Tierra para valientes

Pasar una prueba de coraje nunca ha sido un requisito para inmigrar a Estados Unidos, pero sí para vivir en esta tierra donde los sueños se nublan y las oportunidades son tantas como los sacrificios.

por Andrea López Cruzado

Dice el himno nacional de Estados Unidos que el país es “el hogar de los valientes”, pero pasar una prueba de coraje nunca ha sido un requisito para entrar legalmente en él. Aun así, son aquellos con los que el gobierno estadounidense se reserva el derecho de admisión quienes paradójicamente dan muestras de esa valentía que EE.UU. considera parte de su ADN. Son los que carecen de empleo, cuenta bancaria, casa, auto —“arraigo en su país”, como dicen los funcionarios de las embajadas gringas— los que se enfrentan a peligros y exhiben una garra superior al promedio con tal de construir un hogar en EE.UU.

Los cubanos desafían la dictadura y huyen de La Habana con la esperanza de que precarias embarcaciones completen los 145 kilómetros que los separan de Miami. Se lanzan al mar a sabiendas de que en sus pobres barcas van más personas de las recomendadas y que pueden hundirse en el camino. Los mexicanos y demás latinoamericanos cruzan de Ciudad Juárez, en Chihuahua, a El Paso, en Texas, a través del Río Bravo. Hacen el viaje a pesar del acecho de asaltantes y violadores, previo pago a un “coyote”, que igual hace de guía que de verdugo. Los más temerarios desafían a “La Bestia”, un tren de carga que cruza México en su camino a EE.UU. Se trepan a La Bestia a pesar de haber escuchado y presenciado cómo muchos otros han acabado, en el mejor de los casos, presas de asaltantes. Los viajeros más desafortunados acaban mutilados por el mismo tren — al que deben treparse a la volada cuando ya está en movimiento—, secuestrados o muertos y enterrados en fosas comunes, porque no pudieron ser identificados.


La Punta, un distrito del Callao, donde la autora del ensayo, Andrea López Cruzado, nació, creció y veraneó los primeros 17 años de su vida. Foto cortesía Nathalie Garcés

¿Por qué cada año cientos de miles de personas se juegan la vida para emigrar a EE.UU.? ¿Qué tiene este país, destino de 20% de todos los migrantes del mundo, que no tienen México, El Salvador, Perú, las Filipinas o la India? A los 17 años me lo preguntaba, aunque quizá de forma distinta, sin encontrar una respuesta que me convenciera. Más tarde, como periodista, se lo he preguntado a muchos hombres y mujeres. La respuesta siempre ha sido la misma: llegaron a EE.UU. en busca de un sueño recurrente, de un futuro mejor, o porque sus padres decidieron emigrar y se los trajeron. Empecé a ver en ellos a mis propios padres, a reconocerme como una de ellos, a entender que teníamos una historia en común.

Uno de cada 33 habitantes del mundo es un migrante, calcula la Organización Internacional para las Migraciones. Yo soy una de esos unos, aunque pertenezco al grupo de los más afortunados, de los que viajan en un vuelo comercial y con un pasaporte visado. Ese es el abismo que me separa de los que no tuvieron más opción que cruzar mares y tierras para llegar a suelo estadounidense. Pero hay algo que sí comparto con quizá la mayoría de los migrantes: no salí de mi país por puro gusto, sino porque debía hacerlo.

Cuando dejé Perú no lo hice renegando por haber nacido ahí. Tampoco salí en busca de una mejor vida. Gracias a Dios, siempre tuve comida caliente, una cama para mí sola y hasta la caja de muñecas deseada en Navidad y ropa de estreno cada 31 de diciembre para recibir el año nuevo.

No necesitaba alejarme de mi patria en busca de un empleo más rentable para darles una mejor vida a mis hijos, que a los 17 años no tenía, ni tampoco necesitaba trabajar para sobrevivir.

Vista de la ciudad desde el Empire State Building en Nueva York. Foto de Remi Bouquet

Soy de los que no decidieron por sí solos, de los menores de edad que fueron traídos por sus padres sin que nos consultaran. No tenía edad suficiente para mandarme sola pero tampoco era tan pequeña como para tragarme el cuento de que iba a EE.UU. para conocer a Mickey Mouse y a la Cenicienta. Supongo que ninguna edad es perfecta para arrancar a alguien de raíz de su tierra, pero a los 17 años no era tan chica como mis hermanas para adaptarme rápidamente a un nuevo país, ni tan adulta como mis papás para resignarme al cambio.

