El castillo

Volver a casa es un viaje hacia el pasado.

por Betty Aguirre-Maier

Tomada de la mano de mi hija corro bajo la lluvia de chispas que disparan las ruedas giratorias del Castillo. El humo de la pólvora es asfixiante, pero la adrenalina en mi cuerpo causa el mismo efecto. Entre gritos y risas damos una vuelta y otra más. En ese recorrido puedo ver los ojos de la gente que avivan nuestra osadía. Al final de aquella segunda vuelta, efímera y eterna, un animal portentoso se detiene ante nosotros. Gigante bestia que nos mira con burla y amenaza con sus cuernos alargados que disparan candela. Se inclina dispuesto a embestirnos y mi corazón da un vuelco: nos hemos reconocido en ese ritual mágico que enciende el fuego en mi memoria: ¡la Vaca Loca!

Miro a mi hija alejarse y me quedo ahí, congelada ante lo inevitable. La Vaca Loca me embiste y me eleva por el aire. Quedo suspendida de una de las astas que se enciende y me arroja a un tiempo de rituales profanos.

Es una mañana de sol de un septiembre ecuatorial y llevo mis zapatos azules. Deslizo mi mano de la mano de mi abuela y me escabullo entre la gente. En ese espacio caótico me siento libre y segura, la cúpula de la iglesia es mi brújula. Quiero ver al Ángel de la Estrella, una niña de enormes alas e infinitos rizos subida en un caballo tan blanco como su vestido. La escucho loar a la Virgen en una larguísima filigrana de palabras. Los disparos inauguran la fiesta y bandas de músicos oscuros y uniformados inician el baile. Miro alrededor y corro calle arriba. Me cruzo con hileras de pájaros gigantes que danzan. Los niños y sus madres gritan: “Los curiquingues!” Retrocedo y los miro pasar. Quisiera seguirlos, repetir con ellos esa danza de giros y aleteos.

Un latigazo en mis piernas que me deja casi paralizada me saca del éxtasis. Una carishina abre paso con su látigo. Descubro por sus piernas velludas y una barba creciente que es un hombre. La gente la aplaude y ella con su boca carmesí y su cabellera falsa ríe a carcajadas y en un acto travieso se levanta el vestido. Tras ella y ya lejos de su látigo cruzo la calle y trepo el barandal de una ventana. Desde ahí veo a la Mama Negra avanzar lentamente subida en su caballo. Su humanidad casi aplasta al animal y su traje iluminado por el sol suelta destellos fabulosos. Intento colocarme muy cerca para recibir el champús que lanzará con su chisguete. Me lanzo a la calle e intento seguirla pero siento la mano de mi abuela que me alcanza y me guía entre la multitud que se dispersa.

El Castillo se consume; atravieso la plaza cubierta de humo y reconozco el rostro de mi hija. Juntas caminamos de regreso a la finca, envueltas en esa alegría que es volver a casa.

5 comentarios sobre “El castillo”

  1. Me parece un archivo plano bien diseñado y con la información que un artista de diferentes ramas desea, para publicar todas las actualidades e inquietudes de la vida diaria….felicitaciones!!.

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