La Confusión – Convicción – Revelación [cuentos]

La confusión

por Ariel Barría Alvarado

La primera vez que me confundieron con Miki fue hace tres semanas, apenas unas horas después de haber llegado aquí. Andaba en busca de un hotel modesto en el que
me pudiera alojar con mis escuálidos recursos de exiliado, para procurar un nuevo inicio, una vida mejor, o al menos concretar mis sueños de paz, lejos de las amenazas absurdas que desangran a mi patria. Aún veo a la morena, alta y guapa, desde el otro lado de la calle, gritándome el nombre. Me sentí aludido por ser el único transeúnte a la vista, pero creía que se estaba dirigiendo a otra persona. Solo atiné a responderle cuando ella cruzó la vía y me reclamó por no saludarla, agregando enseguida que ya me daba por muerto. Mi acento debe haberla sacado de la confusión, porque apenas hablé se quedó observándome, con una amplia sonrisa congelada en su hermoso rostro. “No puede ser… increíble…”, repetía mientras se alejaba, volviendo el rostro varias veces. Luego pensé que debí seguirle la corriente, entablar una conversación, establecer un vínculo, qué sé yo. Pero eso fue luego, cuando ya la había perdido de vista.

Varios días después, en los muelles, un estibador pasó a mi lado y me soltó un golpe en la espalda, acompañado por un “¡Hey, Miki! ¡Apareciste!” que me dejó helado. Ni siquiera pude aclararle su error. El hombre iba ya muelle abajo, no sin antes enviarme un desprevenido “¡Cuídate, compañero!”. Esa segunda vez me hizo creer que de veras existía alguien muy parecido a mí en esta ciudad, alguien importante que se llamaba Miki, y a quien aparentemente estaban echando de menos en las calles.

Pero si quedaban dudas, hoy las he descartado: un tipo, aquel que ahora huye por el parque, salió de las sombras en el momento en que iba a ablandar mi hambre con pan duro y café callejero; con malévola ternura me susurró al oído: “¡Te lo dije, Miki!”, y me ha abierto esta herida por la se me esfuma la vida y se me van los sueños…

Nota del editor: Este cuento forma parte del libro Ojos para oír, Premio Nacional Ricardo Miró 2006. Panamá: INAC, 2007

Convicción

por Ariel Barría Alvarado

Abrí la puerta con firmeza y puse un pie afuera. Ella, con las manos crispadas, el gesto hostil y la palabra sibilante, me dijo, también con firmeza:

—No te atreverás a abandonarme. No podrías vivir un día sin mí…

Quince años es lapso más que suficiente para que una mujer conozca a un hombre, para que descubra y dome sus fortalezas, para que apuntale sus debilidades. Ella se expresó con esa dura convicción que sólo concede el tiempo, y hasta temí que tuviera razón.

No obstante, me vino a la mente la salida abrupta hacia el exilio, veinte años atrás, cuando los soldados tiraron la puerta mientras escribía en mi vieja máquina de entonces. Al día siguiente abrieron el calabozo para anunciar que me iban a echar del país y yo, sin calibrar la dimensión de la tragedia, les pedí que me dejaran recoger mi máquina y mis papeles. Me lo negaron, por supuesto; me lo negaron riendo a carcajadas. Salí para no volver, creyendo que no sobreviviría sin mi patria y sin mis libros, las dos cosas que más añoraba.

Pero el tiempo pasa, y vinieron otras máquinas, otros libros, y esta nueva patria. Así supe que ni esas ausencias matan.

Por eso, cuando tiro la puerta tras de mí y emprendo viaje hacia este nuevo exilio, sé muy bien que ahora tampoco me voy a morir sin ella.

Nota del editor: Este cuento forma parte del libro Ojos para oír, Premio Nacional Ricardo Miró 2006. Panamá: INAC, 2007

Revelación

por Ariel Barría Alvarado

Los latidos en el cardiógrafo se hacen más rápidos, en la misma medida en que cunden el asombro y la estupefacción por la sala. Como si esa fuera la señal que me dan para tomar un descanso, aprovecho para repasar algunos sucesos que el éter parece haber rescatado del olvido con esto del cirujano montañés.

Alguien me dijo (mi padre, ¿quién más?) allá por los días de la inauguración de la memoria, que los montañeses eran gente rara. En realidad fue más drástico: decía que eran buenos para nada, que no actuaban como el resto de las personas. Él desconfiaba de los montañeses como yo de los alacranes.

Nosotros fuimos gente de mar siempre; sabíamos de pesca, de mareas, de vientos, de rumbos, de estrellas. Vivíamos a nuestra manera, felices. A veces, muy de cuando en cuando, venían al puerto algunos montañeses. Traían frutas, verduras, plantas, tabaco. Se llevaban cosas de acá: sal, cuerdas, herramientas, clavos, telas, y a veces hasta pescado seco. El viejo Pérez los atendía en su tienda a la entrada del puerto y yo llegué a ver en una o dos oportunidades aquellas transacciones: casi sin palabras, apenas señalando alguna mercancía y asintiendo luego con la cabeza para consentir en el peso, en la medida o en el precio. Se sabía que ellos dejaban gente a orillas del pueblo, esperando con carretas, con caballos y bueyes, con brazos.

