Cuesta abajo [cuento]

por Betty Aguirre-Maier

Lo poco que le quedaba de ilusión se esfumó en cuanto tuvo que sentarse en el sofá naranja cubierto de plástico. Un olor húmedo y rancio flotaba en el aire. Las paredes agrietadas de un blanco sucio dejaban ver el viejo cuerpo de la casa. Paredes de adobe y paja, cubiertas por un tejado arrugado y legañoso. El suelo que alguna vez fuera de tierra, ahora era de una madera lacada que había perdido su brillo mucho tiempo atrás. Vio colgada en el centro de la pared la fotografía de los abuelos pintada a mano sobre metal con colores opacados por el tiempo. Los rostros de la pareja le devolvieron a la realidad, se levantó y se miró en un espejo. Tenía los mismos rasgos que ellos, que todos los demás, ojos pequeños, pómulos salientes, nariz afilada y piel cobriza. Bajo la fotografía vio algo familiar, era una réplica del Empire State Building que él se los había enviado cuando apenas llegó a Nueva York. Estaba envuelto en plástico para protegerlo del polvo y el tiempo, le explicó su madre. El gran edificio que lo había deslumbrado mucho tiempo atrás, ahora se veía tan insignificante, pequeñito y barato.

A pesar de la algarabía del recibimiento, abundante en abrazos y caricias, sus pensamientos estaban en otro lugar. Se sintió un extraño; no conocía o reconocía a la mayoría de aquellas personas que se decían familia y vecinos. No entendía las conversaciones ni las nuevas formas de hablar de los jóvenes. Preguntó por algunos amigos de su juventud pero en su mayoría se había mudado a la ciudad o habían muerto.

A la hora del almuerzo lo sentaron en la cabecera de la mesa y un sino de esperanza le dio ánimo para continuar y sentirse uno más. Tenía mucho que contar de su vida en el extranjero, de las metas logradas y lo alcanzado con trabajo y sacrificio. Quería hablarles de los hijos, todos profesionales. Sin embargo las risas, las historias de sus hermanos sobre la infancia o los últimos acontecimientos del pueblo lo dejaron fuera. Con resignación colgó el discurso para otro momento. Con una sonrisa congelada observaba los gestos de los comensales, sus manos callosas, sus pieles oscuras, sus bocas gentiles, dispuestos a la generosidad del momento.

Sabía, sin embargo, que algunos gestos podían pasar de la gentileza y la calidez a la violencia descarnada. Recordó que cuando niño las peleas se resolvían a cuchillo o a machete. Los muertos que desgranaba esa violencia eran velados por días, pero la sangre que pintaba las piedras de la plaza o las gradas que llevaban a la cantina permanecía por meses. Su padre acuchillado junto a la puerta de la finca, tirado como un animal despostado era el peor recuerdo.

Casi al final de la sobremesa las preguntas llegaron: ¿Qué comían los gringos? ¿Era la comida tan real como se veía en la televisión?, ¿Eran todos ricos?. Respondió con síes y noes para dejar espacio a sus propios comentarios. Les habló de lo bien que aprendió a cocinar y trató de explicar algunas recetas que ya había trabajado muchos años en varios restaurantes; aunque no mencionó que siempre fue un simple lavador de platos o un limpiador de mesas.

Al percibir que no les interesaba el tema prefirió callarse y pasó a otra cosa. Dijo que había extrañado la comida y la sazón de la madre, las tortillas frescas, o el cerdo que preparaba para la navidad, las sopas y los dulces. Sin embargo ese día, al tener toda esa comida enfrente, se dio cuenta que no era tan apetitosa: sopa de col, carnes grasosas, masas fritas y maíz tostado. Todo le pareció tan pobre y desabrido, pero disimuló su desagrado ante los ojos atentos de la madre.

Caída la noche, mientras se acomodaba en la pequeña cama que le habían preparado pensó nuevamente en su circunstancia, se vio a sí mismo como un ser atravesado por la soledad. Acomodó la almohada y se envolvió en la manta. Reconoció el olor a limpio que la madre impregnaba en todo. Dejó la luz prendida. Una bombilla sucia, salpicada de excrementos de mosquito colgaba del techo dejando ver el cable casi pelado. Fijó los ojos en ello mientras su mente viajaba al pasado.

–¿Me pasas las tenazas?– dijo su padre mientras extendía el cable sobre el tejado para luego pasarlo por una de las ventanas hacia la casa. No tendría más de seis años pero ya era un hombre. El hijo mayor que acompañaba al padre a todas las labores. Mientras los dos trabajaban arduamente, su madre y hermanos preparaban una celebración. Y no era para menos, la electricidad finalmente había llegado al pueblo. Ya no habrían más noches oscuras y podrían escuchar el fútbol y la novela en la radio. Mientras su padre terminaba de atar los cables, él se había recostado de espalda sobre las tejas y miraba el cielo. Una luna solitaria mezquinaba su luz detrás de las nubes y los árboles se mecían despacio con la brisa. Escuchó las voces de sus hermanos llamándolo, pero él sólo quería volar hacia ese cielo abundante de estrellas, elevarse y partir.

El canto de los gallos lo despertaron. Le tomó un tiempo ubicarse y reconocer el lugar. Le dolía la espalda gracias a la dureza del colchón. Una luz dorada entró por la ventana y dibujó algunas sombras como lenguas gigantes sobre la pared. Se levantó con dificultad y se asomó a la ventana; vio los plátanos cargados de fruta y más allá el huerto en el que jugaba a las escondidas.