No sé cuándo mis padres decidieron arrancar y replantar la familia en un país tan lejano y diferente al nuestro, pero supongo que lo hicieron pensando en el reto que tenían delante de ellos: alimentar y educar a cuatro hijas. Tampoco creo que la decisión de partir haya sido su primera opción.

En los primeros años del exilio en Paterson, Nueva Jersey, mi disconformidad, resentimiento, añoranza por Perú y más sentimientos grises eran parte de mi vestimenta. Me peleé con el mundo. No salía, no quería ni hice amigos. Me dispuse sólo a existir, no a vivir. ¿Por qué tenía que irme de Perú y alejarme de mis amigos justo cuando empezaba a hacerme grande, a vivir?

Mi mayor alegría y distracción eran las cartas que intercambiaba con mis amigos en Perú. Ellos me escribían todas las semanas, de su puño y letra. Muchas veces las cartas venían acompañadas de fotos —en esa época Mark Zuckerberg era un niño y Facebook no estaba ni en pañales— y casetes de audio que grababan con mensajes, bromas y canciones. Un día, como me lo pronosticaron quienes ya llevaban años en este país y yo no lo quise creer, esas cartas dejaron de llegar y fueron suplantadas por e-mails mucho más esporádicos, sin colores, sin dibujitos.

Recuerdo haber pensado y planeado regresar a Perú apenas acabara la universidad, lo único que me pedía mi padre para darme el tan ansiado “libre albedrío”. Iba a volver con un diploma redactado en inglés, del tipo que siempre han preferido los empleadores peruanos que creen que todo lo extranjero es mejor. Trabajaría en un periódico o revista, tendría mi propio departamento con vista al Pacífico y, para ahora, ya estaría casada y con hijos, como el 99% de mis amigas en Perú (el 1% restante está planeando su boda para este mismo año). Sobre todo, dejaría de ser una resident alien con derechos limitados. Recobraría mi país; retomaría mi vida donde la dejé, donde empezó.

En abril cumplí 17 años en EE.UU., la mitad de mi vida. ¿Qué pasó? ¿Me he acostumbrado a este país o me he resignado a estar aquí?

Ocean Grove, en el Jersey Shore, donde la autora ha pasado una semana del verano cada año desde 2003. Foto de Andrea López Cruzado

No es que ahora piense que EE.UU. sea un mejor lugar para vivir. Si en Perú siempre debo preocuparme de los asaltantes o los secuestradores que en operaciones express vacían las cuentas bancarias de sus víctimas y luego las tiran en cualquier calle, en EE.UU. debo lidiar con la amenaza de muchachos que un día deciden realizar sus más oscuras fantasías y matar a quemarropa a compañeros de clase o a fanáticos de películas de superhéroes. Tampoco es que crea que “aquí” tengo más oportunidades que “allá”. Más de una persona de mi entorno lleva meses desempleada o años con el mismo sueldo y en busca de otro trabajo.

Además, sigo identificándome mucho con Perú —no importa cuánto tiempo lleve en EE.UU. o si en el futuro emigro a otro país—. Aunque hoy viaje con un pasaporte de color azul, ese mismo documento atestigua que no soy gringa natural. Creo que nunca las papas fritas de McDonald’s me sabrán más ricas que las de una pollería peruana. Nunca un “cool!” saldrá de manera más natural de mi boca que un “¡mostro!”; jamás un “sorry” será más sincero que un “lo siento” ni un “I love you” significará más que un “te quiero”.

¿Soy más peruana que gringa o viceversa?

Le hice esa pregunta a Teófilo Altamirano, catedrático de la Pontificia Universidad Católica del Perú y especialista en migraciones.

Me dijo lo que tanto me ha costado escuchar y aceptar: “Eres peruana cuando piensas en español y tienes como referencia geográfica y cultural al Perú, [pero] no eres de aquí ni de allá; estás en los dos [países] y eso es mejor”.