Algo se sabía de eso. Ruiz, el cosedor de redes, dijo que se topó un día con la caravana de los montañeses. No tuvo tiempo de tirarse al monte y se pegó a la orilla del sendero, lívido. Nos contó que sus niños llevaban la mirada baja, casi escondida bajo sombreros grandes, enterrados hasta las orejas. También dijo, con el tiempo y con mucho temor, como quien peca, que una de las mujeres de la carreta llevaba colgando una bolsa de carne bajo el mentón, como un apéndice extraño, no humano, pero esto se quedó en los linderos del mito, porque Ruiz solo hablaba de eso cuando estaba muy borracho.

De todos modos, desconfiábamos de los montañeses, como se desconfía de los cambios del viento en las tardes de pesca. Yo era hijo y nieto de pescadores, gente dura, y mi padre acostumbraba a beber cantidades extraordinarias de licor sin dar muestras de beodez. Algunas veces lo veía tirado en su cama (él siempre durmió solo, en el otro extremo de la recámara donde mi madre y nosotros nos apretábamos para conjurar el frío) borracho, con los ojos abiertos y en blanco. Y me daba temor, pero enseguida pensaba que si él estaba muerto (porque así me imaginaba a los muertos) tendríamos que irnos a vivir a la montaña, con los abuelos a los que no conocíamos y de los que mi madre nos hablaba solamente en voz baja y calculando la dirección del viento. Ese único pensamiento bastaba para hacerme desear que mi padre volviera a la vida, y me alegraba al oírlo desamarrando cosas en la oscuridad de la madrugada, aprestándose a partir.

Durante las largas semanas de ausencia de mi padre, cuando se iba de pesca, quise tomar varias veces el camino de las montañas. Podría haberlo hecho; había días, cuando no tenía ganas de ir a la escuela, en los que vagaba por el puerto, indagando caras, copiando gestos, repitiendo palabrotas. En más de una ocasión me gané unos pesos subiendo o bajando carga y hasta pude hurtarme algunos sorbos de licor cuando alguien pasaba la botella de mano en mano celebrando una buena pesca pero casi siempre un conocido de papá me echaba del lugar, mandándome para la escuela. Cualquiera de esos días (y me consta cuánto pensé en esa posibilidad), pude haberme ido hacia las montañas, detrás de la gente que sacaba pescado del puerto. Pero no lo hice y no sé por qué.

Cuando mi padre regresaba le contaba a mamá las anécdotas de la pesca. Nosotros escuchábamos, como si el cuento fuera para nosotros, y así oímos hablar del gran mero que vivía en los arrecifes y del extraño pez con patas que un extranjero compró a precio de oro, a pesar de que ellos, cuando lo pescaban, acostumbraban echarlo por la borda porque les daba asco comer el pejebrujo (así lo llamaban) al que el extranjero había guardado en una nevera con hielo y cerradura y le había escrito encima “Celacanto” (mi padre decía “se-la-canto” y luego se reía del chiste).

Pero cualquier historia, anécdota o comentario siempre terminaba con la acusación de que algo había salido mal por culpa de un montañés, ya fuera por la negligencia o la mala fe del culpable. El hombre desconfiaba de los montañeses como quien desconfía de la araña que teje la red sobre su cama.

Yo me imaginaba a los montañeses como una especie de gente-que-come-gente. Alguna vez, alguien (¿sería mi padre?) aventuró la teoría de que también se comían a sus hijos, o a los hijos de los de la costa, cuando estos se extraviaban. Y que de esas costumbres provenían las taras que cundían entre ellos (algunos con un solo ojo, otros ciegos que podían ver, algunos con vellos en toda la cara, otros con tres manos o sin ellas) así como esa dosis de imbecilidad que él siempre les achacaba.

Más tarde viajé a la ciudad a estudiar leyes y todavía recuerdo cuánto me extrañó saber que uno de los estudiantes de segundo año era un montañés. Luego me enteré de que estaba becado por extrema pobreza (o por tara extrema, ironicé enseguida) y cada vez que tenía necesidad de pasar por los años superiores me afanaba por distinguir al chico con la baba guindando, como me imaginaba al tal montañés. Pero después lo vi graduarse junto a todos, alguien lo señaló por mi interés, y no le noté nada extraordinario, aparte del hecho de que se sentaba al frente de los demás graduados (producto natural de la segregación a la que se le sometía, deduje de inmediato). Aunque lejos de las montañas, yo seguía desconfiando de sus habitantes, como se desconfía de una avispa que ronda el cuello de nuestra camisa.

Hasta este momento, con el asunto del bypass y los comentarios del equipo médico que me atiende. “Que sí está pálido”, dijo la enfermera; “que es raro, pues se trata de un hombre de la costa”, dijo el que parecía manejar el expediente; y entonces el cirujano, al que todos llamaban “Jefe”, salió con la expresión que ahora nos tiene en ascuas:

—Tranquilo, amigo, que usted sale de estas y lo voy a invitar a mi casa en las montañas para que respire aire puro.

Lo peor de todo es que lo dijo con ese aire displicente con que hablan todos los montañeses, en quienes confío menos que en un perro rabioso que nos mira a los ojos
meneando la cola.

Nota del editor: Cuento del libro Al pie de la letra, Premio José María Sánchez. Panamá: UTP, 2002; Editora Norma, 2007

Ariel Barría Alvarado

Es profesor de lengua y literatura en la Universidad Católica Santa María La Antigua y en la Universidad Tecnológica de Panamá. Labora, además, como director de la Editorial La Antigua y corrector de estilo para el Grupo Santillana, y es miembro de la junta directiva de la Asociación de Escritores de Panamá. Ha publicado, en cuento, El libro de los sucesos (2000), Al pie de la letra (2003) y En nombre del siglo (2004), y en novela, La loma de cristal (2001). Ha ganado varios concursos nacionales de literatura.