y retiró un cigarrillo del paquete con sus labios— huiría. He analizado demasiadas veces «La Colonia Penal» junto a ellos para esperar ver sus reacciones. El miedo —me miró directamente a los ojos con un destello desenfocado— es probablemente la mejor manera de lograr salir de una situación incómoda.
— ¿Y las cosas quedarían así?
— Señora, nuestra dignidad depende de la habilidad que tengamos de pagar tanto lo bueno como lo malo. Buscaría venganza.
— ¿Qué haría? —le pregunté.
— He ido acumulando pruebas, a través de los años he hablado con alguna gente, he dado con paraderos remotos, he encontrado otras colonias, sitios que ni siquiera imaginaría.

Comenzó a trazar un mapa imaginario del Paraguay sobre la mesa, me habló de un sinnúmero de lugares, de estancias subterráneas, de cárceles y zoológicos humanos. Mencionó un poblado cercano donde las elites nazis…

— ¿Las nonagenarias elites? —pregunté.

«Prision de ámbar» por Geracho Arias

Con su mano hizo un gesto que liquidaba el plano de un solo borrón, se paró y se dirigió a la barra. El resto de la madrugada acobijé la esperanza de que volvería; me supo mantener en un estado de suspenso. Me torturó y yo aguaité la laucha —esperé escuchando la única guarania de la rocola—, acertó si pensó que había tirado suficiente lastre. Cuando el encargado empezó a barrer el local y a recoger las sillas, me acerqué. Como la madrugada estaba cerca y la luz era diáfana me percaté de sus prominentes cejas y gruesos bigotes, su frágil estructura y un maletín, que atado con una soga, llevaba sujeto a su muñeca. Pensé que mi entusiasmo me engañaba, lo que tenía frente a mí era un calco infeliz del filósofo buscado. ¿Cómo pude obviar todos esos detalles en la noche? Como una réproba me acerqué; hablaba consigo mismo, «estamos todos corruptos por haber perdido nuestro instinto de sobrevivencia». Toqué su hombro, «¿qué quiere?», me dijo sin darse vuelta. No supe qué decir, aunque mi titubeo duró poco, quise provocarlo y el resultado no pudo ser más feliz. Repetí la frase final de Nietzsche, lo último que escribió con su puño y letra antes de perder la razón, «Siamo contenti? Sono dio, ho fatto questa caricatura».

— Así que usted es el creador —dijo y siguió tomando— dígale a su marido que me da lástima, convivir con alguien tan digno de objeción.

Después de eso salí, ¿qué podía responderle? ¿Cómo objetar a su razonamiento (a fin de cuentas reconocía que Dios era una mujer), cómo interrogarlo sobre su conocimiento del italiano, cómo decirle que no era más que una simple periodista en busca de una pista y que tal vez la clave que buscaba estaba atada a su muñeca?. ¿Cómo aceptar la posibilidad de que la solución se encontrara en un bar perdido de Santiago y no en Alemania o Italia? Caminé en dirección al río, cuando llegué a Diagonal Paraguay trastabillé; pero y, ¿si en realidad era él?

Gabriela Alemán


Gabriela Alemán
ha tenido una variada y exitosa trayectoria profesional, tanto dentro de la literatura como por fuera de ella. Jugó básquetbol profesional en Suiza y Paraguay y su experiencia laboral comprende desde trabajos en administración, traducción, radio y cinematografía hasta periodismo y educación, entre otros. Estudió en la Universidad Andina Simón Bolívar (Ecuador), en Cambridge University y se doctoró en Tulane University (New Orleans) con una especialidad en Cine Latinoamericano. A lo largo de su carrera ha recibido numerosos reconocimientos a su talento. Ha publicado los libros de cuento «Maldito corazón», «Zoom», «Fuga permanente» y «Álbum de Familia»; las novelas «Body Time» y «Poso Wells»; y el guión teatral “La acróbata del hambre”. Sus cuentos han sido traducidos al croata, hebreo, chino e inglés.