Supongo que con una vida partida “mita mita” entre Perú y EE.UU. debo aceptar que es así. Sobre todo, sentirme afortunada por eso. Después de todo, debo decir que ahora también hay cosas que aquí me saben mejor que en Perú, como el agua, incluso la embotellada, y un chai tea latte de Starbucks. También me irrita la absurda delgadez de las servilletas en Perú y que hacer devoluciones de compras en las tiendas por departamentos, aun con recibo, sea una misión imposible. Me molesta también no poder caminar por las calles de Lima con la libertad que lo hago en EE.UU., sin miedos a que me roben o me secuestren.

En EE.UU. he aprendido a no espantarme ni voltear a decirle al que está a mi lado que se fije en aquella mujer obesa o ese “enano” que viene por ahí. Aquí me he acostumbrado a cederle el paso a las ambulancias y a los camiones de bomberos que hacen sonar sus sirenas. Cierto, quizá no sea un acto puramente cívico, sino también de conveniencia, porque sé que de no hacerlo me podría ganar una multa, porque sé que aquí los delitos no sólo se tipifican, también se castigan.

Sí, el inmigrante se acostumbra a EE.UU., disfruta de sus comodidades y se adapta a su civismo. Pero al sacar cuentas, casi siempre creerá que tiene un saldo en contra. Muy difícilmente, aunque pasen muchos años, dejarán de pesarle los cumpleaños, aniversarios y nacimientos que se perdió. Sobre todo, no dejará de temer la llamada que le anuncie que su mamá, o su papá, se está muriendo. Sólo entonces hará una concesión. Implorará y se conformará con que su avión vaya más rápido que la muerte y alcance a darle un último abrazo a su ser amado. Para la mayoría, sin embargo, la llamada será fulminante y sólo podrá aspirar a llegar al velorio, a besar una mejilla y una frente tiesas y heladas.

En mi familia, la llamada temida llegó el 3 de diciembre de 2000. Unas semanas antes de esa llamada, cuando mi mamá aún esperaba su green card y no podía salir del país, mi abuela ingresó a un hospital en Perú. En los últimos meses había bajado de peso y tenía fuertes dolores abdominales. Los doctores no sabían muy bien qué tenía pero por alguna razón que ya no recuerdo decidieron operarla.

Para que mi mamá pudiera ir a verla sin poner en riesgo su residencia permanente necesitaba un permiso especial, que el gobierno estadounidense otorga sólo en casos de emergencia. Sin embargo, ninguno de los partes médicos que presentó como constancia de la gravedad de la situación de mi abuela fue suficiente para ablandar el corazón de los funcionarios que la atendieron las dos veces que acudió a la oficina de inmigraciones.

El teléfono timbró esa mañana de diciembre. Mi abuela había fallecido a los 65 años de un cáncer detectado demasiado tarde.

Si el timbre del teléfono me sacó de mi sueño ese día, los gritos de mi mamá me sacaron de la cama.

“No me dejaron ir, no me dejaron ir”, repetía sosteniendo con las manos su cabeza.

La muerte salió primero y nos sacó ventaja. Aun así, fue otra la que cantó victoria.

Esa mañana, de pie junto a la cama de mis padres y mientras lloraba abrazada a una de mis hermanas, me di cuenta por primera vez de que para los inmigrantes —para mi familia y para mí— nuestro principal enemigo era otro: la distancia. Ni las green cards ni las ciudadanías ni la casa ni el negocio propio reducen un ápice las distancias que recorremos para llegar “aquí” y que nos separan de los que aún nos esperan “allá”. La distancia es nuestro eterno adversario que nunca se achica. Sin embargo, seguimos aquí, dando la pelea, en una tierra donde soñar en inglés es cosa de valientes.

Andrea López Cruzado

Es una periodista peruana que se desempeña como editora en The Wall Street Journal Americas en Nueva York y colaboradora del diario peruano El Comercio. En febrero lanzó su primer blog, «Chompas en febrero«, que se alimenta de sus experiencias como inmigrante con una vida partida en dos.

14 comentarios sobre “Tierra para valientes”

  1. «Tierra para valientes» expone muy vividamente la condicion de muchos imigrantes y realmente me identifico mucho porque al ser Peruana se como son de trasparentes las servilletas en nuestra tierra.
    La condicion de no ser «ni de aqui ni de alla» es como estar en un espacio hibrido. Yo opte por llamar
    mi tierra donde esta la mayoria de mi familia (USA). A pesar que alla (Peru) esta como un hito solo y terco mi Papa que se resiste a venir por estos lares. Y si… me pusiste la carne de gallina cuando relataste la historia de tu Mama.
    Gracias Andrea por este articulo que me hizo reflexionar!