Se vistió sin prisa y se volvió a sentar sobre la cama. Observó las fotografías amarillentas pegadas en la puerta. Imágenes borrosas de rostros lejanos, risas suspendidas en el tiempo, llantos que aún hacían eco por la casa; sobre todo los de su madre aquella mañana cuando a su padre lo encontraron muerto y él pasó a ser el hombre de la casa; tarea que nunca le gustó. Recordó la rabia y la frustración por no poder vengar la muerte de su padre. Años más tarde cuando quiso buscarlo supo que había muerto por las mismas heridas de la pelea. La niñez le duró poco, pasó de los juegos y la escuela a las labores duras y crianza de los hermanos. Se levantó pesadamente y entreabrió la puerta, un dulce olor a café lo guió hasta la cocina.

Ahí estaba su vieja, tal como la recordaba, con el cabello recogido y su delantal azul. Tenía el rostro surcado de arrugas y una expresión grave en la mirada, sonreía poco y su carácter estoico la convirtió en la matriarca de la comunidad. Se movía lentamente pero segura de conocer ese espacio. Se sentaron a la mesa en silencio mientras ella le servía una taza de café. La miró sin detenerse ni parpadear y la encontró muy vieja, más que en las fotos que le enviaban sus hermanos. En sus manos temblorosas el café parecía desbordarse, pero las oscuras olas no pasaban del borde de la taza a la que colocó suavemente sobre la mesa. Se sentó a su lado y lo miró como cuando era un niño y debía hablarle de cosas importantes.

-Regresa, hijo, aquí no hay nada para ti- Le dijo sin el menor signo de sentimentalidad.

Él la escuchó atento esperando la siguiente frase pero ella lo había dicho todo. Con la esperanza de escuchar algo más se quedó largo rato en silencio mirando los espirales que se formaban en su café, pero ninguna palabra más fue dicha. Sacó la cuchara y se bebió el café de un solo golpe.

Salió de la casa y tomó el camino cuesta arriba, hacia la loma donde solía subir muy temprano para dejar a la vaca y regresar por ella en la tarde. Caminaba lentamente, sin prisa, como cuando iba los sábados a Central Park, ese reducto del American way en donde confluían los break dancers y los intelectuales, los mendigos y los millonarios, cada uno envuelto en sus excentricidades. Él era un transeúnte cotidiano que no se detenía normalmente. Atravesaba una esquina del parque para ir de su trabajo a la estación del metro. Pero de vez en cuando se detenía bajo los gigantes robles, absorto en imágenes confusas del presente y el pasado.

– Mirar – se decía a sí mismo. Nada más que mirar, como lo hacía de adolescente cuando bajaba al pueblo con sus amigos a esperar en una de esas bancas destartaladas ver pasar a las muchachas y glorificar un intercambio de miradas.

Cuesta arriba y lentamente, recordó el pasado como un viaje del que no se vuelve. Recuerdos diluidos de tiempos casi ajenos pero no por eso desconocidos. Allá en esa aventura distante quedan los deseos colgados de un perchero que nadie retira. El deseo supremo de hacer una familia que dura lo que dura la niñez de los hijos. O el deseo que se chorrea y no se concreta de volver un día con toda la familia y vivir en una casa grande donde todos quepan. Nadie le advirtió de lo pueril de esos deseos, de lo intangibles que son.

Una jauría de perros esqueléticos lo sacó de esa bruma mental. La frustración se volvió física. – Volví solo, sin hijos, sin esposa, y con poco dinero – se repetía. La boca se le llenó de una saliva amarga, metálica y espesa; frunció el ceño, se sintió inútil. Pateó una roca atravesada en su camino con toda la ira de un hombre engañado por sus propios sueños, el zapato voló con la piedra.

El camino no había cambiado, seguía siendo angosto, atestado de pequeñas rocas que bajaban con la lluvia. Caminito de la niñez orlado de árboles de naranja, de matas espinosas y alegres buganvilla encendidas; caminito que lo observaba y le sonreía mientras él lo enfrentaba avergonzado. En su recorrido podía escuchar a los jilgueros y petirrojos, a las calandrias y mirlos devorar el aire con sus cantos, y a uno que otro niño jugar en las cercanías. Un recuerdo con sus hermanos le sacó una leve sonrisa. Se vio a sí mismo y a sus hermanos subir por la quebrada de La Cruz armados con precarias catapultas y cazar todo animal o ave que se movía ante ellos. Eran pequeños guerreros tomándose en serio la vida y la muerte, capaces de guardar silencio y permanecer estáticos por largo rato a la espera de la presa. No había rivalidad entre ellos, no importaba quién era el mejor, jamás se contaban las presas por cazador. El objetivo era cazar juntos como una sola bestia, unos los ojos, otros las garras y otros los colmillos. Esa camaradería jamás la volvería a vivir.

Una vez arriba se sentó sobre una roca enorme y suspendida en el borde de la loma, que amenazaba con caer, rodar y aplastar todo a su paso. Miró hacia abajo y vio la casa de su madre, vieja y humilde, insignificante en esa inmensidad. Ese minúsculo pedazo de tierra había sido el hogar y la brújula que ahora se negaba a dirigirlo. En un segundo lo comprendió todo. Un llanto ahogado de muchos años se derramó por su rostro y hundió la cabeza entre las rodillas para apagar los gritos. Ya vaciado el dolor, una brisa tibia cargada de olores maternales lo envolvió y se calmó. Se secó el rostro con los puños de la camisa y se peinó con los dedos. Escuchó que alguien le hablaba, giró y vio a un hombre casi de su edad que le pedía que se fuera, que estaba en propiedad privada. Lo reconoció pero no dijo nada. Se levantó tambaleando, más ligero que nunca y se marchó cuesta abajo.