  2. Soy admiradora de Andrea, por su inteligencia, su claridad y belleza para escribir que me transporta y me hace sentir los acontecimientos que trata y este ensayo es muy bello. Felicitaciones

  3. Q buen ensayo! Me emocionó más que las entradas leídas a su blog Chompas en Febrero. Siempre orgullosa de ser su prima hermana y yo estoy segura q pronto todos sus proyectos se concretarán!

  4. Jenny,
    Muchas gracias por haberte dado un tiempo para leer este texto, lo aprecio muchísimo. Me satisface mucho saber también que logré que te identificaras con mi relato, el de una inmigrante como tú, como millones más.
    Un fuerte abrazo

  5. Muchas gracias por estas palabras tan halagadoras. Siempre haré mi mayor esfuerzo para ofrecer una lectura que valga la pena.
    Un beso y un abrazo!

  6. Gracias, prima por siempre estar pendiente de lo que escribo y por apoyarme con la promoción de cada uno de mis textos. TQM

  7. Danae querida: mil gracias por tus lindas palabras y por acompañarme con tu lectura en este paso en mi carrera. TQM también.

  8. Este ensayo me pareció muy bueno y muy sensible. Por otro lado, me siento muy identificado porque aunque por motivos diferentes, elegí ser un ‘gringo’. Ser un extranjero, residiento en otro país, me parece una de las mejores experiencias de vida. No es viajar y hacer turismo, es querer crecer como persona y como ser humano, es aceptar (o no necesariamente) los defectos y virtudes de una sociedad en la que uno no creció. Es estar abierto para conocer nuevas personas, nuevos amigos, nuevos amores, y tambien aceptar nuevas reglas. Ser un extranjero residente en otro país es también lo que la autora del ensayo, Andrea, dice, separarse en tiempo y espacio de los seres amados y arriesgarse al terrible llamado telefónico avisando que un familiar falleció (tambien pasé por esa experiencia, mi mamá me llamó un día diciendo que mi abuelo Antonio (que era como mi padre) habia muerto – un día antes habia estado con él en Santa Fe, Argentina, mi ciudad natal.
    Hoy día, en Minas Gerais, Brasil, no busco mejores oportunidades económicas sino conocer un poco más del mundo, de la vida, de otras costumbres, adaptándome en la medida de mis posibildiades. Sí conociendo muchos seres humanos ‘ricos’ en sabiduria y experiencia.

    El extranjero – por desición propia como es mi caso – deja mucho de lado al decidir vivir en otro país, y al mismo tiempo ejercita el desapego (que no es desamor).

    El extranjero siempre va a sentirse como tal en cualquiera de sus dos países que a esta altura ya son los dos hogares conocidos.
    Es una sensación por momentos difícil, inconciliable, pero siento que vale la pena ser vivida.
    Es más, pienso que no deberian existir pasaportes, al fnal de cuentas somos Seres Humanos, mucho antes que personas de una u otra nacionalidad.

  9. Remi,
    Muchas gracias por haberte dado el tiempo no solo para leer mi texto sino también para dejarme un comentario, lo aprecio muchísimo.
    Siento mucho lo de tu abuelo Antonio. La distancia nos sale tan caro…
    También quiero decirte que admiro mucho tu actitud frente a la migración, que estoy segura te ha enriquecido en gran manera a lo largo de los años.
    Todos los éxitos para ti en Brasil, Argentina o donde tu espíritu valiente te lleve.
    Un fuerte abrazo!

  10. Sin palabras,mi corazon palpito maa fuerte con cada palabra que leia, creo que fue muy emotivo este articulo,comparto tu opinion andrea, aunque yo vine por voluntad propia,nunca me sentire de aqui ni de alla, besos

  11. Silvia, muchísimas gracias por haber leído mi texto y haberte tomado el tiempo para incluso comentarlo. Es siempre muy gratificante saber cuando lo que una ha escrito ha logrado tocar a una persona. Te invito a mi blog: Chompas en febrero (chompasenfebrero@gmail.com o en Facebook con ese nombre), ahí encontrarás más de mis relatos de inmigrante y seguro hallarás historias en común 🙂 Una vez más gracias. Un fuerte abrazo!

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